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LOVE LIFE, DE BOBBIE ANN MASON

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Bobbie Ann Mason escribe la clase de ficción que sus propios personajes nunca leerían. Si apagan el televisor el tiempo suficiente como para mirar un libro, sus personajes se sienten inclinados hacia las novelas calientes y góticas a las que ellos mismos se refieren como “novelitas eróticas”. “No leo”, dice un personaje de Mason. “Si leo, simplemente enloquezco”.

Esto pone a Mason, nacida en Kentucky, en esa posición extremadamente desolada y literaria de no ser por completo del mundo sobre el que escribe, pero tampoco de aquel para el que escribe (la mayor parte de sus relatos han aparecido en The New Yorker). En este lugar intermedio, no hay reproches que se puedan hacer, no hay yo que se pueda mitificar, ningún “ismo” encaja. Mason escribe desde una ligera distancia (que solo es ligeramente insegura), un lugar de ironía amistosa, y su pluma nunca condesciende ni pincha. Es amable con su buena gente de campo (cuya idea de la maldad es estacionar en el lugar reservado para discapacitados en el centro comercial), de una forma en que Flannery O’Connor (con quien Mason es, a veces, extrañamente comparada) nunca habría podido serlo. Pero duda en embellecer, en mostrar el diamante en bruto que hay en los toscos pueblerinos. Rechaza desmantelarlos, juzgarlos, ser ellos. Da la impresión de que Mason solamente hubiera juntado sus personajes, juntado el material sobre ellos, juntado –en el espíritu insular del curador o el espía– lo que sabe, dejando de lado lo que piensa.

Y esa tal vez sea la razón por la cual la forma más fuerte de Mason no es la novela ni el cuento, sino la colección de relatos. Es allí, al tomar la pluma cada veinte páginas para recomenzar, al acumular capas de ecos y superposiciones, que Mason describe con mayor riqueza una comunidad de vidas contemporáneas: ese es su mayor talento. Podría decirse que la belleza tranquila y acumulativa de su libro Shiloh solo es comprable dentro de su obra (que incluye las novelas In Country y Spence and Lila) con su nueva colección de relatos Love Life. Aquí hay solidez, en el sentido de la palabra cuando se usa para describir ejércitos y equipos deportivos: una acumulación, una provisión. Cuando un relato termina, otro se apresura a ocupar su lugar. También hay profundidad. Mason moja su pluma en la misma tinta una y otra vez, porque su conocimiento del Estados Unidos provinciano promedio sobre el que escribe –casi siempre centrado en Kentucky y Tennessee– es enorme e interminable. Cada pequeña historia aporta un poco más a la comprensión de esa enormidad por parte del lector.

En la nueva colección de relatos de Mason, sus temas de la asfixia y el deseo provinciano vuelven a estar presentes; pero esta vez les ha dado una nueva expansión improvisatoria. A pesar de que algunos de los quince relatos de Love Life (como sucede con el que le da título al libro) repiten la estructura con forma de ocho que tiene Shiloh –una narrativa que gira con gracia alrededor de varias combinaciones de personajes y luego forma un arco para regresar al personaje del que partió–, muchos de los relatos en el libro se abren de forma inesperada, se descarrilan, o se vuelven a encarrilar, en giros extraños, demostrando una soltura direccional. “Magia de medianoche” introduce el hilo dramático de un pueblo aterrorizado por un violador desconocido, pero luego deja de lado las violaciones y termina con el dilema moral de un personaje que no sabe si reportar o no un accidente en el que el conductor se dio a la fuga. “Dedos de piano” comienza con la monotonía sexual de un esposo y termina con un padre comprándole a su hija un teclado en la tienda de pianos. Sin duda, los principios y los finales se iluminan mutuamente, pero solo de forma indirecta, difusa. A lo largo del camino, los elementos son rara vez desarrollados de manera lineal y una vez introducidos suelen ser abandonados en su totalidad.

Pero esta falta de previsibilidad mantiene vivos los relatos de Mason. Su escritura está hecha de una voz desnuda, sin vanidad. En “Campeones del estado”, que rememora una adolescencia de pueblo, la narradora de mediana edad termina comprendiendo de forma tardía y oblicua la importancia de que el equipo de básquet de su escuela secundaria hubiera ganado el campeonato estatal. Veinte años después del hecho, alguien que no es de su comunidad lo rememora por ella:

–Pues eran solo un puñado de muchachos de campo que apenas podían comprar calzado deportivo –me dijo el hombre en el estado de Nueva York.

–¿Sí? –Lo que acababa de decirme era nuevo para mí.

Lo que conduce, enrevesadamente, a uno de los relatos más fuertes de Mason sobre el analfabetismo del corazón provinciano. La narradora recuerda su enamoramiento adolescente por un chico que le da una “novela de ocho páginas”, una tira de historietas de Li’l Abner algo obscena. “Era asquerosa. Pero yo estaba emocionada de que me hubiera mostrado el librito”. Cuando la hermana de su mejor amiga muere, la narradora recuerda haberla evitado.

No sabía qué decirle. No podía decir cualquier cosa, pues no habíamos sido criadas para decir cosas que fueran sentidas y con gracia… No decíamos que lo lamentábamos. Nos escondíamos por las dudas que se nos solicitara hacer algún comentario apropiado de la misma forma en que a algunos ancianos les pedían que rezaran en la iglesia. En la escuela Cuba, había una profesora o dos que les hacían escribir a sus alumnos “Te amo” quinientas veces sobre el pizarrón como castigo. “Amor” era una mala palabra, y yo la había visto en las paredes del baño de las chicas: resplandeciendo en un horrible lápiz labial rojo. En la novela de ocho páginas que Glenn me mostró, Li’l Abner le decía “te amo” a Daisy Mae.

Lo que está permitido decir y lo que no siempre es un tema problemático en los pueblos. “Si no quieres escuchar nada sobre eso, ¿por qué no lo dices?”, comienza el relato “Mentiras privadas”. La ignorancia emocional está por todas partes. Una conversación sobre la muerte se puede transformar rápidamente en otra sobre zapatos. En “El secreto de las pirámides”, se habla del accidente automovilístico fatal del antiguo amante de la protagonista de la siguiente manera:

Entonces, Glenda dice:

–¿Oh, no fue horrible lo que le pasó a Bob Morganfield?

–Sí. Lo escuché en las noticias anoche…

–Era muy amable. Todo el mundo lo quería.

–La primavera pasada me compré estos zapatos en su tienda.

–Son hermosos. Ojalá yo pudiera usar tacos aguja.

En “Historias de Big Bertha”, un hombre le cuenta a su esposa sobre una joven que conoció en Vietnam.

–¿Qué le pasó? –pregunta la mujer.

–No lo sé.

–¿Es ese el final de la historia?

–No lo sé.

Más tarde, la esposa, pensando en su esposo, se da cuenta de que sus propias simpatías se han silenciado sin haber podido ser articuladas. “Ella no ha pensado en él como realmente es. No la educaron de esa forma, para examinar el alma de alguien”. En otro cuento, un personaje dice: “En Luz de luna no paran de hablar, hablar y hablar… Es realmente irritante”.

Para encontrar una palabra edificante sobre sus problemas, los personajes de Mason miran el programa de Phil Donahue, donde encuentran los diversos conflictos de sus vidas formulados de una forma comprensible. En el relato “Hunktown”, una mujer dice: “No soporto mirar cosas que son idénticas a las de mi vida”. Estos personajes parecen compartir la sorprendente creencia de que sus vidas se corresponden con la cultura televisiva que ha descendido sobre ellos. Pero es más una esperanza que una fe, el deseo de rehacerse y ubicarse a sí mismos, de medicar sus sentimientos de exilio con un conocimiento barato.

Para pasarlo bien, van a Paducah o a Gatlinburg. “Allí, en un museo, ella vio un violín hecho con una lata de jamón”. Trabajan en fábricas de colchones o plantas de tabaco, y cuando se rozan con el glamour y la opulencia, es en la forma de personas que tienen jacuzzis o “su propia compañía de alquiler de podadoras rotativas”. Para la espiritualidad está la cristiandad local –“Abre la Biblia y lee de ‘los Filipinos’”–, que también puede incluir hablar en lenguas: “Pronuncia un idioma de sonsonete hecho de sonidos duros y perturbadores. ‘Chequi bet bi floit Ai chequie tibi libi. Dabsriii la cru la crou’. Parece estar queriendo decir ‘abracadabra’ o cualquier otra palabra familiar”. Un solo personaje de Mason se anima a consultar a un terapeuta al que llama “The rapist”,1 “porque la palabra therapist puede ser dividida en dos palabras, the rapist”. Cuando él le dice que quizás esté tratando de escapar de la realidad, ella contesta: “¡La realidad, diablos!... La realidad es mi gran problema”.

Las mujeres de Mason tienden a ser prácticas, desilusionadas, egoístas. Son miembros de clubes de cosmética, usan demasiado maquillaje, tienen nombres como Beverly o Jolene. Por lo general, desean de forma asfixiante a los hombres de Mason, que tienden a ser inútiles, soñadores, a estar ebrios y desempleados. Cada sexo es un enigma para el otro, y la melancolía y la distracción permean sus existencias. El divorcio parece el único remedio para una vida donde una pareja “permaneció casada como dos perros encerrados juntos dentro de la pasión, salvo que no era pasión”. El uso que hace Mason del presente en la mayoría de sus relatos sirve como la expresión de esa condición de encierro, pero también funciona como una especie de imperfecto existencial: el congelamiento en el tiempo sugiere el flujo; el momento detenido y aislado del pasado y el futuro es emblemático de aquello que fue y está por venir, emblemático de la gris transitoriedad de las cosas.

Sin embargo, los personajes en Love Life parecen determinados a divertirse. En “Mentiras privadas”: “A él le gustaba payasear, cantaba ‘The Star-Spangled Banner’ imitando en broma el estilo operístico; pretendía haber olvidado la letra y luego cambiaba abruptamente a la canción ‘Carry Me Back to Old Virginny’. En las fiestas era un descontrolado”. En “El secreto de las pirámides”: “La última vez que él la llevó a cenar, tuvieron que esperar por su mesa y Bob dio el apellido ‘Fiesta’ para que la recepcionista dijera fuerte por el micrófono: ‘El turno de Fiesta’”. En “Memphis”: “‘Yo también lo estoy pasando genial’, dijo Beverly en el mismo exacto momento en que un hombre enorme con tatuajes de monstruos del espacio exterior la sacaba a bailar a Jolene”. Los días de estos personajes están puntuados por las alegrías y las generosidades atenuadas. Mason reduce los grandes gestos de la vida a la escala más pequeña y los inflama de sentido. “El amigo de Steve, Pete, derrama limpiavidrios sobre el parabrisas de Steve: un servicio personal que las estaciones de autoservicio no suelen proporcionar” (“Magia de medianoche”).

Aunque una forma de vida así esté moralmente cercada, cubierta por la basura de nuestra cultura, es la única vida a la que los personajes de Mason pueden recurrir. Enterrados en las mismísimas entrañas de Estados Unidos, sintiendo profundamente el encierro de la tierra, estiran sus antenas y reciben aquello de lo que son capaces, reciben lo que hay. No se enteran si son burlados y desvalorizados por lo que consumen; mofarse y menospreciar son pasatiempos costeros, y ellos no poseen los medios materiales o espirituales para participar de esos juegos. “Liz deseaba poder ir al océano, al menos una vez en su vida”, dice un narrador. “Eso es lo que realmente quería”. A pesar del imperativo poco pretencioso de su título, esta maravillosa colección, antes que ser el consejo de un optimista respecto a la vida amorosa, habla sobre la forma en que algunas personas ordinarias y valientes necesitan y luchan para que les guste al menos un poco.

(1989)

1 Si se separa la primera sílaba de therapist (terapeuta), se obtiene the rapist, literalmente “el violador”. [N. de la T.]

A ver qué se puede hacer

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