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Nathan Rubin murió porque adoptó una actitud desafiante. Pero no como cuando haces algo en una guerra que te vale una medalla, sino por la típica explosión de rabia que hace que te maten en mitad de la calle.

Había salido temprano de casa, como siempre hacía seis días a la semana, cincuenta semanas al año. Un desayuno prudente, apropiado para un hombre bajito con propensión a coger peso que pretendía mantenerse en forma a sus cuarenta y tantos. Un largo paseo por los pasillos alfombrados de la casa que tenía junto al lago, apropiada para una persona que ganaba mil dólares en cada uno de esos trescientos días que trabajaba al año. Pulsó el botón que abría la puerta del garaje con el pulgar y arrancó el silencioso motor de su caro sedán de importación con un giro de muñeca. Un CD en el reproductor, marcha atrás por el camino de gravilla por el que se accedía al garaje, un toque suave al freno, otro ligero a la palanca de cambios, un pequeño acelerón y el último trayecto corto de su vida había empezado. Seis cuarenta y nueve de la mañana. Lunes.

El único semáforo que tenía de camino al trabajo estaba verde, que fue, como quien dice, la causa inmediata de su muerte. Porque implicó que, mientras aparcaba en la aislada parcela que había detrás del edificio en el que trabajaba, al preludio de la Fuga en si menor de Bach aún le quedaran treinta y ocho segundos. Permaneció sentado y lo escuchó hasta que el último acorde de órgano dejó de resonar y se hizo el silencio, lo que implicó que, al bajar del coche, los tres hombres ya estaban lo bastante cerca como para que él se diera cuenta de que el acercamiento tenía alguna intención. Así que se quedó observándolos. Ellos miraron para otro lado y cambiaron de dirección, los tres al mismo tiempo, como bailarines o soldados. Se volvió hacia su edificio. Empezó a caminar. Pero se detuvo. Miró atrás. Los tres hombres estaban alrededor de su coche. Intentando abrir las puertas.

—¡Eh! —les gritó.

El corto y universal sonido de la sorpresa, el enfado y el desafío. El típico sonido instintivo que un ciudadano serio pero ingenuo emite cuando algo no debería estar pasando. El típico sonido instintivo que hace que maten a un ciudadano serio pero ingenuo. Se dirigió de vuelta a su coche. Le superaban en número por tres a uno, pero tenía la razón, lo que hizo que se creciera y se sintiera confiado. Avanzaba a zancadas y se sentía furioso, en forma y convencido de que controlaba la situación.

Pero esas sensaciones eran ilusorias. Un tipo blando y de un barrio residencial como él jamás iba a controlar una situación así. Su buen estado de forma no era más que el típico tono saludable que consigues en el gimnasio. No valía para nada. Sus tensos abdominales se hicieron añicos después del primer golpe, muy violento. Su cara se contrajo en una mueca mientras se inclinaba hacia delante y unos nudillos muy duros le hicieron puré los labios y le destrozaron los dientes. Unas manos rudas y unos brazos nervudos lo cogieron y lo levantaron del suelo como si no pesase nada. Le arrebataron las llaves y le pegaron una hostia en el oído. Se le llenó la boca de sangre. Lo tiraron al suelo y unas botas de suela gruesa le pisotearon la espalda. Luego, las tripas. Luego, la cabeza. Su vista se fundió a negro como una televisión durante una tormenta. El mundo, sencillamente, desapareció de su vista. Se colapsó, como una conexión telefónica que se va perdiendo, y balbuceó hasta quedarse en silencio.

Por eso murió, porque adoptó una actitud desafiante. Pero no murió en ese momento. Murió bastante más tarde, después de que ese segundo de valentía se convirtiera en largas horas de miserables boqueadas de miedo, y después de que esas largas horas de miserables boqueadas de miedo dieran paso a largos minutos de alaridos de pánico.

Jack Reacher, en cambio, seguía vivo porque era precavido. Y era precavido porque oía un eco de su pasado. Y no solo tenía muchísimo pasado, sino que el eco provenía de la peor de las partes de este.

Había servido durante trece años en el ejército y la única vez que le habían herido no había sido con una bala, sino con un fragmento de la mandíbula de un sargento del Cuerpo de Marines. Reacher había estado destacado en Beirut, en el complejo estadounidense que había junto al aeropuerto. Un día, atacaron el complejo con un camión bomba. Reacher estaba en la verja de entrada. El sargento estaba cien metros más cerca de la explosión. El pedazo de la mandíbula fue lo único que quedó de él. El hueso impactó en Reacher a cien metros de distancia y se le metió en las tripas como una bala. El cirujano del ejército que lo remendó le explicó que había tenido suerte. Le dijo que una bala de verdad en las tripas le habría dolido mucho más. Ese era el eco que oía. Y le estaba prestando muchísima atención porque, trece años más tarde, le estaban apuntando con una pistola a su estómago. A unos cuatro centímetros.

La pistola era una nueve milímetros automática. Novísima. Aceitada. La sujetaban baja, a la altura de su antigua cicatriz. El tipo que la sujetaba tenía cara de saber, más o menos, lo que hacía. Tenía quitado el seguro. No se apreciaba temblor alguno en la punta del cañón. Ni tensión. El dedo del gatillo estaba listo para moverse. Reacher lo tenía claro, porque estaba concentrado en ese dedo.

Se encontraba al lado de una mujer. La sujetaba por el brazo. Nunca la había visto. Ella estaba mirando una nueve milímetros idéntica que también le apuntaba al estómago. El tipo que la apuntaba a ella estaba más tenso que el que le apuntaba a él. Parecía que estuviera intranquilo. Parecía que estuviera preocupado. Los nervios hacían que le temblara la pistola. Tenía las uñas mordidas. Un tipo nervioso, asustadizo. Los cuatro estaban en la calle, tres de ellos quietos como estatuas y el cuarto cambiando despacio el peso de un pie al otro.

Estaban en Chicago. En el centro de la ciudad. En una acera transitada. Un lunes. El último día de junio. A plena luz del día, con el sol de verano luciendo con fuerza. La situación se había producido en un instante. Había sucedido de tal manera que coreografiarla habría sido imposible. Reacher iba por la calle, sin destino concreto, ni rápido, ni despacio. Estaba a punto de pasar por delante de la puerta de una tintorería. La puerta se había abierto justo a su paso y por ella había salido una vieja muleta de metal que había caído con un repiqueteo a la acera. Reacher había levantado la mirada y había visto una mujer en la puerta. Estaban a punto de caérsele las nueve bolsas de tintorería que llevaba en los brazos. Tendría unos treinta años, vestía ropa cara, era de piel oscura, atractiva, se la veía segura de sí misma. Alguna lesión tenía en la pierna. Alguna herida. Dada la postura tan extraña que tenía, era evidente que le dolía. Había mirado a Reacher con cara de «¿le importa?» y él le había devuelto una de «en absoluto», y había recogido la muleta. Le había cogido las nueve bolsas con una mano y le había tendido la muleta con la otra. Se había puesto las bolsas al hombro y había sentido que el colgador de las perchas de alambre le mordía el dedo. La mujer había plantado la muleta en la acera y había descansado el antebrazo en el reposacodos curvado. Reacher le había ofrecido el brazo. Ella había hecho una pausa. A continuación, había asentido como si le diera vergüenza y él la había cogido del brazo y había esperado un instante. Se sentía útil, pero raro. Luego, habían girado al mismo tiempo para emprender la marcha. Reacher había supuesto que darían unos pasos juntos hasta que se sintiera segura. Luego, le soltaría el brazo y le devolvería las prendas. Pero se habían encontrado de bruces con los dos tipos de las nueve milímetros.

Los cuatro seguían allí, cara a cara en parejas. Como cuatro comensales en una mesa de cafetería demasiado pequeña para cuatro. Los tipos de las pistolas eran blancos, estaban bien alimentados, hasta cierto punto parecían militares, hasta cierto punto eran iguales. Estatura media, pelo corto y castaño. Manos grandes, musculosas. Caras grandes, obvias, con rasgos anodinos y rosados. Expresión tensa, mirada dura. El nervioso era un poco más bajo, como si gastara su energía en preocuparse. Ambos llevaban camisa de cuadros y cazadora de popelina. Estaban plantados allí, pegados. Reacher era mucho más alto que los otros tres. Podía ver a su alrededor, por encima de la cabeza de los demás. Estaba plantado allí, sorprendido, con las bolsas de la tintorería de la mujer al hombro. Ella se apoyaba en la muleta, observando, en silencio. Los dos hombres blancos les apuntaban. De cerca. Reacher tenía la sensación de que llevaban así mucho tiempo. Pero sabía que era una sensación engañosa. Lo más probable era que no hubiera pasado más de segundo y medio.

El que estaba delante de Reacher parecía el líder. El más alto. El más calmado. Miró a Reacher y a la mujer, y señaló hacia el bordillo de la acera con el cañón de la automática.

—Al coche, puta —dijo—. Y tú, gilipollas.

Hablaba apremiándolos pero tranquilo. Con autoridad. Sin acento. «Puede que de California», pensó Reacher. Aparcado junto a la acera había un sedán. Un coche grande, negro, caro. El conductor se estaba estirando por entre los asientos delanteros para abrir la puerta de atrás. El que apuntaba a Reacher volvió a señalar con la pistola. Reacher no se movió. Miró a derecha e izquierda. Supuso que tenía segundo y medio para valorar la situación. Los dos de las nueve milímetros no le preocupaban mucho. Solo tenía una mano por culpa de las bolsas de la tintorería, pero no le pareció que fuera a suponerle problema alguno encargarse de ambos. Los problemas estaban a su lado y detrás de él. Miró el escaparate de la tintorería para utilizarlo de espejo. A unos veinte metros por detrás de él había un grupo compacto de personas cruzando apresuradas un paso de cebra. Un par de balas perdidas encontrarían un par de blancos. De eso no había duda. Ninguna. Ese era el problema que había detrás de él. El que estaba a su lado era la desconocida. No tenía ni idea de cuáles serían su capacidades. Desde luego, algo le pasaba en la pierna. Reaccionaría despacio. Se movería despacio. No era el momento para combatir. No en ese entorno, no con esa compañera.

El tipo del acento californiano cogió a Reacher por la muñeca, que tenía inmovilizada por el peso de las nueve bolsas de ropa que se había echado a la espalda. Luego, tiró de él hacia el coche. El dedo del gatillo aún parecía estar listo para moverse. Reacher lo observaba por el rabillo del ojo. Soltó el brazo de la mujer. Fue hacia el sedán. Tiró las bolsas en el asiento de atrás y subió detrás de ellas. A la mujer la empujaron detrás de él. Luego, el tipo nervioso se subió con ellos y cerró la puerta de golpe. El líder se sentó delante, en el asiento del copiloto. Cerró con un portazo. El conductor metió primera y el automóvil se incorporó al tráfico despacio y en silencio.

La mujer resollaba de dolor y Reacher supuso que el tipo nervioso le estaba clavando la pistola en las costillas. El líder se había girado y tenía la mano de la pistola apoyada en el reposacabezas de cuero grueso. Apuntaba a Reacher al pecho. Era una Glock 17. Reacher lo sabía todo de aquella arma. Había sido él quien había evaluado el prototipo para su unidad. Fue la tarea sencilla que le asignaron durante el tiempo que había estado convaleciente después de lo de Beirut. La Glock era un arma pequeña y dura. Diecinueve centímetros desde el percutor a la boca. Lo suficientemente larga como para que fuera certera. Reacher había acertado con ella a cabezas de chinchetas a algo más de veinte metros. Y disparaba un proyectil decente. Balas de siete gramos casi a mil trescientos kilómetros por hora. Cargadores de diecisiete balas; de ahí su nombre. Y era ligera. Porque, a pesar de lo potente que era, solo pesaba unos novecientos gramos. Las piezas importantes eran de acero. El resto, de plástico. Policarbonato negro, como en las cámaras fotográficas caras. Una maravilla.

Pero no le había gustado mucho. No para los requisitos especializados de su unidad. Había aconsejado que la rechazaran. Había preferido recomendar la Beretta 92F. La Beretta también era una nueve milímetros, pesaba unos doscientos veinticinco gramos más, medía dos centímetros y medio más y el cargador tenía dos balas menos. Pero su poder de parada era casi un diez por ciento mayor que el de la Glock. Y eso, para él, era importante. Además, no era de plástico. Reacher había elegido la Beretta. El comandante de su unidad se había mostrado de acuerdo con él, había hecho circular su informe y todo el ejército había corroborado su recomendación. Esa misma semana lo habían ascendido y le habían otorgado la Estrella de Plata y el Corazón Púrpura, el ejército había pedido Berettas a pesar de que fuera un arma más cara, de que la OTAN estuviera loca con la Glock, y de que Reacher no había sido sino una voz que no había tardado de salir de West Point. Luego, lo habían asignado a otro destino, hasta que acabó sirviendo por todo el mundo, y no había vuelto a ver una Glock 17. Hasta ese momento. Doce años después, estaba viendo una la hostia de bien.

Dejó de mirar la pistola y volvió a fijarse en el tipo que la empuñaba. Estaba bastante bronceado, tanto que la línea de crecimiento del cabello parecía de color blanco. Hacía poco que se había cortado el pelo. El conductor tenía la frente amplia y resplandeciente, se estaba quedando calvo, tenía rasgos rosados y alegres, y esa sonrisa socarrona de quienes son más feos que Picio pero se creen guapísimos. Como los demás, llevaba una camisa comprada en una de esas cadenas de ropa barata y cazadora de popelina. También estaba delgado, como alimentado con grano. Con la misma confianza de creer dominar la situación, solo que acompañada por una ligera dificultad para respirar. Tres hombres, entre los treinta y los treinta y cinco, un líder, un seguidor convencido y otro nervioso. Todos ellos tensos pero con las ideas bien claras, llevando a cabo una especie de misión. Un rompecabezas. Reacher desvió la mirada de la firme Glock a los ojos del líder. El tipo negó con la cabeza.

—No digas nada, gilipollas. Como abras la boca te pego un tiro. Te lo aseguro. Si permaneces callado, puede que no te pase nada.

Le creyó. Tenía la mirada cruel y los labios fruncidos. Así que no dijo nada. Luego, el coche redujo la velocidad y se metió en una especie de patio de cemento lleno de baches. Rodeó, en dirección a la parte de atrás, lo que parecía una fábrica abandonada. Habían ido hacia el sur. Calculó que se encontraban a algo menos de ocho kilómetros al sur de la zona del Loop. El conductor paró el gran sedán dejando la puerta de atrás frente a la puerta trasera de una furgoneta pequeña y sin ventanas. La furgoneta era el único vehículo que había en el aparcamiento. Era una Ford Econoline blanca y sucia. No era vieja, pero le habían dado mucho trote. En el lateral había llevado algo escrito. Lo habían tapado con pintura blanca, pero se notaba porque el blanco original había amarilleado. Reacher observó los alrededores. El aparcamiento estaba lleno de basura. Vio una lata de pintura tirada cerca de la furgoneta. Y una brocha. Allí no había nadie. El sitio estaba desierto. Si pretendía hacer algo, sabía que aquel era el momento y el lugar adecuados. Pero el cabecilla sonreía y se inclinó hacia los asientos de atrás. Cogió a Reacher por el cuello de la camisa con la mano izquierda y le metió la boca de la Glock en la oreja con la derecha.

—Quédate quieto, gilipollas.

El conductor se bajó del coche y lo rodeó por delante del capó. Sacó otras llaves del bolsillo y abrió las puertas de atrás de la furgoneta. Reacher se quedó quieto. Apuntar a una persona a la oreja con una pistola no es un movimiento especialmente inteligente. Si el tipo al que le apuntan gira de golpe la cabeza, la pistola sale de la oreja. Se arrastra por la frente del sujeto. Entonces, por rápido que uno sea apretando el gatillo, poco daño va a hacer. Puede que le haga un agujero en la oreja, en el pabellón externo, es muy probable que le reviente el tímpano. Pero no son heridas graves. Reacher invirtió un segundo en valorar los pros y los contras. Entonces, el tipo nervioso sacó a la mujer del coche a rastras y la apremió para que fuera hacia la puerta trasera de la furgoneta. La mujer bajó de un salto y recorrió la escasa distancia cojeando. De puerta a puerta. Reacher la observó por el rabillo del ojo. El que iba con ella le quitó el bolso y lo lanzó al interior del coche. Cayó a los pies de Reacher. Hizo un fuerte ruido sordo sobre la gruesa alfombrilla. Un bolso grande, de cuero, caro, con algo que pesaba mucho en su interior. Algo de metal. Las mujeres solo pueden llevar en el bolso una cosa de metal que haga un ruido sordo como ese. Súbitamente interesado, volvió a fijarse en ella.

Estaba despatarrada en la parte trasera de la furgoneta. Impedida por la pierna. Entonces, el cabecilla tiró de Reacher por el asiento de cuero y se lo pasó al tipo nervioso. En cuanto la Glock salió de su oreja, otra arma igual se le pegó al costado. Tiraron de él por el suelo lleno de baches. Hacia la parte trasera de la furgoneta, con la mujer. El tipo nervioso los apuntó con la temblorosa Glock mientras el cabecilla buscaba la muleta por el sedán. Cuando la encontró, salió y la tiró al interior de la furgoneta. El golpe y los rebotes contra el lateral del vehículo produjeron un estruendoso ruido metálico. Las prendas de la tintorería se quedaron en el asiento de atrás del automóvil, junto con el bolso. Luego, el cabecilla sacó unas esposas del bolsillo de la cazadora. Cogió la muñeca derecha de la mujer y le puso una de las manillas. Tiró con brusquedad de ella y agarró la muñeca izquierda de Reacher, en la que cerró la segunda manilla. Agitó las esposas para comprobar que estaban bien cerradas. Cerró de golpe la puerta trasera izquierda de la furgoneta. Reacher se fijó en que el conductor estaba vaciando unas botellas de plástico en el sedán. Enseguida reconoció el color pálido y el fuerte olor de la gasolina. Una botella en los asientos de atrás, otra en los de delante. Luego, el cabecilla cerró la puerta trasera derecha de la furgoneta. Lo último que vio Reacher antes de quedarse a oscuras fue al conductor, que se sacaba un librito de cerillas del bolsillo.

Morir en el intento

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