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GALÁPAGOS, DE KURT VONNEGUT

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Sí, la cultura estadounidense es más inteligente que sabia. Pero Kurt Vonnegut, ese poeta clown del Armagedón y la nostalgia del hogar, debe ser el único y raro escritor estadounidense que es las dos cosas. Vonnegut baila la danza ingeniosa e instruida de la inteligencia literaria, pero mientras lo hace, echa un vistazo a su alrededor y ve. Es un Mark Twain posmoderno: gruñón y sentimental, disparatado y religioso. Es ese tipo paradójico que va a la iglesia para rezar fervientemente y también para hacer globos de chicle mientras canta en el coro, globos que estallan de forma abrupta y estridente.

Galápagos, la nueva novela de Vonnegut, posee la energía y el carácter épico de sus primeros trabajos. Es la historia de una especie de segunda Arca de Noé, un crucero por la naturaleza lleno de famosos (Mick Jagger, Paloma Picasso, Jacqueline Onassis, entre otros) que poco después de una catástrofe planetaria –hambrunas, crisis financieras, la Tercera Guerra Mundial y un virus que se come los óvulos en los ovarios humanos– tiene como destino desembarcar en las islas Galápagos y perpetuar la raza humana. La humanidad “estaba a punto de ser reducida a un punto diminuto, por suerte, y otra vez por suerte, se le iba a permitir expandirse de nuevo”.

Todo esto puede sonar como una Isla de Gilligan darwiniana y reluciente, pero no es eso de lo que Galápagos se trata en verdad. A pesar de que ciertamente la novela tiene algo que ver con la gigantesca fascinación que Estados Unidos posee con las celebridades, los famosos nunca llegan a la historia, y con lo que terminamos es con una descabellada aventura genealógica; una mezcla del Antiguo Testamento, la novela latinoamericana y un montón de libros de historietas fragmentados que emplea un elenco de desconocidos incluyendo a una maestra de escuela llamada Mary Hepburn, un capitán de barco ecuatoriano de nombre Von Kleist, un antiguo prostituto llamado James Wait (cuyo color de piel es “como la corteza de una tarta en una cafetería barata”), un perro de nombre Kazakh (que “gracias a la cirugía y el entrenamiento no tiene casi personalidad”), además de un narrador que resulta ser nada menos que el hijo de Kilgore Trout, el poco descollante escritor de ciencia ficción de los libros anteriores de Vonnegut.

Leon Trout, el doppelgänger de Vonnegut, nos habla, además, desde un millón de años después, desde el más allá, donde se pronuncia sobre lo que está mal con nosotros, las personas del siglo XX (nuestros cerebros eran demasiado grandes), y revela aquello en lo que nos transformamos a través de la evolución con el fin de sobrevivir: criaturas con cerebros más pequeños, aletas y picos. Incluso si la gente del futuro “pudiera encontrar una granada, una ametralladora, un cuchillo, o cualquier cosa que hubiera quedado de los viejos tiempos, ¿cómo podrían darle uso con sus aletas o sus bocas?”, pregunta Leon Trout. Y: “En estos días es difícil imaginarse a alguien torturando a otra persona. ¿Cómo podrías siquiera capturar a alguien que quisieras torturar solamente con tus aletas y tu boca?”.

Seguramente, Vonnegut ha sido siempre un mejor narrador que creador de historias. No dejamos de maravillarnos ante el jazz sobrio y poco barroso de sus frases, pero, con demasiada frecuencia, nos desesperamos frente a sus tramas destartaladas. Galápagos está estructurada espacialmente como un archipiélago, algo que es típico y quizás, también, adecuado. Islas diminutas de prosa, independientes de ese continente aparentemente peligroso que es el tiempo: recuerdos de infancia, parábolas, entrevistas, historia real e inventada, escritura sobre la naturaleza, sabias citas literarias, la confesión de un soldado. (La novela, ¡ay!, carece de una forma natural). Es un estilo narrativo amenazado por la emergencia, la necesidad de ir directamente hacia algo. Es susceptible, sin embargo, de caer en un caos irredimible y puede hacer fracasar su propio objetivo al irse alegremente por las ramas y transformar personajes y eventos completos en non sequiturs sin encanto y capítulos completos, en álbumes de recortes de parloteos y callejones sin salida.

Pero Vonnegut, finalmente, parece llegar adonde desea, arrojando sus luces multicolores y sus hipótesis de ciencia ficción sobre el gran error espiritual que es el mundo occidental. Quiere contarnos cosas: no es el más apto el que sobrevive, son solamente aquellos que sobreviven de casualidad los que sobreviven. La Tierra es un “hábitat frágil” que nuestros grandes cerebros no han podido cuidar. Debemos tener la esperanza de recibir aletas y picos o nada en absoluto. Estamos siendo todos, finalmente, demasiado malos unos con otros. “Te diré lo que es el alma humana”, dice un personaje en Galápagos. “Es la parte de ti que sabe cuando tu cerebro no está funcionado correctamente”.

A pesar de no ser tan conmovedora como, por ejemplo, Matadero cinco, Galápagos sí tiene momentos (de padre e hijo cara a cara) que hacen que se te forme un nudo en la garganta. Y aunque su empedrado es más tambaleante y arrítmicamente cómico que Desayuno de campeones, Galápagos puede ser oscuramente igual de divertida. Vonnegut les coloca un asterisco a los nombres de los personajes que van a morir, y después de sus muertes inevitablemente espantosas les da un beso de despedida con el elegíaco “Oh, bueno, de todas formas no iba a escribir la Novena Sinfonía de Beethoven”. Al comienzo de la novela, incluso pone al capitán Von Kleist en el programa televisivo The Tonight Show, y lo que sigue son las mejores risas del libro.

Hace mucho tiempo, el trabajo de Vonnegut les abrió el camino a escritores como Richard Brautigan, Thomas Pynchon, Donald Barthelme, Tom Robbins: todos cultivadores del non sequitur teórico y cultural. Pero la voz de Vonnegut, refunfuñona e idiomática, siempre ha sido original, inimitable e infantil; y su humanidad, que persiste a través de su pesimismo, es sorprendente y parece, por momentos, más ciencia ficción que su propia ciencia ficción. En cuanto a su preocupación suspendida por la novela sesuda y bien hecha, Vonnegut ha optado por hacer zoom directamente en el gancho, la idea, el fragmento oracular. Sus libros no son solamente como canarios en una mina de carbón (una analogía suya), sino también como los cormoranes en las islas Galápagos, que, en su idiosincrática evolución, han sacrificado el vuelo para conseguir pescados.

(1985)

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