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DÍA DE LAS ELECCIONES DE 1992: VOTANTES EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS

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¿Es demasiado tarde para notar que los tres candidatos son zurdos? Este hecho dejó, para decirlo de alguna forma, una impresión inquietante. No debido a los diversos prejuicios arcaicos contra los zurdos: que son siniestros, como la palabra italiana (sinistra), o torpes, como la francesa (gauche), o que tienen un cerebro organizado en el misterio y la improvisación.

No, fue inquietante, sobre todo, porque al observar a los candidatos daba la impresión de estar viendo un reflejo, como si todo estuviera teniendo lugar del otro lado de un espejo. Y ese aire a Lewis Carroll era enervante, en particular por la gente involucrada.

Supongo que lo que quiero decir es que el pueblo estadounidense (una frase que espero no volver a escuchar nunca más, pero la dije, y sin ese típico acento sureño que arrastra las palabras, el gangoseo texano o la mofa de Camp David). El pueblo estadounidense, tan veleidoso e indiferente. ¿Qué quiere? Mientras lo observé ser cortejado todos estos meses, se me ocurrió que los candidatos eran realmente pretendientes, que tenían estilos de cortejo: actitudes y trucos.

Intentaban conseguir una cita –el 3 de noviembre– con el pueblo estadounidense. Bill Clinton era el hombre salido de un aguafuerte, el tipo de mirada entrañable pero universitaria, la boca enroscada, tanto calor en la cara y tanta agitación impaciente dentro del traje, que parecía que la ropa iba a salírsele volando. En su casa había discos de jazz y obras de arte. “Es el momento de un cambio”, dijo, y miró a su alrededor.

Ross Perot vino directo a la puerta y tocó el timbre. “Estoy loco por ti. No tengo nada más para decirte”. El pueblo estadounidense notó el adjetivo, pero estaba encantado. Cuando Perot se fue de la ciudad para asistir a la boda de un pariente, el pueblo estadounidense se sonó la nariz y empezó a ver a otros hombres. Cuando dos meses más tarde apareció nuevamente en la oficina del pueblo estadounidense, este llamó al 911. (Por supuesto, marcó mal y lo conectaron con el 411: información, comerciales informativos).

George Bush prometió seguridad: “No beberé y conduciré, no como ya saben quién”. Pero el baúl de su auto estaba cerrado con llave: ¿drogas panameñas?, ¿recibos de depósitos de bancos iraquíes?, ¿ejemplares de Hamlet?, ¿de Ricardo II?

Fue doloroso verlos en Richmond negociar sobre las banquetas que ocuparían. Los asientos informales de este segundo debate imitaban los de un talk show diurno –como los de Oprah Winfrey y Phil Donahue–, y esta puesta en escena parecía serle particularmente incómoda al presidente Bush, el soltero número uno.

El haber robado ese formato vulgar para un debate era casi como una decapitación, y Bush parecía saberlo. Llegó anestesiado. Tenía demasiado orgullo como para coquetear. Tiró la toalla y saludó a su esposa en el público. ¡Hola, cariño! Seguía intentando descubrir cómo había hecho Ronald Reagan para zafar sin hacer nada salvo estar sentado ahí; cuando él, Bush, quiso hacer lo mismo, lo descubrieron. ¡Es muy injusto! ¡Hola, cariño!

Clinton permaneció a horcajadas de su propia banqueta pero luego se levantó como un cantante de baladas cuando fue su turno, micrófono en mano, brindándose a cada una de las personas que hicieron preguntas al estilo de Garland o Piaf. Mezcla entre trago de cóctel dulce y bloc tamaño oficio, habló del deseo y su difícil matemática.

Perot, mientras tanto, usó su banqueta como un zapato de elevación y parecía divertirse con su nueva estatura. Logró armar un chiste recurrente con el presidente. Se divirtió. Diablos, mira lo que estaba haciendo: ¡se estaba candidateando para presidente!

Pero todo esto tenía lugar del otro lado del espejo. En algún otro mundo. El mundo de Lewis Carroll. ¿O no?

¿Es este, el más largo y espantoso de los cortejos –la adulación televisada, los malos dulces, el estilo de cabello cambiante–, el futuro de las campañas presidenciales? Me recuerda el comentario que hizo una vez una transexual que antes había sido travesti: “Cuando era travesti, vestirme de esta forma era divertido. Pero ahora que soy mujer es realmente tedioso”.

En el mundo de Lewis Carroll, lo extraño y lo vano son leyes de la física: las sonrisas cuelgan del aire. Las tortas dicen CÓMEME, escrito hermosamente con grosellas. Las tortugas cantan sobre su propia sopa. Pero luego de la elección, quien sea presidente tendrá que pasar por la densa niebla plateada del espejo, hacia nuestro lado, el lado del pueblo estadounidense, el lado real de la sala.

(1992)

A ver qué se puede hacer

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