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LA NOVIA LADRONA, DE MARGARET ATWOOD

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Margaret Atwood siempre ha tenido una propensión hacia lo tribal: en sus trabajos de ficción y de no ficción ha descrito y transcripto las ceremonias y experiencias asociadas con ser mujer, o canadiense, o escritora… o las tres cosas. Y como sucede con muchos practicantes de la política de la identidad, literaria o de otra clase, mientras que un lado de su pancarta exclama desafiante “¡Nosotros somos!”, el otro lado, igual de desafiante, advierte: “No nos agrupes”. En La novia ladrona, Atwood ha reunido (no agrupado) a cuatro personajes femeninos muy diferentes.

Probablemente el tema de las mujeres sea el que ha dominado de forma más completa las novelas de Atwood (aunque donde dice “mujeres”, podemos también leer “una variedad de personas en general”). Que las mujeres son individuos, difíciles de encasillar, una hermandad heterogénea e incómoda; que el feminismo es con frecuencia un trabajo penoso y esforzado, saboteado tanto desde adentro como desde afuera; que en la guerra entre los sexos hay colaboradores tanto como enemigos, espías, refugiados, espectadores y objetores de consciencia: todo esto ha sido brillantemente dramatizado en el trabajo de Atwood.

Las crueles juventudes de las chicas de Toronto descritas en sus novelas Doña Oráculo y Ojo de gato, repletas de madres insensibles y muchachas sádicas, son, a su modo, distopías feministas similares a la América del Norte totalitaria de su trabajo más conocido, la novela futurista El cuento de la criada. Para recuperar la humanidad de su representación cultural, parece sugerir la escritura de Atwood, las mujeres deben observar a las mujeres de forma discreta y no sentimental. Con demasiada frecuencia, los hombres están en el poder, o en el amor, o en la oscuridad, o en la casa del perro, o en la niebla. Entonces Atwood, atenta, mira. Y las mujeres que ve están deformadas por su propia simpatía o entregadas a las travesuras, la ensoñación o el descuido. En una sociedad sexista improvisan una vida de forma sumisa pero creativa. O si no, se lanzan para arrebatar. Algunas se esfuerzan. Algunas gritan. Algunas se esconden, algunas marchan, algunas beben, algunas dicen mentiras piadosas. Algunas muerden el polvo, la bala, la mano que les da de comer. Algunas mandan en el gallinero. Algunas cuentan sus pollos antes de que rompan el cascarón. ¡Dios, qué colorido tapiz de mujeres ha hilado el mundo!

Que esto sea algo novedoso en cualquier sentido nos habla de la subestimación y el pensamiento cerrado de ese mundo. En una reciente introducción a la antología Women Writers at Work publicada por Paris Review, Atwood señaló que los editores eligieron reunir a quince escritoras diversas, “por sobre lo que en algunos casos sería, sin duda, sus cadáveres”. Más adelante escribe: “A los editores les preguntaron: ‘¿Por qué no una reunión de escritoras?’. Bueno, por qué no: eso no es exactamente lo mismo que por qué”.

En La novia ladrona conocemos a tres amigas de la universidad –Tony, Charis y Roz– y su némesis común y compañera de clase, la hermosa y malvada Zenia. En esta novela los hombres aparecen solo en el margen. En este juego, son la apuesta, las fichas, pero no los jugadores, ni siquiera las cartas. Los hombres son marginales, simbólicos. Como textos son malos, menores, obvios, predecibles. Es en las mujeres que la señora Atwood está interesada. Quiere un desafío. Quiere divertirse. Como en las historias de hadas que piden las hijas de Roz, quiere mujeres en todas partes.

“¿A quién quieres que mate [la novia ladrona]?”, pregunta Tony, la narradora del cuento que es una narración revisada de los hermanos Grimm. “¿Víctimas mujeres o víctimas hombres? ¿O quizás una mezcla?”.

Las chicas “se mantienen fieles a sus principios, no se echan atrás. Eligen mujeres para todos los papeles”.

Tony es Antoinette Fremont, historiadora de la guerra y profesora en una universidad de Toronto. Investiga y enseña la historia de la guerra mientras la Operación Tormenta del Desierto avanza en el exterior. En su oficina, usando granos de pimienta, lentejas y piezas del juego Monopoly para los diferentes ejércitos, arma dioramas de antiguas batallas francesas. Se siente más feliz “en compañía de personas que murieron hace mucho tiempo”. Su amiga Charis le dice que ese interés en la guerra es “negativo” y “cancerígeno”. Una de sus colegas de la universidad le dice que al no hacer hincapié en la historia social Tony está “decepcionando a las mujeres”. El Departamento de Historia, piensa Tony, es “como una corte del Renacimiento: rumores, bandos, traiciones mezquinas, resentimientos y broncas”.

La “fortificación” de Tony es su casa, donde vive y estudia, sin hijos salvo por West, su esposo. Para Tony “la guerra está acá. No se irá pronto… Lo personal no es político, piensa Tony: lo personal es militar. La guerra es lo que sucede cuando el lenguaje falla”. Además, las guerras tienen su lado positivo: mientras tienen lugar, caen los índices de suicidio.

El punto de vista de Tony empieza y termina la novela. Al darle un lugar estratégico a su personaje, Atwood anuncia y refuerza sus temas y metáforas: que las víctimas vienen en todas las formas; que no es posible ser más listo que el mal; que combatir el fuego con fuego puede tener, para los observadores, su atractivo artístico e intelectual.

Atwood trenza los puntos de vista de otros dos personajes en la narración. Uno pertenece a Charis, que está medio destruida pero es vidente. Charis es una mujer de la tierra New Age que en la década de 1960 “atravesó, a la deriva, sus años universitarios como si caminara por un aeropuerto”. Charis cree en los ejercicios de respiración y los tés y los jugos. Cree que uno puede negarse a participar de ciertas emociones.

–Me gustan las hamburguesas pero no las como –dice.

–Las hamburguesas no son una emoción –dice Roz.

–Sí, lo son –dice Charis.

El otro punto de vista es el de Roz, la editora fundadora de Wise Women World, una exitosa revista femenina que no ha perdido su consciencia social por completo. Roz se asegura de que la revista, aunque sea con poca energía, done generosamente a caridades: “Corazones, Pulmones e Hígados, Ojos, Oídos y Riñones”.

Roz, nos dice Atwood, “tiene su propia lista. Sigue trabajando con mujeres golpeadas, con víctimas de violación, sigue con las madres sin techo. ¿Cuánta compasión es suficiente? Ella nunca lo supo y hay que trazar el límite en alguna parte, pero todavía sigue con las abuelas abandonadas. Aunque ya no va a las cenas de gala”.

Escandalosa e irreverente, durante su matrimonio, Roz fue también indulgente, vigilante y sabia. Inspeccionaba a su esposo mujeriego “en busca de manchas de óxido, como se hace con un auto”. Tenía la esperanza de que si empezaba a quedarse calvo “no hiciera que le trasplantaran la axila a la parte superior de la cabeza”. Roz ve los problemas de su vida principalmente como problemas narrativos. Juntos, ella y su terapeuta intentan “averiguar en qué historia se encuentra inmersa”. Si lo logran, pueden volver a recorrer sus pasos y cambiar el final”. Aunque quizás las historias de hadas estén bien, piensa: “No importa lo que hagas, siempre alguien se enoja”.

Además de haber estudiado juntas, estas tres chicas tienen una cosa en común: han perdido hombres, espíritu, dinero y tiempo con su antigua conocida de la universidad, Zenia. En diferentes momentos y con diversos disfraces emocionales, Zenia ha logrado entrar en sus vidas y prácticamente demolerlas. Hermosa y encantadora, Zenia es de una misoginia grotesca: seductora incansable, brutal, patológicamente deshonesta. Su pasado es ficticio y poco claro: de forma alternada se hace pasar por la hija huérfana de rusos blancos, gitanos rumanos o judíos berlineses. A veces, está en bancarrota. A veces, está muriendo de cáncer. A veces, es una periodista que investiga y otras veces una espía independiente, parte de una operación de espionaje internacional. Para Tony, que casi perdió a su esposo y puso en riesgo su carrera académica, Zenia es un “comando enemigo acechante”. Para Roz, que sí perdió a su marido y casi pierde su revista, Zenia es “una perra fría y traicionera”. Para Charis, que perdió a un novio, litros de jugo de vegetales y algunos pollos que tenía de mascotas, es una especie de zombi, quizás “desalmada”: “Tiene que haber gente así dando vueltas, porque hoy hay más humanos vivos sobre la Tierra de los que vivieron en su totalidad desde que empezó la humanidad, y si las almas se reciclan, entonces debe haber gente viva en la actualidad que no recibió ninguna, algo así como el juego de las sillas”.

Sin embargo, curiosamente, a pesar de toda su maldad inescrutable, Zenia es lo que hace avanzar este libro: es imposible, fantásticamente, mala. Es puro teatro, pura trama. Es Ricardo III con implantes de senos. Es Yago con minifalda. Manipula y explota todas las vanidades y cicatrices de infancia de sus amigas (heridas dejadas por madres negligentes, un tío abusivo, padres ausentes); Zenia se mete en la intimidad de las personas y en sus vidas cómodas, y luego empieza a blandir una piqueta. Moviliza todo el taimado arte para seducir que ya fue capaz de utilizar con los hombres y lo dirige también hacia las mujeres. Zenia es una enfermedad autoinmune. Es viral, mutante, oportunista (la narración la analiza en relación al SIDA, la salmonela y las verrugas). Es una “come-hombres” desbocada. Roz piensa: “Las mujeres no quieren que todos los hombres sean devorados por las come-hombres: quieren que queden algunos así ellas también pueden comer un poco”.

Sin embargo, todo lo que pasa, pasa gracias a Zenia, entonces el lector se interesa y espera a ver qué hará. (Cuando parece haber muerto, Zenia, como una especie de Rasputín, revive. ¿Qué más?). El hecho de que nunca la descifremos o entendamos la extremidad misteriosa, caricaturesca, de su patología o, al menos, por un minuto, comprendamos su punto de vista, es decepcionante. Pues, como Yago o Ricardo III, no es una idiota. Y rodeada de tetas y bobos, o incluso de urbanidad rutinaria, puede darse un banquete digno de un tiburón. Pero Zenia nunca tiene su propia aria o soliloquio, no realmente; permanece desconocida, sin resolver.

Quizás Atwood tenía la intención de que Zenia, al final, fuera un símbolo de todo lo que es inexplicablemente malvado: la guerra, la enfermedad, las catástrofes globales. Zenia no tiene voz propia: es solamente una reelaboración loca de las voces de todos los demás. Pero una historia que de otra forma podría ser fantástica, sufre a causa de esta particular incertidumbre; una historia que solo se resuelve en una suerte de revoltijo narrativo. En su ritmo y puesta en escena la conclusión de Atwood es torpe, errática, descabellada… aunque, por cierto, también entretenida. Los finales de sus novelas siempre parecieron dejarla perpleja y derrotada, y en La novia ladrona, se rinde conscientemente: “Todo final es arbitrario”, escribe de forma un poco débil, “porque el final es donde escribes FIN”.

De todas maneras, La novia ladrona es tan inteligente como todo lo que Atwood ha escrito, y ella es siempre inteligente. (En el cuento de los Hermanos Grimm “La novia del bandolero”, la aguda heroína se salva al narrar un sueño, una historia, una ficción que contiene la verdad). En La novia ladrona, Atwood evitó las listas etimológicas de detalles recolectados que fueron centrales en su última novela, Ojo de gato, pero conserva su don para la observación poética de las pequeñas especificidades de las vidas físicas y emocionales de sus personajes. Un traje de cuero negro hace que Tony “luzca como un puesto de sombreros italianos”. Las luces de neón de Toronto “emiten un brillo, como un parque de diversiones o algo incendiándose de forma segura”.

Es más, la novela abre con la que quizás sea la imagen más elocuente y prototípica de una mujer a finales del siglo XX (¡a pesar de la gran variedad que existe!): una trabajadora (Tony), temprano por la mañana, en pantuflas y con camisón, corre frenéticamente tras un camión de la basura con una bolsa de plástico en la mano, porque su esposo (ineficiente y luego arrepentido), “tiene que sacar la basura, pero se olvida”.

(1993)

A ver qué se puede hacer

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