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—¿Qué coño es esto? —soltó el agente al mando McGrath.

Pulsó un botón del mando a distancia para rebobinar la cinta. Luego, la puso en marcha y volvieron a observar la pantalla, pero lo que veían no tenía ningún sentido: imágenes cubiertas de nieve que se movían a saltos y a toda velocidad.

—¿Qué coño está pasando? —volvió a preguntar.

Brogan se acercó y negó con la cabeza. Milosevic se acercó más para verlo mejor. Era él quien había traído la cinta, así que se sentía responsable. McGrath volvió a rebobinar y lo intentó una vez más. El mismo resultado. Solo se veían unas imágenes borrosas, inconexas y que pasaban a toda velocidad.

—¡Llamad al puto técnico! —gritó McGrath.

Milosevic descolgó el teléfono que había en el aparador, el que estaba al lado de la máquina de café. Llamó al piso de arriba, a los servicios técnicos. El jefe de sección estaba abajo en un minuto. El tono de voz de Milosevic le había transmitido la urgencia de la situación mejor de lo que lo habían hecho las palabras.

—La maldita cinta no funciona bien —le explicó McGrath.

El técnico cogió el mando a distancia con esa mezcla de familiaridad y desconocimiento con el que los técnicos afrontan el mundo. Se sienten la mar de cómodos con equipos complejísimos, pero cada elemento tiene sus peculiaridades. Miró con detenimiento los botones y pulsó el de rebobinar, con firmeza, con un pulgar cuya uña se mordía. La cinta zumbó hacia atrás y el técnico volvió a ponerla en marcha y observó el flujo inconexo de imágenes rápidas, saltarinas y cubiertas de nieve.

—¿Puedes arreglarlo? —preguntó McGrath.

El técnico paró la cinta y la rebobinó de nuevo. Negó con la cabeza.

—No está rota —explicó—. La cinta está bien. Es el típico vídeo de vigilancia barato. Lo que hace es grabar un fotograma, más o menos, cada diez segundos. Un solo fotograma cada diez segundos. Como una secuencia de fotografías.

—¿Por qué?

—Es barato y sencillo. Así puedes grabar todo un día en una sola cinta. Abaratas los costes y no tienes que estar cambiando la cinta cada tres horas. Basta con que lo hagas por la mañana. Si tenemos en cuenta que un atraco dura más de diez segundos, tienes grabada la cara del asaltante al menos una vez.

—Vale —dijo McGrath impaciente—. Y ¿cómo lo vemos?

El técnico pulsó el botón de iniciar y el de congelar la imagen al mismo tiempo. Con dos dedos. En lo alto de la pantalla apareció una imagen detenida y perfecta de una tienda vacía. En la parte inferior izquierda estaba la fecha del lunes y la hora, las siete treinta y cinco de la mañana. El técnico sujetó el mando de manera que McGrath lo viera bien y le señaló un botoncito.

—¿Ve este botón? Es para pasar de fotograma en fotograma. Si lo pulsa, la cinta corre hasta el siguiente fotograma. Se hace a menudo con los vídeos deportivos. Con el hockey. Puedes ver cómo el disco entra en la portería. O con el porno. Puedes ver lo que sea que te apetezca ver. En este tipo de sistemas, no obstante, te salta de diez en diez segundos. Hasta la siguiente imagen, ¿vale?

McGrath, que estaba más calmado, asintió.

—¿Por qué está en blanco y negro?

—Cámaras baratas. Esta gente tiene un sistema de vigilancia muy barato. De hecho, muchos solo lo instalan porque la compañía de seguros les obliga.

Le devolvió el mando a distancia al jefe y se dirigió a la puerta.

—Si necesita alguna otra cosa, me lo dice, ¿de acuerdo?

No le respondieron porque los tres estaban atentos de nuevo a la pantalla mientras McGrath iba avanzando la cinta. Cada vez que le daba al botón de fotogramas, una gruesa banda de nieve se deslizaba por la pantalla y desvelaba una nueva imagen con el mismo aspecto, el mismo ángulo, el mismo color gris monocromo, pero con el código de tiempo de la parte inferior de la pantalla diez segundos más avanzado. En el tercer fotograma se veía a una mujer detrás del mostrador. Milosevic tocó la pantalla con el dedo.

—Esa es la dependienta con la que he hablado.

McGrath asintió.

—El campo de visión es amplio. Se ve toda la calle y hasta detrás del mostrador.

—La cámara debe de tener un objetivo gran angular —comentó Brogan—. Como los de ojo de pez. El dueño lo puede ver todo. Puede ver cómo entran y salen los clientes o si tu empleado te roba de la caja registradora.

McGrath volvió a asentir y pasó todo el lunes por la mañana de diez en diez segundos. Los clientes entraban y salían a saltos. La mujer del mostrador saltaba de un lado al otro, recogía la ropa y traía otra, cobraba. Fuera, los coches aparecían y desaparecían de la vista.

—Pase rápido la cinta hasta las doce —sugirió Milosevic—, que esto está llevando mucho tiempo.

McGrath asintió una vez más y toqueteó el mando a distancia. La cinta zumbó hacia delante. Pulsó el botón de parada primero y, después, y al mismo tiempo, el de inicio y el de congelar la imagen. En la pantalla ponía que eran las cuatro de la tarde.

—¡Mierda! —soltó.

Retrocedió y avanzó un par de veces, hasta que encontró las once horas, cuarenta y tres minutos y cincuenta segundos.

—No vamos a conseguir ser más precisos.

Empezó a pulsar una vez más el botón para avanzar de fotograma en fotograma. La nieve iba descendiendo continuamente por la pantalla. Ciento cincuenta y siete fotogramas después, se detuvo.

—Ahí está.

Milosevic y Brogan se pegaron el uno al otro para ver mejor. En la imagen detenida se veía a Holly Johnson en la parte derecha más alejada. Estaba fuera de la tintorería. En la acera, con la muleta en una mano y las perchas con la ropa en la otra. Estaba abriendo la puerta con un dedo. En la parte inferior izquierda de la pantalla decía que pasaban diez minutos y diez segundos de las doce.

—Vale —dijo McGrath relajado—, vamos a ver.

Pulsó el botón y Holly saltó hasta estar a mitad de camino del mostrador. Incluso congelada en una pantalla monocroma y neblinosa, era evidente la postura tan incómoda en la que estaba. McGrath volvió a pulsar el botón, la nieve bajó por la pantalla y Holly llegó hasta el mostrador. Diez segundos después, la coreana aparecía con ella. Diez segundos más y la agente había girado el dobladillo de uno de los trajes y le estaba enseñando algo a la dependienta. Lo más probable es que se tratara de una mancha. Ambas mujeres permanecieron así un par de minutos, con las cabezas cercanas durante doce fotogramas, saltando ligeramente de uno a otro lado. Luego, la coreana desapareció, la ropa ya no estaba en el mostrador y Holly permaneció sola durante cinco fotogramas. Cincuenta segundos. Detrás de ella, por la izquierda, un coche asomó el morro en el segundo de dichos fotogramas y permaneció allí durante los otros tres, aparcado junto a la acera.

Acto seguido, la dependienta volvía a aparecer en escena con un montón de ropa. Estaba concentrada en el acto de alisar las prendas sobre el mostrador. Diez segundos después había quitado cinco etiquetas de las perchas. Diez segundos después, tenía otras cuatro alineadas junto a la caja registradora.

—Nueve prendas —comentó McGrath.

—Así es —confirmó Milosevic—. Cinco para trabajar de lunes a viernes y supongo que otras cuatro para la noche, ¿no?

—¿Y el fin de semana? —preguntó Brogan—. Puede que sean cinco para el trabajo, dos para las noches y dos para el fin de semana.

—Es probable que los fines de semana lleve pantalones vaqueros —apuntó Milosevic—. Camiseta y vaqueros. Y a la lavadora. Digo yo.

—¡Por Dios!, ¿y qué más da? —exclamó McGrath.

Volvió a pulsar el botón y los dedos de la coreana aparecieron bailando sobre las teclas de la máquina registradora. En los dos siguientes fotogramas se veía a la agente pagando en metálico y recogiendo un par de dólares de cambio.

—¿Cuánto le ha costado? —preguntó Brogan.

—¿Nueve prendas? —dijo Milosevic—. Casi cincuenta pavos a la semana, seguro. He visto los precios que tienen. Llevan a cabo procesos especializados y usan productos químicos respetuosos con las prendas.

En el siguiente fotograma, en el lado izquierdo de la pantalla, aparecía Holly encaminándose a la salida. Se veía la parte de arriba de la cabeza de la dependienta, que iba camino de la trastienda. La hora que se leía en la pantalla eran las doce y cuarto exactamente. McGrath acercó la silla y pegó la cara a treinta centímetros de la brillante pantalla monocroma.

—Vale, Holly, ¿adónde fuiste después? —preguntó.

Llevaba las nueve prendas en la mano izquierda. Las sujetaba con torpeza para que no se le cayeran. Tenía el codo derecho en el reposacodos curvado de la muleta, pero no estaba agarrando la empuñadura. En el siguiente fotograma se veía cómo iba a abrir la puerta. McGrath volvió a pulsar el botón del mando.

—¡Dios! —gritó.

Milosevic resolló y Brogan se quedó boquiabierto. Estaba muy claro lo que estaban viendo. En el fotograma se veía a un desconocido atacándola. Era alto y fuerte. Cogía la muleta con una mano y la ropa con la otra. No había duda. Tenía ambos brazos extendidos y le estaba quitando la muleta y la ropa. La escena se veía con claridad a través de la puerta de cristal. Los tres agentes miraban al desconocido. La sala de reuniones estaba en el más completo silencio. McGrath volvió a pulsar el botón. La hora avanzó diez segundos. Se oyó un jadeo conjunto porque los tres se quedaron sin aliento al unísono.

De pronto, a Holly Johnson la rodeaba un triángulo de tres hombres. Al alto que la había atacado se le habían unido dos más. El alto llevaba la ropa de la lavandería al hombro y sujetaba a la agente por el brazo. Miraba directamente hacia el interior de la tintorería como si supiera que había una cámara de videovigilancia. Los otros dos la miraban a ella.

—¡Están apuntándole con pistolas! —gritó McGrath—. ¡Hijos de puta, fijaos!

Volvió a pulsar el botón, la barra de nieve empezó a descender de nuevo y, entonces, la imagen volvió a estabilizarse. Los dos recién llegados tenían el brazo doblado en un ángulo recto y se les notaba tensión en los músculos de los hombros.

—Al coche —comentó Milosevic—. Van a llevarla al coche.

El coche que había aparcado hacía catorce fotogramas seguía allí, detrás de Holly Johnson y del triángulo de desconocidos. Junto a la acera. McGrath volvió a pulsar el botón. De nuevo descendió una barra de nieve. En la pantalla, el pequeño grupo dio un salto lateral de tres metros. El alto, el que había atacado a la agente, iba delante, hacia los asientos de atrás del coche. A ella la empujaba uno de los que habían llegado después. El otro nuevo estaba abriendo la puerta del copiloto. Se veía con claridad que dentro del coche, al volante, había un cuarto hombre.

McGrath volvió a pulsar el botón. La barra de nieve descendió. La calle se quedó vacía. El coche se había ido. Como si ni siquiera hubiera estado allí.

Morir en el intento

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