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A dos mil setecientos cuarenta kilómetros de Chicago por carretera estaban preparando la habitación de invitados. En concreto, una habitación individual con un diseño atípico. Un diseño hecho por una persona meticulosa después de estudiar con mucho cuidado cómo quería que fuera. Un diseño en el que había varios elementos inusuales.

La habitación estaba diseñada con un propósito determinado y para un huésped determinado. La naturaleza del propósito y la identidad del huésped eran lo que había dictado aquellos elementos inusuales. La habitación la estaban construyendo en el segundo piso de un edificio que ya existía, antiguo. Habían elegido para ello una estancia esquinera. Que tenía varios ventanales en las dos paredes exteriores. Ventanales que daban al sur y al este. Los cristales los habían roto y los habían sustituido por gruesos tablones de contrachapado claveteados a los marcos de las ventanas. Por fuera, el contrachapado estaba pintado de blanco para que el color coincidiese con el del exterior del edificio. Por dentro, habían dejado los tablones al natural.

Habían arrancado el techo de la habitación esquinera. Se trataba de un edificio antiguo y el techo era de yeso. Mientras lo quitaban, había caído una especie de ducha de polvo asfixiante. Ahora, se veían las vigas. El interior de las paredes también lo habían arrancado. Las paredes habían estado cubiertas con paneles de pino viejo pulidos a los que el paso de los años les había dado un tacto agradable. Todo eso había desaparecido. Ahora, quedaban expuestos el armazón del edificio y la vieja tela asfáltica que protegía del exterior. Habían arrancado la madera del suelo y, por debajo de las grandes vigas, se veía el polvoriento techo del piso de abajo. La estancia era un cascarón.

El viejo yeso del techo, los paneles de la pared y las tablas del suelo los habían tirado por las ventanas antes de clavar los tablones de contrachapado. Los dos hombres que se habían encargado de la labor de demolición habían hecho un gran montón de escombros y se habían acercado al edificio con la camioneta, marcha atrás, para cargarlos. Tenían la necesidad urgente de dejar el sitio de lo más limpio y pulcro posible. Era la primera vez que trabajaban para ese jefe y les había dejado caer que podría hacerles más encargos. Y, a decir verdad, con echar una ojeada a su alrededor quedaba claro que allí había mucho trabajo. Al menos, había que ser optimista. Era difícil encontrar contratos nuevos y el que los había contratado no se había mostrado preocupado por el precio. Ambos hombres sabían que causar una buena primera impresión era primordial para sus intereses a largo plazo. Estaban enfrascados subiendo a la camioneta los restos de yeso cuando apareció el jefe.

—¿Habéis acabado?

Era un hombre orondo —tan hinchado que daba miedo—, con la voz aguda y los pómulos enrojecidos y brillantes, a pesar de ser blanco como la leche. Se movía con agilidad y sin esfuerzo, como una persona que abultara la cuarta parte que él. Su aspecto general era el de una persona de la que la gente aparta la mirada y a quien responde con prisas.

—Estamos recogiendo. ¿Dónde tiramos los escombros?

—Yo os acompaño. Vais a tener que hacer dos viajes. Las tablas ponedlas por separado, ¿vale?

El trabajador que no había hablado asintió. Las tablas tenían una anchura de cuarenta y cinco centímetros, de cuando los leñadores podían elegir cualquier árbol que les viniera en gana. Bajo ningún concepto iba a permitir que se las llevaran en la camioneta con los demás escombros. Cuando acabaron de cargar todo el yeso, el jefe se apretó en la camioneta con ellos. Estaba tan gordo que apenas cabían. Luego señaló más allá del edificio antiguo.

—Ve hacia el norte. Algo más de kilómetro y medio.

La carretera salía del pueblo y ascendía por una colina con varias curvas empinadas y muy cerradas. El jefe señaló una especie de abertura en la roca.

—Allí. Al fondo del todo, ¿vale?

El hombre dio un pequeño paseo mientras los obreros descargaban la camioneta. Cuando acabaron, volvieron en dirección sur para cargar los antiguos tablones de pino. Pasaron de nuevo por la carretera empinada y llena de curvas, descargaron las maderas y las apilaron con cuidado. Al finalizar su trabajo, el jefe salió de las sombras. Había estado esperándolos. Llevaba algo en la mano.

—Hemos acabado —dijo el único de los trabajadores que había hablado hasta el momento.

El empleador asintió.

—Estoy seguro de ello.

Levantó la mano. Empuñaba un arma. Una pistola automática negra de lo más corriente. Al hombre que hablaba le disparó en la cabeza. El estrépito del disparo fue ensordecedor. Sangre, hueso y sesos por todos lados. El miedo paralizó al hombre silencioso. Aunque, casi de inmediato, echó a correr. Se hizo a un lado, corriendo a la desesperada en busca de un sitio donde ponerse a cubierto. El jefe sonrió. Le gustaba que echaran a correr. Bajó su gordo brazo hasta describir un ángulo abierto. Disparó y alcanzó al corredor en la corva. Volvió a sonreír. Mucho mejor. Le gustaba que echaran a correr, pero le gustaba mucho más cuando se retorcían en el suelo. Se quedó un rato escuchando los chillidos del herido. Luego, se acercó tranquilamente a él y apuntó con cuidado. Le metió un balazo en la otra rodilla. Se quedó un rato mirando, tras lo que se cansó del juego. Se encogió de hombros y le pegó un tiro en la cabeza. A continuación, dejó la pistola en el suelo e hizo rodar los cadáveres de los trabajadores hasta dejarlos alineados en paralelo con los tablones.

Morir en el intento

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