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Llevaban una hora y treinta y tres minutos en la carretera. Despacio durante un rato, por trazado urbano; aceleración y velocidad constante luego. Puede que hubieran recorrido unos setenta y cinco kilómetros. Ahora bien, en la ruidosa penumbra de la furgoneta, Reacher no tenía ni idea de qué dirección habían tomado.

Estaba esposado a la mujer de la pierna mala. En los primeros minutos de su relación forzosa habían resuelto cómo colocarse para estar lo más cómodos posible, que no era mucho. Se habían movido de lado, como cangrejos, hasta quedar sentados de espaldas a uno de los laterales del vehículo, con las piernas estiradas, apoyados en la gran caja de la rueda derecha, contra el sentido de la marcha. La mujer estaba apoyada contra la parte trasera de la caja y Reacher, contra la delantera. Tenían las muñecas, las esposadas, sobre la caja, como si fueran novios pasando el rato en una cafetería.

Al principio no habían hablado. Habían permanecido en silencio, anonadados. El problema más inmediato era el calor. Era el mediodía del último día de junio en el Medio Oeste. Estaban encerrados en un espacio metálico. No había ventilación. Reacher supuso que el aire producido por la velocidad tenía que estar enfriando el exterior de la furgoneta hasta cierto punto, pero no era suficiente.

Había permanecido sentado, a oscuras, sin más, pensando y planeando, que era para lo que le habían entrenado. Estar calmado, estar relajado, estar listo, no malgastar energía en especulaciones inútiles. Evaluar y valorar. Los tres secuestradores habían mostrado cierto grado de eficiencia. Ni mucho talento, ni mucha delicadeza, pero no habían cometido errores significativos. El tipo nervioso de la segunda Glock era el componente más débil del equipo, pero el cabecilla había cubierto muy bien sus deficiencias. Un trío eficaz. En absoluto se trataba del peor que había visto. En aquel momento no estaba preocupado. Había estado en peores situaciones y había sobrevivido. Mucho peores, y más de una vez. Así que no iba a preocuparse todavía.

Fue entonces cuando se dio cuenta de una cosa. Se dio cuenta de que la mujer tampoco había empezado a preocuparse todavía. Ella también estaba tranquila. Sentada, balanceándose, esposada a él, pensando y planeando, que quizá fuera también como la habían entrenado a ella. La miró en la penumbra y resultó que ella también estaba mirándolo. Lo observaba con curiosidad, tranquila, sin perder el control, con un ligero aire de superioridad, con un ligero aire de desaprobación. La confianza de la juventud. Se miraron a los ojos. Y así estuvieron un buen rato. Luego, ella levantó la mano derecha, la que tenía esposada, lo que tiró de la muñeca izquierda de él. Fue un gesto de ánimo. Reacher giró la mano y estrechó la de ella, tras lo que se dedicaron una sonrisa breve e irónica, una formalidad mutua.

—Holly Johnson.

La mujer lo evaluaba con cuidado. Era evidente que sus ojos iban de un lado al otro de su cara. Luego, pasaron a su ropa, para volver de nuevo a su cara. Volvió a sonreír, brevemente, como si hubiera decidido que se merecía cierta cortesía.

—Me alegro de conocerlo —siguió.

Él le devolvió la mirada. Estudió su rostro. Era una mujer muy atractiva. De unos veintiséis o veintisiete años. Miró su ropa. Le vino a la cabeza la letra de una vieja canción: «Ropa de cien dólares que aún no he pagado». Esperó a ver si recordaba más parte de la letra, pero no fue el caso, así que le devolvió la sonrisa y asintió.

—Jack Reacher. El placer es mío, Holly, créame.

Era difícil hablar, porque la furgoneta hacía muchísimo ruido. El estrépito del motor se peleaba con el rugido de la carretera. Él hubiera preferido permanecer callado, al menos un rato más, pero ella no.

—Tengo que deshacerme de usted —le dijo.

Una mujer segura de sí misma, capaz de controlar la situación. Él no respondió. La miró y volvió a apartar la vista. La siguiente frase de la canción era: «Mujer de sangre muy fría». Una caída agonizante, un verso triste y emotivo. Una canción del viejo Memphis Slim. Pero aquel verso no le pegaba. No le pegaba lo más mínimo. Aquella no era, en absoluto, una mujer de sangre fría. La miró de nuevo y se encogió de hombros. Ella no dejaba de observarlo. El silencio de él la impacientaba.

—¿Entiende lo que está pasando? —preguntó ella.

Él la miró a la cara. La miró a los ojos. Ella lo estaba mirando también a los ojos. Estaba estupefacta. Pensaba que estaba atrapada con un idiota. Pensaba que Reacher no tenía ni idea de lo que estaba sucediendo.

—Está clarísimo, ¿no? —respondió él—. Por las pruebas que tenemos.

—¿Qué pruebas? Ha sucedido todo en cuestión de segundos.

—Así es. Esa es la única prueba que necesito. Con eso lo sé, más o menos, todo.

Se quedó callado y siguió descansando. La siguiente oportunidad para escapar sería la próxima vez que la furgoneta parara. Podían faltar horas. Tenía la sensación de que podía ser incluso un día entero. Le parecía que lo mejor era reservar sus fuerzas.

—¿Y qué es lo que sabe? —quiso saber la mujer.

Lo miraba fijamente a los ojos.

—Que la han secuestrado a usted. Yo estoy aquí por accidente.

No dejaba de observarlo. Seguía tranquila. Seguía pensando. Pero aún se temía que estuviera esposada a un idiota.

—Está muy claro, ¿no le parece? —insistió Reacher—. No es a mí a quien estaban buscando.

Ella no respondió, pero arqueó una de sus bonitas cejas.

—Nadie sabía que yo iba a estar allí. Ni siquiera yo sabía que iba a estar allí. Hasta que he llegado. Ha sido una operación bien planeada. Han debido de necesitar tiempo para ponerla en práctica. Han debido de estudiarlo, ¿no le parece? Tres tipos, uno en el coche, dos en la calle. El coche estaba aparcado en el sitio adecuado. No tenían ni idea de dónde iba a estar yo. Ahora bien, es evidente que tenían muy claro dónde iba a estar usted. Así que deje de mirarme como si fuera imbécil. Es usted la que ha cometido el grave error.

—¿Error?

—Tiene unos hábitos muy regulares. Han estudiado sus movimientos. Puede que durante dos o tres semanas. Se ha tirado usted en sus brazos. No esperaban encontrarse con nadie más. Eso está claro, ¿no? Solo han traído un par de esposas.

Levantó el brazo —lo que levantó también el de ella— para subrayar el hecho. La mujer se quedó callada un buen rato. La opinión que se había formado de él estaba cambiando. Reacher se balanceó por el movimiento del vehículo. Sonrió.

—Y debería haber estado usted más atenta. Es usted agente del gobierno, ¿no? De la DEA, la CIA, el FBI o algo así, puede que detective de la policía de Chicago. Nueva en el cargo, pero muy implicada. Y gana bastante pasta. Así que, o alguien pretende pedir un rescate por usted o, por mucho que sea nueva, se ha convertido en un problema para alguien. En cualquiera de los dos casos, debería haber sido más precavida.

Ella seguía observándolo. Asintió en la penumbra, con los ojos como platos. Impresionada.

—¿Pruebas? —preguntó ella.

Volvió a dedicarle una sonrisa a la mujer.

—Un par de detalles. La ropa de la tintorería. Yo diría que, todos los lunes, en el descanso de la comida, lleva la ropa sucia a la tintorería y recoge la limpia, que es la de la semana siguiente. Eso quiere decir que debe de tener usted como unas quince o veinte mudas. Visto lo que lleva puesto, no compra usted ropa barata. Digamos que se gasta unos cuatrocientos pavos por pieza, así que tiene un armario con prendas por un valor de unos ocho mil dólares. Yo a eso lo llamaría ser «moderadamente rica» y demasiado regular en los hábitos.

La mujer asintió despacio.

—Vale, pero ¿por qué soy agente del gobierno?

—Eso es fácil. Le han apuntado con una Glock 17, la han metido por la fuerza en un coche, después, en una furgoneta, luego la han esposado a un extraño y no tiene ni idea ni de adónde la llevan ni por qué. Una persona normal se habría venido abajo hace un buen rato, se habría puesto a gritar. Pero usted no. Usted está ahí sentada, bastante tranquila, lo que sugiere que tiene cierto entrenamiento, puede que cierta familiaridad con situaciones incómodas y peligrosas. Y puede que esté segura de que un montón de gente va a ponerse a buscarla de un momento a otro.

Se quedó callado, pero la mujer asintió para que continuara.

—Además, llevaba un revólver en el bolso. Algo que pesa bastante. Puede que un 38 de cañón largo. De haberse tratado de un arma personal, una persona que viste como usted habría elegido algo refinado, como una 22, una pistola de cañón corto. Pero, no, era un revólver grande, así que se lo han asignado. Por lo tanto, es usted una agente de algún tipo, puede que poli.

La mujer volvió a asentir, despacio.

—¿Por qué soy nueva en el cargo?

—Por la edad. ¿Cuántos años tiene?, ¿veintiséis?

—Veintisiete.

—Es usted joven para ser detective. Universidad, unos pocos años de uniforme, ¿no? También es joven para ser del FBI, la DEA o la CIA. Así que, sea de lo que sea, es usted nueva.

La mujer se encogió de hombros.

—Vale. ¿Por qué estoy implicada?

Reacher levantó la mano izquierda, lo que hizo que la cadena de las esposas traqueteara, y señaló la pierna mala de la mujer.

—Por su lesión. Ya está trabajando, antes de haberse recuperado del todo del accidente que haya sufrido. Todavía lleva la muleta. La mayoría de las personas en su situación se quedarían en casa, cobrando la baja por enfermedad.

La mujer sonrió.

—Podría ser discapacitada. Podría haber nacido así.

Reacher negó con la cabeza.

—Es una muleta de hospital. Se la han dejado, por poco tiempo, hasta que se recupere. Si fuera algo permanente, se habría comprado usted su propia muleta. De hecho, es posible que se hubiera comprado una decena, todas distintas para ir a juego con sus vestidos caros.

La mujer se rio. Era un sonido agradable que se elevó por encima del estrépito del motor y el rugido de la carretera.

—Muy bien, Jack Reacher. Soy agente del FBI. Desde el otoño pasado. Me desgarré el ligamento cruzado jugando al fútbol.

—¿Juega al fútbol? Me alegro por usted, Holly Johnson. ¿Y qué tipo de agente del FBI es desde el otoño pasado?

Se quedó callada un instante.

—Una agente, sin más. Una de los muchos que hay en la oficina de Chicago.

Reacher negó con la cabeza.

—No, usted no es una agente más. Es una agente que le está haciendo algo a alguien. Un alguien que podría haber decidido tomar represalias. Así que, ¿a quién le está haciendo algo?

Esta vez fue ella quien negó con la cabeza.

—De eso no puedo hablar. No, al menos, con civiles.

Reacher asintió. Le parecía bien.

—Vale.

—Todos los agentes hacemos enemigos.

—Claro.

—Y yo no voy a ser la excepción.

Reacher volvió a mirarla. Era un comentario curioso. A la defensiva. El comentario de una mujer entrenada y que estaba ansiosa y lista para ir más allá, pero que estaba encadenada a un escritorio desde el pasado otoño.

—¿Es usted de la sección financiera? —aventuró Reacher.

La mujer negó con la cabeza.

—No puedo hablar de eso.

—Pero ya se ha ganado usted enemigos.

Le dedicó una sonrisa de medio lado que se apagó enseguida. Luego, decidió permanecer callada. Parecía que estuviera tranquila, pero Reacher notaba en su muñeca que, por primera vez, no era así. Aunque no flaqueaba. Y se equivocaba.

—No van a matarla. Podrían haberlo hecho en el aparcamiento de la fábrica. ¿Para qué iban a llevársela en esta furgoneta de mierda? Además, ahí tiene la muleta.

—¿Qué pasa con la muleta?

—No tiene sentido que hayan traído la muleta. ¿Para qué iban a hacerlo si pensasen matarla? Es usted una rehén, Holly. Una rehén pura y dura. ¿Seguro que no conoce a estos tipos? ¿Nunca los había visto?

—Nunca. No sé quiénes coño son o qué coño quieren de mí.

Se quedó mirándola. No sonaba creíble. Sabía más de lo que le estaba diciendo. Se quedaron callados en medio del estrépito, del rugido. Balanceándose y pegando saltos al ritmo de los movimientos de la furgoneta. Reacher se puso a mirar al vacío, a oscuras. Le resultaba evidente que Holly estaba tomando decisiones. La mujer volvió a ponerse de lado.

—Tengo que sacarle de aquí —le dijo a Reacher al cabo de un rato.

Él volvió a mirarla. Apartó la vista y sonrió.

—Me parece bien, Holly. Y cuanto antes, mejor.

—¿Cuándo empezará a echarle de menos alguien?

Habría preferido no contestar a esa pregunta, pero la mujer le miraba interesada y esperaba una respuesta. Así que lo pensó y acabó diciéndole la verdad.

—Nunca.

—¿Por qué? ¿Quién es usted?

La miró a los ojos y se encogió de hombros.

—Nadie.

La mujer no dejaba de mirarle, intrigada. Puede que irritada.

—Vale, pero ¿qué tipo de nadie?

Reacher oyó a Memphis Slim en su cabeza: «Me tenía trabajando en una acería».

—Soy portero. En un club de Chicago.

—¿En cuál?

—Uno de música blues que hay en la zona sur. Seguro que no lo conoce.

Esta vez fue ella la que negó con la cabeza.

—¿Portero? Se lo está tomando con mucha calma para ser portero.

—Los porteros vivimos situaciones de lo más extrañas.

Lo miró como si la respuesta no le hubiera convencido y él bajó la cabeza hacia su reloj de pulsera para ver qué hora era. Las dos y media de la tarde.

—¿Y cuánto van a tardar en echarla de menos a usted?

Ella consultó su propio reloj y torció el gesto.

—Aún tardarán un rato. Tengo una conferencia sobre un caso a las cinco de la tarde. Hasta entonces, nada. Pasarán dos horas y media antes de que alguien se dé cuenta de que he desaparecido.

Morir en el intento

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