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A las cinco y media de la madrugada del martes, el agente especial del FBI Brogan estaba solo en la sala de reuniones de la tercera planta, llamando a su novia desde uno de los teléfonos que habían instalado el día anterior. Las cinco y media de la madrugada no era la mejor hora para disculparse por haber pospuesto la cita de la noche anterior, pero había estado muy atareado y sabía que aún iba a estarlo más. Así que llamó. La despertó y le explicó que estaba muy liado y que lo más probable es que lo estuviera toda la semana. La mujer estaba somnolienta y molesta, y le pidió que se lo repitiera. Luego, ella decidió interpretar el mensaje como un preludio cobarde de que quería cortar con ella. Eso molestó a Brogan. El agente le explicó una vez más que el FBI era lo primero. ¿Tanto le costaba comprenderlo? No era lo mejor que se le podía decir a una mujer somnolienta y molesta a las cinco y media de la madrugada. Mantuvieron una breve discusión y Brogan colgó, abatido.

Milosevic, su compañero, estaba solo en su cubículo de la oficina. Desplomado en la silla, también abatido. Su problema era su falta de imaginación. Era su mayor debilidad. McGrath le había dicho que siguiera los movimientos de Holly Johnson desde el mediodía del día anterior, pero no había descubierto nada. Había visto cómo salía del edificio del FBI. Por la puerta principal, con el codo apoyado en esa muleta metálica que le habían dado en el hospital. Eso es lo que había visto pero, después, la imagen se fundía a negro. Había estado toda la noche pensando, pero no podía decirle nada nuevo a McGrath.

Las cinco cuarenta. Fue al servicio y, después, a por más café. Seguía sintiéndose fatal. Volvió a su mesa. Se sentó y permaneció inmerso en sus pensamientos un buen rato. Entonces, miró el gran reloj de oro que llevaba en la muñeca. Consultó la hora. Sonrió. Se sintió mejor. Pensó un poco más. Volvió a consultar el reloj. Asintió para sí. Ahora ya podía decirle a McGrath adónde había ido Holly Johnson a las doce en punto del día anterior.

A dos mil setecientos cuarenta kilómetros de allí, el pánico había hecho acto de presencia. Durante las primeras horas, el carpintero había estado conmocionado, lo que lo había debilitado y había provocado que se rindiera. Había permitido que su empleador lo empujara escaleras arriba y lo metiera en la habitación. La conmoción había hecho que malgastara las primeras horas sentado, con la mirada perdida. Luego, un optimismo desmesurado se había apoderado de él y había empezado a pensar que aquello era como una broma de mal gusto de las de Halloween. Eso había hecho que perdiera las siguientes horas convenciéndose de que no le iba a pasar nada. Pero, entonces, como solía sucederle en las frías horas previas a la madrugada a cualquier otro prisionero encerrado en solitario, se había derrumbado y habían sido los temblores y el pánico más desesperado lo que se había apoderado de él.

Puesto que había malgastado la mitad del plazo que le habían dado, se puso manos a la obra con frenesí. Pero sabía que no había nada que hacer. La ironía de la situación estaba pudiendo con él. Habían trabajado muy duro para construir aquella habitación y la habían construido bien, mientras bailoteaba ante sus ojos el símbolo del dólar. No habían dejado salientes. Se habían olvidado de los trucos habituales de los carpinteros chapuceros. Cada uno de los tablones estaba recto y muy bien colocado. Ninguno de los clavos sobresalía lo más mínimo. No había ventanas. La puerta era muy fuerte. No había manera de escapar. Pasó una hora dando vueltas a la habitación como loco. Pasó sus ásperas palmas por cada centímetro cuadrado de madera. Por el suelo, por el techo, por las paredes. Era el mejor trabajo que habían hecho. Acabó acuclillado en una esquina, mirándose las manos y llorando.

—A la tintorería —explicó McGrath—. Allí es adonde fue.

Estaba en la sala de reuniones de la tercera planta. En la cabecera de la mesa, a las siete de la mañana del martes. Estaba abriendo un paquete de cigarrillos nuevo.

—¿En serio? —preguntó Brogan—. ¿A la tintorería?

El agente al mando asintió.

—Cuéntaselo, Milo.

Milosevic sonrió.

—Acabo de recordarlo. Llevo cinco semanas trabajando con ella. Desde que se lesionó la rodilla, va a la tintorería cada lunes a la hora de comer. Y aprovecha para recoger lo de la semana anterior. ¿Por qué no iba a hacerlo ayer?

—De acuerdo, pero ¿a qué tintorería?

Milosevic negó con la cabeza.

—Eso no lo sé. Siempre va sola. Desde la primera vez me ofrecí a ayudarla, pero se ha negado siempre, los cinco lunes. No le importa que la ayude con los temas del trabajo, pero no va a permitir que vaya a recogerle la colada. Es una mujer muy independiente.

—Pero va a pie, ¿no? —preguntó McGrath.

—Sí. Siempre va a pie. Con ocho o nueve prendas en perchas. Así que podemos suponer que la tintorería a la que acude está bastante cerca de la oficina.

Brogan asintió. Sonrió. Tenían algo parecido a una pista. Agarró las Páginas Amarillas y las abrió por la T.

—¿Qué radio de acción os parece adecuado?

El agente al mando se encogió de hombros.

—Veinte minutos para ir y veinte para volver —respondió—. Ese debería ser el límite, ¿no os parece? Y con la muleta, dudo que pudiera hacer mucho más de cuatrocientos metros en veinte minutos. Pensad en cuánto cojeaba. Establezcamos un cuadrado con unos ochocientos metros de lado y nuestras oficinas en el centro. ¿Cuántas tintorerías puede haber?

Brogan cogió un callejero. Simuló un compás con el pulgar y el índice, lo ajustó a ochocientos metros —de acuerdo con la escala que proporcionaban en el margen— y dibujó un área sobre el entramado de calles. Luego, empezó a buscar en las Páginas Amarillas las calles que veía en el mapa. Iba marcando con un lápiz las tintorerías. Las contó.

—Veintiuna —dijo al final.

McGrath le miró sorprendido.

—¿Veintiuna? ¿Estás seguro?

El agente asintió. Luego, se acercó un teléfono deslizándolo por la larga mesa pulida.

—Veintiuna, sí. Es evidente que a la gente de esta ciudad le gusta tener la ropa muy limpia.

—Muy bien, veintiuna. Pues manos a la obra, muchachos.

Brogan se encargó de diez direcciones y Milosevic de once. McGrath les entregó copias ampliadas de la fotografía del expediente de Holly Johnson. Luego, les hizo una señal con la cabeza y esperó en su silla de la cabecera, cerca de los teléfonos, repantigado, mirando la sala, fumando, tamborileando un ritmillo nervioso con la parte roma de su lápiz.

Oyó ruidos, aunque débiles, mucho antes de lo que había imaginado. No tenía reloj y no había ventanas, pero estaba seguro de que todavía no era por la mañana. Estaba seguro de que aún le quedaba una hora. Puede que dos. Pero oía ruidos. Gente en la calle, afuera. Contuvo la respiración y escuchó. Puede que tres o cuatro personas. Volvió a examinar la habitación. Se sentía indeciso. Debería estar dando golpes y patadas en las tablas de pino nuevo. Lo sabía. Pero no estaba haciéndolo. Porque también sabía que no iba a servir de nada. Y porque, por dentro, consideraba que era mejor estar callado. Estaba seguro. Convencido. Si permanecía callado, puede que lo dejaran en paz. Puede que se olvidaran de que estaba allí.

Milosevic encontró la tintorería. La séptima a la que llamaba de su lista de once. Eran las siete cuarenta de la mañana y acababan de abrir. Tenía un escaparate pequeño, pero elegante; no era una tintorería para prendas de trabajadores corrientes. Ofrecía todo tipo de procesos especializados y tratamientos a medida. Tras el mostrador había una coreana. Milosevic le enseñó la placa del FBI y dejó la foto de Holly sobre el mostrador.

—¿Ha visto usted a esta persona alguna vez?

La coreana observó la fotografía con educación, concentrada, con las manos entrelazadas a la espalda.

—Claro, es la señorita Johnson. Viene cada lunes.

Milosevic se acercó más al mostrador. Se inclinó hacia la mujer.

—¿Vino ayer?

La mujer reflexionó unos instantes y asintió.

—Claro. Ya le he dicho que viene cada lunes.

—¿A qué hora suele venir?

—A la hora de comer. Siempre a la hora de comer.

—¿Sobre las doce? ¿Sobre las doce y media, más o menos?

—Claro. Siempre los lunes a la hora de comer.

—Bien. ¿Qué sucedió ayer?

La mujer lo miró como si no comprendiera qué quería decir.

—No sucedió nada. Vino, recogió su ropa, pagó y dejó más ropa para limpiar.

—¿La acompañaba alguien?

—Nunca la acompaña nadie. Nunca la ha acompañado nadie.

—¿En qué dirección se marchó?

La mujer señaló hacia el edificio federal.

—Vino de esa dirección.

—No, no le he preguntado de dónde vino, sino hacia dónde fue cuando salió de aquí.

La mujer se quedó callada unos instantes.

—No me fijé. Me llevé su ropa a la trastienda. Oí que abría la puerta, pero no vi adónde iba. Estaba en la trastienda.

—¿Solo cogió su ropa? ¿Luego entró inmediatamente a la trastienda, antes de que ella saliera de aquí?

La mujer dudó, como si la estuvieran acusando de haber tenido un comportamiento inadecuado.

—No, no entré inmediatamente, pero la señora Johnson camina despacio. Tiene la pierna mal, ¿sí? Me pareció que era mejor no quedarme mirándola. Daba la impresión de estar avergonzada. Fui a la trastienda con su ropa para que no pensara que la estaba mirando.

Milosevic asintió, echó la cabeza hacia atrás y suspiró mirando al techo. Fue entonces cuando vio la videocámara que había justo encima del mostrador.

—¿Qué es eso?

La coreana se giró y siguió su mirada.

—Seguridad. La compañía de seguros dice que debemos tener una.

—¿Funciona?

—Pues claro. La compañía de seguros dice que tiene que funcionar.

—¿Y graba todo el rato?

La mujer asintió y soltó una risita.

—Pues claro. Ahora también. Saldrá usted en la cinta.

Milosevic consultó el reloj.

—Necesito la cinta de ayer. De inmediato.

La mujer volvió a dudar. Milosevic recurrió de nuevo la placa.

—Esta es una investigación del FBI —explicó—. Un asunto federal oficial. Necesito la cinta ahora mismo, ¿de acuerdo?

La mujer asintió y levantó la mano para pedirle que esperara. Luego fue a la trastienda. Volvió después de un buen rato, oliendo a productos químicos y con una cinta de vídeo en la mano.

—Pero devuélvamela, ¿eh? La compañía de seguros dice que tenemos que guardarlas un mes.

Milosevic volvió con la cinta a toda prisa y, a las ocho y media, los técnicos del FBI volvían a formar un enjambre en la sala de reuniones de la tercera planta, conectando un vídeo VHS al grupo de monitores agrupados en uno de los lados de la mesa. Había un problema con un fusible y, después, el cable adecuado resultó ser demasiado corto, así que hubo que mover un ordenador para que el vídeo pudiera estar más cerca del centro de la mesa. Luego, el técnico jefe le tendió un mando a distancia a McGrath y asintió.

—Todo suyo, jefe.

El agente al mando les pidió que abandonaran la sala y, junto con los otros dos agentes, se situó frente a las pantallas, esperando a que la cinta pasara. Las pantallas estaban de cara a los ventanales, así que los tres estaban de espaldas a los cristales. A esa hora del día, no obstante, no había peligro de que nadie fuera a pasar calor porque, en aquellos momentos, el sol de la mañana estaba dando en el otro lado del edificio.

Ese mismo sol fue recorriendo dos mil setecientos cuarenta kilómetros desde Chicago hasta brillar por la mañana e iluminar el exterior del edificio blanco. Sabía que ya era la hora. Oía cómo crujía el marco antiguo a medida que la madera iba calentándose. Oía voces apagadas, más abajo, en la calle. Los ruidos que hace la gente cuando empieza un nuevo día.

Se había quedado sin uñas. Había encontrado una pequeña rendija entre dos tablones. Había metido las uñas por ella y había tirado con todas sus fuerzas. Se le habían roto todas, una detrás de la otra. El tablón no se había movido. Había vuelto a una esquina y se había hecho un ovillo. Se había chupado las puntas de los dedos, ensangrentadas, y, en aquel momento, tenía la boca manchada de sangre, como un niño que se ha comido un pastel.

Oyó pasos en las escaleras. Un hombre corpulento que se movía con agilidad. El ruido se detuvo justo delante de la puerta. Abrió el cerrojo. Abrió la puerta. El empleador lo miró. Tenía la cara hinchada y los pómulos enrojecidos.

—Sigues aquí.

El carpintero estaba paralizado. No podía moverse. No podía hablar.

—No lo has conseguido —dijo el empleador.

Silencio. Lo único que se oía era el crujido del marco de madera mientras el sol se deslizaba hacia el tejado.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó el empleador.

El carpintero lo miraba con los ojos como platos. No se movió. Entonces, el empleador sonrió de forma relajada, amistosa, como si de pronto se hubiera dado cuenta de algo.

—¿Creías que hablaba en serio?

El carpintero parpadeó. Sacudió la cabeza despacio, esperanzado.

—¿Oyes algo? —continuó el empleador.

El carpintero hizo un esfuerzo por escuchar. Oía el ligero crujido de la madera, el canto de los pájaros en el bosque y el sonido silencioso de la brisa matinal.

—¿Era una broma? —preguntó el carpintero.

La voz le salió como si se tratara de un croar seco. El alivio, la esperanza y el miedo hacían que la lengua se le trabase con el paladar.

—Escucha —dijo el empleador.

El carpintero escuchó. El marco crujía, los pájaros cantaban y el aire cálido susurraba. No oía nada más. Silencio. Luego oyó un clic. Y luego, un chirrido. Empezó despacio y bajito, pero fue estabilizándose hasta alcanzar un tono alto y familiar. Era un sonido que conocía bien. Era el sonido estruendoso de una gran sierra mecánica cogiendo velocidad.

—Y, ahora, ¿crees que era una broma?

Morir en el intento

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