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SE ACABÓ EL PASTEL, DE NORA EPHRON

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Nora Ephron, cuyo nombre suena como un neurotransmisor o una medicación para la sinusitis, y que se ha granjeado una reputación con ensayos periodísticos concisos, se ha reivindicado como una verdadera novelista con la publicación de Se acabó el pastel. Aunque ya se ha dicho mucho sobre la relación apenas velada del libro con el fin del matrimonio entre Ephron y el periodista de investigación Carl Bernstein, lo más interesante de Se acabó el pastel no son tanto sus detalles de roman à clef, sino más bien su mirada experimental respecto a la pregunta sobre si el arte autobiográfico puede funcionar como terapia. ¿Qué puede expurgar el arte?, ¿qué transformará necesariamente en sentimientos?, ¿de qué nunca rescatará a nadie? La narrativa de Ephron en sí parece no ser clara en cuanto a si el relato de las propias heridas es exorcismo, venganza o masoquismo. “Se necesitan dos personas para lastimarte”, dice Rachel Samstat, la narradora y protagonista de Ephron. “La que lo hace y la que te lo cuenta”. Es un comentario que deja entrever su propio dilema narrativo. Cuando la “que cuenta” es, a la vez, víctima y curadora de sus propias malas noticias, eso que se conoce como narrativa catártica, ¿no termina siendo, finalmente, un acto de automutilación? ¿Un dolor redundante? ¿“Nos contamos historias a nosotros mismos para vivir”, como dice Joan Didion, o, decididamente, hay involucrado allí algo más que eso?

En el libro de Ephron, la escritura de libros de cocina funciona como metáfora de la práctica artística. Rachel Samstat, que publica libros culinarios, embarazada de siete meses y madre de un hijo, se refugia en los electrodomésticos, la pasta italiana y los programas televisivos de cocina, mientras su esposo, Mark Feldman, un columnista de Washington D.C., se enamora silenciosamente de la esposa de un embajador; todo dentro de las residencias de la capital de nuestra nación. “Son cosas como esta las que nos llevaron a Camboya”, dice Rachel. La novela comienza cuando ella descubre el romance de Mark y termina algunas semanas después cuando finalmente suelta su matrimonio y le revela a su esposo su amada receta de vinagreta que previamente le había ocultado en un último intento por seducirlo. En el mundo de Rachel, la comida es poder y ruina, hobby y tejido social; las recetas pueden ahuyentar los malestares. Rachel recuerda la década del sesenta como una época en que la gente levantaba la vista y preguntaba: “¿De quién es esta mousse?”. Los años que siguieron son juzgados por ella como: “El pesto es el quiche de los setenta”. La sociedad de Rachel es autoconscientemente burguesa: “Decíamos todas esas cosas como si nunca las hubiéramos dicho antes, y discutíamos sobre ellas como si nunca hubiéramos discutido antes sobre ellas. Luego, todos decidíamos si deseábamos ser cremados o enterrados”. El suyo es un mundo vagamente similar al del jet set, hecho de terapeutas de talk shows, cenas en casas de famosos, abultadas facturas de American Express y lujosas casas de campo. El materialismo lucha contra la poesía no deseada, contra la neurastenia no bienvenida: “Muéstrame una mujer que llora cuando un árbol pierde sus hojas en otoño –dice Rachel–, y te mostraré un verdadero hijo de puta”.

El éxito de la novela de Ephron como arte depende, de cierta forma, de su falta de eficacia como venganza. Su generosa inhabilidad para presentar un retrato completamente desagradable de Mark (quien corteja con encanto a Rachel, canta sus tontas canciones, conversa amorosamente con ella sobre sus dos cesáreas) conmueve genuinamente al lector, a pesar de que revela el hecho de que Ephron sigue sintiendo afecto por la figura de su esposo al imbuir de sentimiento a un hombre que no parece haberse ganado la clemencia agridulce que gran parte del retrato le otorga. Sin embargo, su personaje soporta los momentos más maliciosos de la novela gracias a ese retrato. Al final, Rachel da la impresión de ser su propia víctima: sola, sin haberse vengado, marcada por los desgarros definitivos en su cuerpo y en su vida.

Como sabe cualquiera que ha comido parado frente a la mesada de una cocina, cocinar puede ser un acto de gratificación terriblemente retardado. Las cosas deben ser trozadas, guisadas, hervidas a fuego lento, y el impulso que le dio nacimiento a todo puede disiparse en el trajín culinario. Se acabó el pastel de Ephron, como muchos actos de represalia literaria, ha necesitado demasiado tiempo y oficio como para ser un golpe potente dirigido a alguien: la preparación cuidadosa ha ablandado y suavizado los ingredientes. Se parece más a una revisión que a una venganza; tiene menos rencor expresado activamente que ingenio insertado retroactivamente. Aunque Rachel le dice a su terapeuta: “Si cuento la historia no duele tanto”, y “si cuento la historia puedo seguir adelante”, la historia hace que el lector sienta demasiada pena por ella como para creerle que haberla contado le haya servido de algo. La nostalgia y la venganza de Ephron son simplemente diferentes formas de lo mismo. El triste y delicioso sabor de un brebaje, incluso servido con el mejor quejido de Ephron, parece más un miserable monumento a la pena que cualquier cosa que pudiera derrotar el fango de lo real. La catarsis no se vislumbra en ningún lado, y es así como debería ser el arte.

(1983)

A ver qué se puede hacer

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