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MAO II, DE DON DELILLO

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Si los terroristas han tomado el control de la narrativa del mundo, si han capturado la imaginación histórica, ¿se han vuelto, en efecto, los nuevos novelistas? ¿Para tener influencia sobre la mente humana han desplazado una literatura precariamente emplazada? ¿Son los escritores –a quienes les falta una fe más grande por no decir más letal– los nuevos rehenes? “¿Es posible la historia? ¿Hay alguien que sea serio?”. Estas son algunas de las preguntas postuladas por Mao II, la nueva novela de Don DeLillo, quien con libros como Jugadores, Ruido de fondo y Libra ha demostrado que nadie puede igualar su habilidad para hacer que Estados Unidos, el mal sueño de Estados Unidos, hable a través de su pluma.

Mao II toma su título de uno de los famosos retratos hechos por Andy Warhol de Mao Zedong. Para DeLillo, los Warhols son más que chinoiserie paródica: estos retratos anticipan la imagen televisada del momento en que el retrato estatal oficial de Mao es desfigurado con pintura roja en la Puerta de Tiananmén. En Mao II, los retratos de Warhol se unen a las ideas del totalitarismo y la creación de imágenes, y llevan a especular sobre la forma en que la fama es transformada en una máscara mortuoria, en cómo un retrato puede congelar la mente detrás del rostro. De forma bastante adecuada, la novela empieza y termina con una boda, esa ocasión tan estereotípicamente fotografiada. Y sin embargo, mientras este final crea una comedia palindrómica, se trata de unas nupcias anticómicas, apocalípticas.

No es que Mao II no ensaye cada tanto un chiste. Como en gran parte de la obra de DeLillo, la novela posee un arco discursivo, y su movimiento narrativo de idea seria a idea seria es rigurosamente desprolijo, como el movimiento asociativo del cerebro mismo. Pero como la historia sobre un escritor solitario, escrita por un escritor solitario, tiene sentido del humor. Al comienzo de la novela, un demente de la calle, “sucio, con el pelo largo, saliva seca en la barba, antiguos moretones en la frente, ahora suavizados y desmenuzándose”, irrumpe en una librería: “Estoy aquí para firmar mis libros”, le dice al guardia de seguridad. Más adelante, cuando el protagonista, un novelista llamado Bill Gray, charla con un simpatizante del terrorismo maoísta, la tensa conversación da un giro inesperado: “Hay algo que quería preguntar la otra noche en la cena”, dice el otro hombre, “¿usted usa un procesador de texto?”.

Pero sobre todo, como podría esperarse de DeLillo, esta es una historia oscura que se concentra en el escritor Bill Gray y en los diferentes personajes que rodean su vida en un momento en que Gray está particularmente cansado de su aislamiento bien custodiado. De hecho, ese aislamiento se ha vuelto una suerte de cautiverio; y, de alguna forma, el escritor está buscando un cambio de guardia. Entonces Gray huye de los confines de su casa de campo para visitar a un amigo en una editorial de Nueva York y después acepta viajar a Londres para leer en nombre de un poeta prisionero en Beirut. Sin embargo, cuando llega a Londres, la lectura ha sido pospuesta a causa de una amenaza de bomba, y Gray se traslada ineludiblemente hacia Medio Oriente (vía Atenas y Chipre), y de alguna forma se incluye en el destino del poeta rehén que, en un acto de hermandad profesional pero también de misterio espiritual, Gray insiste en intentar impedir o compartir… o quizás quiera apropiarse de ese destino. En esa competencia entre el arte y la vida, este es un escenario que refleja y al mismo tiempo es el “colapso maestro” del que habla el último libro de Gray.

Las personas presentes en la vida de Gray en este momento crítico incluyen a Scott, un fan compulsivo y maníaco que lo rastreó y se ofreció como asistente. Scott ha reforzado la soledad de Gray, ha administrado su carrera y ha dirigido su vida. También está la amante de Scott, la delgaducha Karen (que, a veces, también es la amante de Gray), una exseguidora de la secta del reverendo Sun Myung Moon, con una vena visionaria que le permite ver lo que los otros no ven y hablar con un mimetismo espeluznante de lo que los otros hablan. Y está Brita, la fotógrafa literaria, cuyos retratos de Gray, según creen ella y el mismo Gray por un breve lapso, lo ayudarán a salir al mundo de los vivos. Pero no pasará mucho tiempo hasta que deje de fotografiar escritores y se dedique a los que producen las verdaderas noticias: los terroristas.

DeLillo escribió antes sobre terroristas, en la novela Jugadores, de 1977, pero en Mao II hay algo más dando vueltas: la terrible experiencia de Salman Rushdie. DeLillo comparte editor con Rushdie, y en Mao II la editorial neoyorquina que visita Gray tiene guardias de seguridad y revisa a los visitantes. La idea de un escritor tomado como rehén es comprensiblemente tan traumática para DeLillo que ha utilizado su narrativa para elaborar variaciones sobre el tema: el poeta con los ojos vendados en un sótano de Beirut; el novelista eremita y profesionalmente paralizado en un estudio en el estado de Nueva York. Y, en caso de que este par parezca apenas una metáfora melodramática, DeLillo, con una especie de insistencia, hace que sus vidas se crucen. Esto realmente puede pasar, parece estar diciendo. Busquen un escritor y encontrarán a un terrorista. Y a un rehén. Esta es la nueva dialéctica literaria. También son las noticias de la tarde.

Ninguna prosa es mejor que la de DeLillo. “Soy un fabricante de oraciones. Como un fabricante de donas, solo que más lento”, dice Bill Gray. La descripción que hace DeLillo del rostro de un escritor a través del visor de una cámara se vuelve un poema completo con sus propias leyes: “Ella lo vio deponer su mirada nítida y transformarla en un temor de ojos brillantes que parecía emerger como desde el túnel de la infancia. Tenía la fortaleza de la última plegaria. Ella trabajó para llegar a esa mirada. El rostro exhausto y laxo se volvía plano, blanco y negro, los labios partidos y las cejas anchas, líneas de la edad que articulaban la barbilla, antiguos remordimientos y antiguas confusiones”.

La novela está también repleta de fragmentos que exhiben el gran talento del autor con una escena y múltiples puntos de vista. Está, por ejemplo, la apertura orwelliana: una boda en masa de trece mil personas en un estadio de los Yankees. “Es como si hubieran diseñado este evento para que sea el máximo grado de vergüenza para los parientes”, dice uno de los “padres carnales”, mientras revisa en vano los velos de las novias en busca de su hija. “Cómo odian nuestra voluntad de trabajar y luchar”, piensa Karen, la hija que el padre busca. “Quieren mandarnos de vuelta al país del césped”.

Hacia el final de la novela, DeLillo hace que Bill Gray (que ha sufrido lesiones internas a causa de un accidente en Atenas en el que el conductor huyó) se siente en un restaurante de Chipre para tener una conversación banal, ingeniosa y codificada con un turista británico. Nos entrega el retrato del artista como un Mercucio agonizante y algunos de los mejores diálogos del libro: lenguaje que suena más como discurso hablado que escrito. Con frecuencia, en la compleja orquestación de sus ideas, DeLillo hace que sus personajes nombren y canten todas sus canciones por él; los hace hablar en deslumbrantes bloques de ensayo autoral como si hubieran sido creados por alguien a quien ya no le importa cómo habla la gente en realidad. Aquí, en cambio, en esta amarga escena de restaurante, todo –la tensión, el tono, el diálogo– está exactamente bien.

Entre la miríada de otras cosas para admirar en Mao II está la forma en que DeLillo captura la porción representativa de una ciudad, su habilidad para reproducir inefables ritmos urbanos, sus deslumbrantes evocaciones de vistas y olores. Tiene un ojo perceptivo y satírico que nota los detalles inesperados, como “las uñas del pie color sepia de Gray” o “el libro del cáncer para colorear”, en el bolsillo lateral de la puerta de un auto.

Efectivamente, Mao II regresa una y otra vez a la idea mayor de la imagen: su uso como un puente entre lo público y lo privado, su integridad dudosa, su política santurrona. Una boda en masa, una sesión de fotos con un escritor, una revolución internacional, todos intentos de una eliminación del yo a través de la replicación en imágenes del yo. Visto de esta forma, la imaginería es una especie de cementerio, un depósito del residuo proliferante de la vida. (“La habitación lo vació de añoranzas”, escribe DeLillo del poeta rehén en esa celda de un sótano. “Fue dejado con las imágenes”). En el sistema metafórico de DeLillo, el yo representado y multiplicado equivale a la muerte: un ejército es lo opuesto a una persona. La semejanza es la tela del adiós. Solo la anárquica Beirut parece haber “consumido todas sus propias representaciones”; Gray tiene problemas incluso para encontrar un mapa del lugar.

Si con Mao II uno se emociona menos de lo que se involucra y se impresiona con frecuencia, eso es algo a negociar con un libro de DeLillo, quien pocas veces es un escritor emotivo. Sin embargo, es posible que el lector se encuentre esperando al menos un poco de algo parecido al sentimiento y la fuerza de, por ejemplo, el monólogo de Marguerite Oswald en el capítulo final de Libra, o incluso el frío humor negro de Ruido de fondo, que logró tantos mareos sostenidos y enlutados.

De todas formas, dentro de sus propios parámetros, dentro de los límites de su propio discurso paradójico, el nuevo libro de DeLillo triunfa de forma tan brillante como sus libros anteriores. Pensemos en los refranes mismos de la novela: el recuerdo de Gray de un chiste familiar que consiste en repetir las instrucciones en la sección de sombreros del catálogo de Sears: “Mídase la cabeza antes de pedir” y el canto devoto de un mendigo ignorado: “Todavía te amo. Déjame un poco de cambio… Todavía te amo”.

(1991)

A ver qué se puede hacer

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