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La conferencia a la que tenía que asistir Holly Johnson a las cinco de la tarde en las oficinas del FBI en Chicago iba a tener lugar en una sala de reuniones de la tercera planta. Se trataba de una habitación grande, de algo más de seis metros de ancho por doce de largo, y prácticamente ocupada en su totalidad por una mesa pulida flanqueada por treinta sillas, quince a cada lado. Las sillas eran sólidas, de cuero, y la mesa estaba hecha de madera de calidad. Sin embargo, la habitación no parecía la sala de juntas de una empresa a causa del aspecto destartalado de las paredes y la moqueta barata. Había casi setenta y cinco metros cuadrados de moqueta y seguro que toda ella había costado menos que una sola de las sillas.

En verano, a las cinco de la tarde el sol entraba por las ventanas y obligaba a la gente que llegaba a la sala a tomar una decisión. Si se sentaban de cara a las ventanas, el sol les daría en los ojos y se pasarían toda la conferencia entrecerrándolos, y acabarían con dolor de cabeza. Por otro lado, el aire acondicionado no conseguía mitigar el calor del sol, por lo que, si se sentaban de espaldas a las ventanas, se asarían de tal manera que empezarían a sentirse incómodos y a preocuparse por si su desodorante seguía siendo efectivo a las cinco de la tarde. Una elección difícil, pero lo mejor era evitar el dolor de cabeza y correr el riesgo de asarse, así que los que llegaron primero se sentaron de espaldas a la ventana.

El primero en entrar en la sala fue el abogado del FBI encargado de los delitos financieros. Se quedó de pie unos momentos, calculando cuánto duraría la reunión. Conociendo a Holly, puede que unos cuarenta y cinco minutos, así que rodeó la mesa y empezó a pensar cuál de los sitios se beneficiaría de la estrecha columna que dividía la pared de ventanas en dos. La fina sombra se proyectaba en ese momento a la izquierda de la tercera silla y sabía que iba a ir avanzando hacia la cabecera de la mesa a medida que pasara el tiempo. Así que dejó su montón de carpetas sobre la mesa, frente a la segunda silla, se quitó la chaqueta y reservó el asiento dejándola en él. Luego, volvió a rodear la mesa y fue a por un café a la máquina.

Los siguientes en entrar fueron dos agentes que trabajaban en casos que podían tener alguna relación con el lío con el que estaba teniendo que lidiar Holly Johnson. Saludaron al abogado con un movimiento de cabeza y se fijaron en el sitio que había elegido. Sabían que daba lo mismo cuál de las otras catorce sillas eligieran —de entre las que daban la espalda a las ventanas— porque en todas iba a hacer el mismo calor. Así que dejaron sus maletines en las dos sillas más cercanas y se fueron a la máquina de café.

—¿No ha llegado todavía? —preguntó uno de ellos al abogado.

—No la he visto en todo el día.

—Mala suerte —dijo el tercero.

Holly Johnson era nueva, pero tenía talento, lo que la estaba haciendo muy popular. En el pasado, el FBI no se habría enorgullecido en detener al tipo de hombres de negocios a los que perseguía Holly, pero los tiempos habían cambiado y ahora las oficinas de Chicago les dedicaban bastante tiempo. Los hombres de negocios habían pasado a parecer bolsas de basura, no ciudadanos íntegros, y los agentes estaban hartos de vigilarlos mientras volvían a casa en los trenes de la hora punta. Los agentes tenían que bajarse del tren kilómetros antes de que los banqueros o corredores de bolsa estuvieran cerca de sus carísimas casas de las afueras. Sin duda, iban pensando en volver a hipotecar la casa o, incluso, en un segundo trabajo, y en la de años que iban a tener que pasar ejerciendo de detectives privados para complementar la miserable pensión del gobierno. Mientras tanto, los ejecutivos iban tranquilamente sentados, con una sonrisa petulante. Así que, cuando cayeron los dos primeros, en el FBI no pudieron alegrarse más. Cuando esos «dos primeros» se convirtieron en «decenas» primero, en «veintenas» después, y, más tarde, en «centenares», aquel se convirtió en un deporte de caza.

El único inconveniente era que se trataba de un trabajo duro. Es posible que más que los demás. Y por eso la llegada de Holly Johnson había facilitado las cosas. Tenía talento. Era capaz de leer una hoja de balances y saber si algo no funcionaba en ella. Era como si pudiera olerlo. Se sentaba a su escritorio, estudiaba los papeles, ladeaba la cabeza ligeramente hacia un lado y pensaba. En ocasiones, se tiraba horas pensando, pero cuando acababa, siempre sabía qué diablos estaba sucediendo. Luego, lo explicaba en la sala de reuniones. Conseguía que todo resultara tan fácil y lógico, que parecía imposible que alguien pusiera en duda lo que estaba explicando. Era una mujer que hacía que las cosas avanzaran. Era una mujer que hacía que sus compañeros se sintieran mejor cada vez que tenían que viajar en alguno de aquellos trenes por la noche. Eso era lo que estaba proporcionándole popularidad.

La cuarta persona que entró en la sala de reuniones de la tercera planta fue el agente asignado a ayudar a Holly con los pesos hasta que ella se recuperara de la lesión que se había hecho jugando al fútbol. Se apellidaba Milosevic. Estatura media y un ligero acento de la Costa Oeste. Menos de cuarenta años, traje informal de un color caqui elegido por un diseñador caro, oro en el cuello y en la muñeca. Llevaba poco tiempo en la oficina de Chicago. Lo habían trasladado allí porque era donde el FBI consideraba que tenían que estar sus agentes financieros. Se unió a la cola de la máquina del café y echó un vistazo a la sala.

—¿Llega tarde? —preguntó.

El abogado se encogió de hombros. Milosevic también. Le caía bien Holly Johnson. Llevaba cinco semanas trabajando con ella, desde la lesión en el campo de fútbol, y había disfrutado desde el primer momento.

—Nunca suele llegar tarde —comentó.

La quinta persona en llegar fue Brogan, el jefe de sección de Holly. Irlandés de Boston, pero pasando por California. En el grupo más joven de los de mediana edad. Pelo oscuro y una de esas caras rojas irlandesas. Un tipo duro, bien vestido, con una cara chaqueta de seda. Ambicioso. Había llegado a Chicago al mismo tiempo que Milosevic, pero a él le había tocado las narices que no lo hubieran destinado a Nueva York. Lo único que le interesaba era ese ascenso que estaba seguro que se merecía. Y empezaba a correr el rumor de que la llegada de Holly a la sección estaba aumentando las posibilidades de que se lo concedieran.

—¿No ha llegado todavía? —preguntó.

Los otros cuatro se encogieron de hombros.

—Voy a tener que darle una patada en el culo.

Holly había sido analista de bolsa en Wall Street antes de intentar ingresar en el FBI. Nadie tenía muy claro por qué había decidido hacer un cambio así. Tenía muy buenos contactos y un padre, digamos... ilustre, por lo que lo habitual era pensar que había querido impresionarle. Nadie sabía si el viejo estaba impresionado o no, pero la sensación general era que debería estarlo. Holly había sido una de las diez mil aspirantes de su promoción y había entrado la primera de entre los cuatrocientos que lo habían conseguido. Se ajustaba a la perfección a los criterios de reclutamiento. El FBI buscaba licenciados universitarios en Derecho o Contabilidad, o disciplinas similares, que llevasen al menos tres años trabajando. Holly cumplía todos esos requisitos. Tenía un título en Contabilidad por la Universidad de Yale y un máster por la de Harvard; y, por si fuera poco, había estado tres años trabajando en Wall Street. Las pruebas de inteligencia y las de aptitud no le habían supuesto el más mínimo problema y había conquistado a los tres agentes que la habían interrogado en la entrevista principal.

Habían comprobado su currículo, lo que era comprensible debido a sus contactos, tras lo que la habían enviado a Quantico, a la Academia del FBI. Era allí donde había empezado a destacar de verdad. Estaba en forma y era fuerte, aprendió a disparar, se merendó el curso de liderazgo y obtuvo unos resultados espectaculares en el examen de tiro simulado en Hogan’s Alley. Pero su mayor éxito fue su actitud. Consiguió dos cosas al mismo tiempo. Primero, se puso al día rápidamente en todo lo relativo a la ética del organismo. A todos les quedó claro que se trataba de una mujer que iba a vivir y morir por el FBI. Y, segundo, lo hizo de una manera que dejaba a un lado las chorradas. Tiñó su actitud de un ligero sentido del humor que evitó que la gente llegara a odiarla; de hecho, eso provocó que la adoraran. Sin duda, el FBI había logrado un gran fichaje. La enviaron a Chicago y esperaron a que empezara a dar resultados.

Los últimos en llegar a la sala de reuniones del tercer piso fueron un grupo de hombres que entraron todos juntos. Trece agentes que acompañaban a McGrath, el agente al mando. Los trece se apiñaban alrededor de su jefe, que, mientras caminaba, llevaba a cabo una especie de interesante repaso de las normas. Los trece prestaban gran atención a cada una de sus palabras. McGrath tenía todo aquello que cualquiera desearía. Había llegado a lo más alto, pero después había decidido volver al trabajo de campo. Había pasado tres años en el edificio Hoover como ayudante del director del FBI, tras lo que había pedido que le bajasen de categoría y le redujesen el sueldo para poder pedir como destino una oficina de operaciones. La decisión le había costado diez mil dólares de sueldo anuales, pero había recuperado la cordura y había obtenido el respeto eterno y el afecto ciego de los agentes con los que trabajaba.

En una oficina como la de Chicago, un agente al mando es como el capitán en un gran buque de guerra. En teoría, hay gente por encima de él, pero están a un millar de kilómetros, en Washington. Solo lo son en teoría. El agente al mando, sin embargo, es real. Utiliza su autoridad como si fuera la mano de Dios. Y así es como veía la oficina de Chicago a McGrath. Y él no hacía nada por refrenar aquel sentimiento. Se mostraba lejano, pero también próximo. Mantenía su privacidad, pero hacía que los suyos sintieran que haría cualquier cosa por ellos. Era fornido y bajo, lleno de energía, el tipo de persona incansable que irradia confianza. El tipo de persona que hace que la tripulación mejore con solo saber que es su capitán. Se llamaba Paul, pero le llamaban Mack, como la marca de camiones.

Dejó que sus trece agentes se sentaran, diez de ellos de espaldas a la ventana y tres con el sol en los ojos. Luego, cogió una silla y la puso en la cabecera de la mesa, para Holly. Acto seguido, fue hasta la otra punta de la mesa y cogió otra silla para él. Se sentó de costado al sol. Empezó a preocuparse.

—¿Dónde está? —preguntó—. ¿Brogan?

El jefe de sección se encogió de hombros con las palmas de las manos hacia arriba.

—Por lo que yo sé, debería estar aquí.

—¿Le ha dejado un mensaje a alguien? ¿Milosevic?

Milosevic, los otros quince agentes y el abogado se encogieron de hombros y negaron con la cabeza. McGrath empezó a preocuparse más. La gente tiene un patrón, un ritmo, como si fuese una huella dactilar del comportamiento. Holly solo se estaba retrasando uno o dos minutos, pero era tan anormal que estaban empezando a sonar todas las alarmas. En ocho meses, no había llegado ni un solo día tarde. No había sucedido ni una sola vez. Si otras personas entrasen cinco minutos tarde a una reunión, parecería normal. Porque ese es su patrón. Pero no era el caso de Holly. A las cinco y tres minutos de la tarde, McGrath, sentado en aquella silla, estaba seguro de que había algún problema. Se puso de pie y se acercó al aparador que había en la pared de enfrente. Junto a la máquina de café había un teléfono. Lo descolgó y llamó a su despacho.

—¿Ha llamado Holly Johnson? —le preguntó a su secretaria.

—No, Mack.

Cortó la comunicación solo con el dedo y luego marcó el número de recepción, dos pisos más abajo.

—¿Algún mensaje de Holly Johnson?

—No jefe, no la he visto.

Volvió a pulsar el botón de colgar y esta vez llamó a la centralita.

—¿Ha llamado Holly Johnson?

—No, señor.

Sin colgar el teléfono, hizo un gesto para pedir papel y bolígrafo. Cuando los tuvo, volvió a hablar con el operador de centralita.

—Por favor, deme su número de busca. Y el de su móvil.

El auricular crepitó y el jefe garabateó unos números. Luego, colgó y los marcó. Tan solo oyó un largo tono grave, lo que significaba que el aparato estaba apagado. A continuación, la llamó al móvil. Oyó un pitido electrónico y le saltó un mensaje con voz de mujer que decía que el teléfono al que estaba llamando estaba apagado o fuera de cobertura. Colgó y miró por la habitación. Eran las cinco y diez. Lunes por la tarde.

Morir en el intento

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