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THE MACGUFFIN, DE STANLEY ELKIN

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Las novelas de Stanley Elkin han sido criticadas, en algunas ocasiones, por su desestimación de la forma y de una trama organizada, y por lo que algunos podrían ver como una complacencia excesiva con los dones poéticos del autor: su alto estilo embobado. En The MacGuffin, esa loca poesía joyceana sigue estando agradablemente allí. Las oraciones son largos riffs de jazz; las palabras ascienden rápidamente y se espuman; la prosa está exuberantemente poblada de tropos, de tropiezos excitantes: los intentos de imitarla son siempre deficientes. Pero con más autoconciencia que en sus novelas anteriores –que incluyen El no va más y George Mills–, Elkin ha ubicado en el corazón temático de este libro una discusión sobre este “fracaso” suyo en la construcción narrativa.

El título parece decirlo todo. El término MacGuffin, utilizado por Alfred Hitchcock, se refiere a ese elemento de una película de Hitchcock (o de una narrativa en general) que es solamente un pretexto para la trama. El MacGuffin pueden ser los papeles que buscan los espías, el robo secreto de un anillo, cualquier mecanismo o artilugio que haga avanzar la trama. La trama, por otro lado, es simplemente un pretexto para la exploración de un personaje. El MacGuffin en sí mismo no tiene casi ningún significado intrínseco. El MacGuffin, dijo Hitchcock, no es nada.

En la novela de Elkin, sin embargo, el MacGuffin parece ser una extraña idea en transformación. O tal vez sea una idea fija en un mundo absurdamente cambiante. Pensemos en el chiste que supuestamente dio origen a este término: dos hombres están en un tren. “¿Qué es ese paquete?”, pregunta uno. “Un MacGuffin”, contesta el otro. “¿Qué es un MacGuffin?”. “Sirve para atrapar leones en las Tierras Altas de Escocia”. “¡Pero no hay leones en las Tierras Altas de Escocia!”. “Ah, bueno, entonces no es un MacGuffin”.

En la novela de Elkin, el MacGuffin está personificado como “la musa de su argumento”, los “desplazamientos raros, el ángulo idiosincrático sesgado”. Es una voz imaginada, un diablillo interior, un demonio guardián del protagonista de la novela, Bobbo Druff, el comisionado de calles de una ciudad estadounidense de tamaño mediano. Druff, con cincuenta y ocho años, ha perdido su tranquilidad y la quiere recuperar, “de la misma forma en que algunas personas deseaban recuperar su juventud”. Está experimentando una especie de “afasia, o Alzheimer, o el comienzo de la senilidad”; “algo oscuro estaba teniendo lugar en la materia gris… una estupidez blanca e indolente, formándose y endureciéndose allí como una impresión hecha en un molde”. El MacGuffin de Druff es la fuerza ordenadora de la paranoia, la percepción y realización de conspiraciones, la lectura de símbolos en la rutina municipal, el estrés luego de la coincidencia y el relato.

Hay cosas que han instalado a Druff en esta demencia, este “vaudeville alcohólico”. Están las hojas de coca en su bolsillo. Está su salud deteriorada. Y está su conciencia culpable: ha cometido adulterio; ha recibido sobornos. Siente que van a descubrirlo. El hecho de que “el cabello tenga brea y la respiración, laca”, los “quesos y las bebidas amargas”, lo delatarán.

“Si fuiste tú el que pidió el soborno suelen darte hasta tres semanas por cada mil”, le dice Druff a Mikey, su preocupado hijo, que tiene treinta años y todavía vive en casa. “Si te sobornaron ellos, normalmente te dejan ir pagando una multa… la política de tu padre es la de solamente aceptar sobornos”. “Eso lo sé –responde Mikey–, el tema es lo que todas esas multas podrían hacerles a tus ingresos”.

Lo que más le preocupa a Druff y su MacGuffin es la muerte de la novia de Mikey, una islámica chiita llamada Su’ad que murió en un accidente de auto en el que el conductor huyó. El mismo Druff una vez la deseó, solo un poco, mientras ella no paraba de hablar sobre la causa chiita. “Todo me suena como una típica toma de poder”, le dijo en una ocasión. “Lo vemos todo el tiempo en la municipalidad”. Lo local aquí representa lo universal. Como comisionado de calles, Druff debe averiguar por qué murió Su’ad en una de ellas. ¿Habrá sido por un semáforo defectuoso? En el mundo de Elkin no existe nada más complicado –o más simple– que los Estados Unidos municipales.

El período de tiempo en esta narrativa sin capítulos es de aproximadamente dos días; y en ese lapso Druff pasa muchas horas viajando en auto por la ciudad con su chofer, “Dick el espía”, fantaseando ser la víctima de una operación encubierta, recordando los días en que conoció a su esposa (quien había logrado transformar su escoliosis en una invitación lasciva) y hablando con Dick sobre el extraño tráfico en el medio de la noche.

“Son las enfermeras”, le dice su chofer. “Se indisponen a las siete de la noche. Es experimental. La menstruación les hace la vida imposible a menos de que tengan el turno del medio, el de las once hasta las siete, pero hoy en día se piensa que el síndrome premenstrual las vuelve más agudas”.

A lo que Druff solo puede preguntar: “¿Es eso verdad?”. Para él, un hombre “con la edad suficiente para ser de una generación que todavía se maravillaba con que los autos tuvieran radio”, todo ha comenzado a parecer plausible, convincente y poco convincente en el mismo grado. Esto es particularmente así respecto de la muerte de Su’ad. ¿Contrabandeaba alfombras o las importaba de forma legítima? ¿Y qué quería de Mikey? Era “muy devota… muy convencida del asunto como un terrorista”, y su hijo tenía planes de volver con ella al Líbano. “Iba a dejar que me tomaran de rehén”, le dice Mikey a su padre.

Pero finalmente, Druff se entera de que minutos antes de su muerte, Su’ad asistió a una conferencia de “un diputado de origen árabe del estado de Delaware, con cuyas visiones conciliatorias Su’ad estaba fuertemente en desacuerdo”. El diputado, refiriéndose a “nuestros primos israelíes”, remarcó la necesidad de que todas las partes trabajaran por encontrar soluciones en Medio Oriente. Enojada, Su’ad se puso de pie e hizo una acalorada referencia a la necesidad de soluciones definitivas; una hora después estaba muerta.

Aquí no hay ningún misterio resuelto, ninguna historia sagrada dispuesta como una mesa; no realmente. Elkin es brillante, pero a su brillante manera. Su visión no es, como han dicho los generales para hablar de la guerra del Golfo, “dependiente de la situación”. Es menos hueca, más nerviosa que eso. “La vida es principalmente aventura o principalmente psicología”, dice la voz del MacGuffin antes de despedirse de Druff. “Si tienes lo suficiente de una, entonces no necesitas mucho de la otra”.

The MacGuffin, entonces, no es solamente un retrato elkinesco de las tristezas del cuerpo y los peligros morales del trabajo. Es una declaración a favor del poder del habla, a favor del habla como su propia resolución; incluso el movimiento de la boca, veloz y maníaco, de Druff, puro símil y digresión, ese cotorreo, disc jockey del corazón. Incluso esa verborragia, parece decir la novela, o tal vez, especialmente esa verborragia, esa incoherencia, es una intimidad, una negociación… una plegaria contra la muerte, una suspensión de la guerra.

(1991)

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