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La furgoneta blanca siguió emitiendo un zumbido constante durante otra hora, puede que durante unos noventa y cinco kilómetros más. El reloj mental de Reacher le decía que eran entre las once y las doce del mediodía. Empezaban a aparecer en su interior vagas sensaciones de preocupación. Ya llevaban, como quien dice, un día. Casi veinticuatro horas. Ya había pasado la primera fase y estaban en la fase intermedia. No había habido avance. Y estaba incómodo. En el interior de aquel vehículo hacía muchísimo calor. Seguían tumbados de espaldas sobre el caluroso colchón, con las cabezas juntas. El relleno de crin de caballo daba mucho calor. A Holly había empezado a sudarle el cuero cabelludo, así que había extendido el pelo por el colchón. En el lado izquierdo, junto al hombro desnudo de Reacher, se le había rizado.

—¿Es porque soy mujer? —Estaba tensa—. ¿O porque soy más joven que tú? ¿O por ambas razones?

—¿A qué te refieres? —preguntó con cautela.

—A que consideras que tienes que cuidar de mí. Te preocupas por mí porque soy mujer y porque soy joven, ¿verdad? Piensas que necesito la ayuda de un hombre mayor que yo.

Reacher se revolvió. No quería moverse. No estaba cómodo, pero tampoco estaba tan mal. En concreto, le gustaba sentir en el hombro el tacto del pelo de Holly. Su vida era así. Daba igual lo que le sucediera, siempre había pequeñas compensaciones.

—¿Y bien? —insistió ella.

—No es cuestión de sexo. Ni de edad. La cuestión es que necesitas ayuda, ¿no?

—Y yo soy una mujer más joven y tú un hombre mayor que yo. Por tanto, tú estás más capacitado para encargarte de la situación. Sería imposible que fuera al revés, ¿no?

Reacher sacudió la cabeza mientras continuaba tumbado.

—No es cuestión de sexo —repitió—. Ni de edad. Estoy capacitado porque lo estoy, sin más. Tan solo intento ayudarte.

—Estás corriendo riesgos innecesarios. Provocarlos y contrariarlos no es la manera de hacer esto, por el amor de Dios. Vas a conseguir que nos maten.

—Tonterías. Tienen que vernos como personas, no como un cargamento.

—Y eso ¿quién lo dice? ¿Desde cuándo eres un gran experto?

Reacher se encogió de hombros.

—Déjame hacerte una pregunta. Si la cosa hubiera sido al revés, ¿me habrías dejado solo en el establo?

Ella pensó la respuesta.

—Por supuesto.

Reacher sonrió. Lo más probable es que estuviera diciendo la verdad. Le gustaba que fuera sincera.

—Vale. La próxima vez que me lo pidas, me largo. Sin rencores.

Se quedó callada un buen rato.

—Vale, pero si de verdad quieres ayudarme, tendrás que hacer lo que yo te diga.

Reacher permaneció callado un rato. Se acercó un centímetro a ella y le dijo:

—Sería peligroso para ti. Si me escapase, lo más probable es que te pegaran un tiro y desaparecieran.

—Me arriesgaré. Para eso me pagan.

—¿Quiénes son? ¿Y qué es lo que quieren?

—Ni idea.

Había respondido demasiado rápido, por lo que Reacher se dio cuenta de que ella lo sabía.

—Te quieren a ti, ¿verdad? Ya sea por algo personal o porque quieren a un agente del FBI y tú eras lo que más cerca tenían. ¿Cuántos agentes del FBI hay?

—El FBI tiene veinticinco mil empleados, de los que diez mil son agentes.

—Vale, pues supongamos que te quieren a ti en concreto. Sería una increíble coincidencia que te hubieran elegido a ti entre diez mil. Así que esto no ha sido al azar.

Ella miró hacia otro lado y él se quedó observándola.

—¿Por qué, Holly?

Ella sacudió la cabeza.

—No lo sé.

Demasiado rápido. La observó de nuevo. Lo decía con seguridad, pero el tono dejaba claro que respondía a la defensiva.

—No lo sé —repitió—. Lo único que se me ocurre es que me hayan confundido con otra persona de la oficina.

Reacher soltó una carcajada y la miró. El pelo de ella le tocaba la cara.

—Debes de estar de broma, Holly Johnson. No eres de esas mujeres a las que alguien confunde con otras. Además, han estado tres semanas vigilándote. Tiempo más que suficiente para quedarse con una cara.

La mujer sonrió y se puso a mirar el techo con aire irónico.

—El que me ve no me olvida, ¿verdad? Ojalá.

—¿Acaso tienes dudas al respecto? Eres la mujer más guapa que he visto esta semana.

—Gracias, Reacher. Es martes. Me conociste ayer, lunes. Qué gran cumplido.

—Bueno, pero ya me has entendido.

Se sentó, erguida de cintura para arriba, como una gimnasta, y se ayudó de ambas manos para cambiar la pierna de posición. Apoyó el codo en el colchón, se pasó el pelo por detrás de la oreja y se quedó mirando a Reacher.

—Soy incapaz de adivinar nada sobre ti.

Él le devolvió la mirada. Se encogió de hombros.

—Si tienes dudas, pregunta. Estoy a favor de la libertad de información.

—Vale. A ver, la primera: ¿quién coño eres?

Volvió a encogerse de hombros y sonrió.

—Jack Reacher. No tengo segundo nombre. Tengo treinta y siete años y ocho meses, no estoy casado y soy portero de un club en Chicago.

—Y una mierda.

—¿Y una mierda? ¿Qué parte? ¿Mi nombre, mi edad, mi estado civil o mi ocupación?

—Tu ocupación. No eres portero de ningún club.

—¿Ah, no? ¿Y qué soy?

—Eres un soldado. Estás en el ejército.

—¿De verdad?

—Es evidente. Mi padre es militar. He vivido en bases militares toda la vida. Hasta que tuve dieciocho años solo había conocido a soldados. Sé qué pinta tienen. Sé cómo se comportan. Sé cómo actúan. Estaba casi segura de que eras soldado, pero en cuanto te has quitado la camisa, me ha quedado claro.

Reacher sonrió.

—¿Por qué? ¿Acaso es una grosería exclusiva de soldados?

Holly le devolvió la sonrisa. Negó con la cabeza. Se le soltó el pelo de detrás de la oreja. Volvió a recogérselo con un dedo pálido que dispuso en forma de gancho.

—La cicatriz del estómago. Esos puntos tan horribles. Eso es cirugía de campaña, seguro. Algún hospital de campo. Tardaron un minuto y medio. Ningún cirujano civil da puntos como esos. Si lo hiciera, lo demandarían tan rápido por mala praxis que hasta se marearía.

Reacher se pasó el dedo por la piel desigual. Su cicatriz parecía el plano de vías de una estación con mucho tráfico.

—El cirujano estaba ocupado —explicó Reacher—. Yo creo que lo hizo bastante bien, teniendo en cuenta las circunstancias. Fue en Beirut. No me tenían en la lista de prioridades. Tan solo me desangraba, pero despacio.

—¿Así que tengo razón? ¿Eres soldado?

Reacher le sonrió y negó con la cabeza.

—Soy portero. Como ya te he dicho. De un club de blues de la Zona Sur. Deberías pasarte. Es mucho mejor que los garitos para turistas.

Holly volvió a mirarle la gran cicatriz y a los ojos de nuevo. Frunció los labios y negó despacio con la cabeza. Reacher asintió, como si reconociera que ella tenía razón.

—Fui soldado. Lo dejé hace catorce meses.

—¿En qué unidad?

—Policía Militar.

La mujer hizo una mueca como si fuera a echarse a reír.

—Vaya, lo peor de lo peor. No le caéis bien a nadie.

—Qué me vas a contar.

—Eso explica muchas cosas. Os someten a entrenamientos muy especiales. Así que, sí, supongo que estás capacitado. Deberías habérmelo contado, joder. Creo que tengo que disculparme por lo que he dicho.

Reacher no hizo ningún comentario al respecto.

—¿Dónde estabas destacado? —preguntó ella.

—Por todo el mundo. Europa, Extremo Oriente, Oriente Medio. Llegó un momento que no sabía dónde me despertaba.

—¿Rango?

—Comandante.

—¿Medallas?

Reacher se encogió de hombros.

—Decenas de esas mierdas. Pero ya sabes cómo va. Las conseguidas en el teatro de operaciones, claro está, más una Estrella de Plata, dos de Bronce, un Corazón Púrpura en Beirut, algunas de esas de campaña en Panamá, Granada, y en las operaciones Escudo del Desierto y Tormenta del Desierto.

—¿Una Estrella de Plata? ¿Por qué te la dieron?

—Porque saqué a unos compañeros de un búnker. En Beirut.

—¿Y te hirieron mientras lo hacías? ¿Por eso tienes la cicatriz y el Corazón Púrpura?

—Ya estaba herido. Me habían herido antes de que entrara. Creo que eso es lo que les impresionó.

—Un héroe, ¿eh?

Reacher sonrió y negó con la cabeza.

—Ni mucho menos. No sentía nada. No pensaba. Estaba demasiado impactado. Ni siquiera me di cuenta de que me habían herido hasta que acabó todo. De haberlo sabido, me habría desmayado. Se me estaban saliendo las tripas. El aspecto es horrible. Son de color rosa brillante. Blandas y pastosas.

Holly no dijo nada durante un rato. La furgoneta seguía zumbando. Otros treinta kilómetros. Al norte, al sur o al oeste. Lo más probable.

—¿Cuánto tiempo estuviste en el ejército?

—Toda mi vida. Mi viejo era oficial de Marines y sirvió por todo el mundo. Se casó con una francesa en Corea. Nací en Berlín. Hasta los nueve años no pisé Estados Unidos. Cinco minutos más tarde estábamos en Filipinas. No dejábamos de viajar por todo el mundo. La vez que más tiempo he pasado en un mismo sitio fue los cuatro años de West Point. En cuanto salí, me llamaron a filas y todo empezó de nuevo. A dar vueltas por el mundo.

—¿Dónde está su familia?

—Todos muertos. El viejo murió ¿hace cuánto...?, ¿diez años? Sí, yo diría que sí. Mi madre murió hace dos. Enterré la Estrella de Plata con ella. Fue ella quien la ganó. Siempre me decía: «Vas a hacer las cosas como Dios manda». Como mil veces al día, con su cerrado acento francés.

—¿Hermanos o hermanas?

—Tenía un hermano. Murió el año pasado. Soy el último Reacher que queda con vida, al menos, que yo sepa.

—¿Cuándo dejaste el servicio activo?

—En abril del año pasado. Hace catorce meses.

—¿Por qué?

Se encogió de hombros.

—Supongo que había perdido el interés. Empezaban con los recortes en defensa. Consiguieron que pareciera que el ejército no era necesario. Como si ya no necesitasen lo más grande, lo mejor. Como si no me necesitasen. No quería ser parte de algo pequeño y de segunda fila. Así que me fui. Arrogancia, ¿no?

Holly se rio.

—¿Y se hizo portero? ¿De comandante condecorado a portero? ¿Y eso no es de segunda fila?

—No, no fue así. No es que lo dejara para ser portero, como si quisiera que fuera el derrotero que tomara mi vida profesional. Es temporal. Llegué a Chicago el viernes. Tenía pensado irme el miércoles, más o menos. Mi intención era ir a Wisconsin. Me da la impresión de que es un sitio bonito en esta época del año.

—¿Del viernes al miércoles? ¿Tienes problemas con el compromiso o qué?

—Supongo. Durante treinta y seis años he estado siempre donde otro me ha dicho que estuviera. Una vida de lo más estructurada. Supongo que es mi manera de enfrentarme a ello. Me encanta ir de un lado para otro siempre y cuando me apetezca. Es como una droga. La vez que más tiempo he permanecido en alguna parte fue en Georgia, el otoño pasado. Diez días. En catorce meses. El resto del tiempo lo he pasado, como quien dice, en la carretera.

—¿Y te ganas la vida trabajando como portero de clubes?

—No, eso ha sido un tanto inusual. En general, no trabajo, vivo de mis ahorros. Pero llegué a Chicago con un cantante, una cosa llevó a la otra y el tipo me pidió que fuera el portero del club en el que iba a actuar.

—¿Y qué haces cuando no trabajas?

—Observo. Piensa que soy un estadounidense de treinta y siete años que apenas ha pasado tiempo en su país. ¿Has estado en el Empire State?

—Por supuesto.

—Pues yo no. Bueno, hasta el año pasado. ¿Has estado en los museos de Washington?

—Claro.

—Bueno, pues yo no, hasta el año pasado. Ese tipo de cosas. Boston, Nueva York, Washington, Chicago, Nueva Orleans, el monte Rushmore, el Golden Gate, las cataratas del Niágara. Soy como un turista. Como si me estuviera poniendo al día, ¿entiendes?

—Yo soy todo lo contrario. A mí me gusta salir del país.

Reacher se encogió de hombros.

—Yo he estado toda la vida fuera del país. En los seis continentes. Ahora quiero quedarme aquí.

—Yo conozco Estados Unidos al dedillo. Mi padre viajaba a uno y otro lado, pero siempre dentro del país, excepto dos viajes a Alemania.

Reacher asintió. Pensó en el tiempo que había pasado en Alemania, tanto de niño como de adulto. Muchos años, en total.

—¿Te aficionaste al fútbol en Europa? —preguntó Reacher.

—Sí. Allí mueve multitudes. Mi padre estuvo destinado cerca de Múnich en una ocasión. Yo era una niña. No tendría más de once años. A mi padre le dieron entradas para un partido muy importante en Róterdam, en Holanda. La Copa de Europa: el Bayern de Múnich contra un equipo inglés, el Aston Villa. ¿Has oído hablar de él?

Asintió.

—De Birmingham, Inglaterra. Durante una temporada, estuve destinado cerca de un sitio llamado Oxford. Estaba como a una hora de distancia.

—Odiaba a los alemanes —dijo Holly—. Tan arrogantes, tan intensos. Estaban seguros de que le iban a pegar una paliza a los ingleses. No quería verlo, pero tenía que asistir, ya sabes cómo va eso. Protocolos de la OTAN. Habría sido un escándalo que me hubiera negado. Así que asistí. Y resulta que fueron los ingleses los que les dieron un repaso a los alemanes. Los alemanes estaban tan cabreados que me sentía de maravilla. Y los jugadores del Aston Villa me parecieron muy monos. A partir de aquella noche, me enamoré del fútbol. Y aún lo estoy.

Reacher asintió. Era un deporte que le gustaba ver. Hasta cierto punto. Pero uno tiene que estar expuesto a él cuando se es joven y poco a poco. Parecía un deporte de improvisación, pero, en realidad, era muy técnico. Estaba lleno de atracciones ocultas. Pero entendía que hubiera seducido a una niña, hace mucho tiempo, en Europa. Una noche frenética en Róterdam, bajo los focos. Reticente al principio, sin querer estar allí, pero hipnotizada después por los patrones que describía la pelota blanca sobre el césped verde. Y, al final del partido, enamorada del fútbol. Pero había algo que estaba haciendo que sonase una alarma en su cabeza. ¿Por qué habría sido un problema para la OTAN que la hija de once años de un militar se negara a asistir? Era eso lo que había dicho, ¿no?

—¿Quién es tu padre? Parece que ya por aquel entonces era alguien importante.

Holly se encogió de hombros y no respondió. Reacher la observó. Empezó a sonar otra alarma.

—Holly, ¿quién coño es tu padre?

El tono defensivo que había usado anteriormente la mujer se reflejó en ese momento en su rostro. Siguió sin responder.

—¿Quién, Holly?

Ella desvió la mirada. Le habló al lateral de la furgoneta. Apenas la oyó, debido al estrépito del motor y al rugido de la carretera. Imposible estar más a la defensiva.

—El general Johnson —dijo en voz baja—. En aquella época era comandante en jefe en Europa. ¿Lo conoces?

Reacher la miraba. El general Johnson. Holly Johnson. Padre e hija.

—Me lo han presentado, pero ese no es el tema, ¿no?

Giró la cabeza para mirarle. Estaba furiosa.

—¿Por qué? ¿Cuál es exactamente «el tema», eh?

—Esa es la razón. Tu padre es el militar más importante de Estados Unidos. Por el amor de Dios, por eso te han secuestrado, Holly. Esta gente no quiere a Holly Johnson, la agente del FBI. Lo del FBI es fortuito. Esta gente quiere a la hija del general Johnson.

La joven lo miró como si acabase de pegarle un bofetón.

—¿Por qué? ¿Por qué coño tiene que suponer todo el mundo que todo lo que me pasa está relacionado siempre con mi puto padre?

Morir en el intento

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