Читать книгу A ver qué se puede hacer - Lorrie Moore - Страница 18
SOBRE ESCRIBIR
ОглавлениеHace poco recibí una carta de un conocido en la que me decía: “A propósito, he estado siguiendo y disfrutando tu trabajo. Está mejorando: se vuelve cada vez más profundo y más enfermo”.
Como la carta estaba escrita a mano, me convencí mí misma, durante una parte del día, de que quizás la última palabra fuera entero. Pero después tomé nuevamente la carta y había una f, había una m. No había manera de negarlo. A pesar de que la negación había sido una de mis tendencias en los últimos tiempos. Recientemente me había convencido a mí misma de que una nota enviada por un exnovio (como respuesta a mi anuncio de que me había casado) decía: “Los mejores deseos para Oz”. Consideré la frase una expresión de amargura de parte de mi exnovio, un lapsus malicioso, una visión negativa del matrimonio por parte de un hombre, y sentí una gran satisfacción. Los mejores deseos para Oz. Muérete de envidia, pensé. Tuviste tu oportunidad. Llórame un río. Más adelante, una amiga, mirando la nota, me señaló: Mira, esto no es una o. Es un 9, ¿ves la cola? Y esta no es una z. Es un 2. Aquí dice 92. “Los mejores deseos para el 92”. No había sido ninguna amargura críptica… solo un saludo indiferente de año nuevo. ¡Qué poco satisfactorio!
Entonces, esta vez, cuando miré el más profundo y más entero, sabía que tenía que ser cuidadosa de no leer mal según mis propios deseos. Finalmente, la frase no era más profundo y más entero, era más profundo y más enfermo. Mi trabajo era más profundo y más enfermo.
¿Qué significaba más enfermo, y por qué, o cómo, un adjetivo así podía aplicarse de forma amistosa? No estaba segura. Pero me hizo pensar en lo que yo había supuesto que se suponía que era la ficción, lo que se suponía que era el arte, lo que se suponía que los artistas y escritores hacían, y si eso podía incluir quizás algunas estéticas de la enfermedad.
Creo que es algo común que los escritores en actividad se queden un poco en blanco cuando se hacen a sí mismos preguntas demasiado fundamentales sobre lo que están haciendo. Esto tiene que ver, en parte, con la pérdida de perspectiva que tiene lugar cuando se está tan inmerso en algo. Y, en parte, tiene que ver con simplemente no tener idea. Obviamente, esta es la maldición de las solicitudes de beca llamada “la descripción del proyecto” (describa en detalle el libro que escribirá), donde se te pide que sepas lo incognoscible, y si no lo sabes, que de todas formas lo digas por dinero. Que un organismo que otorga becas confíe en la descripción específica y detallada de un escritor de ficción parece dulcemente ingenuo (aunque a los escritores de ficción se les permite presentar sus propios formularios de impuestos, escribirles a sus propios padres, firmar sus propios cheques, criar a sus propios hijos): entonces este es un mundo tolerante y generoso, o al menos inocente cuando puede.
Lo que hacen los escritores es una labor concienzuda: tenaz y especializada. Eso en cuanto a lo que podemos saber. También es algo misterioso. Y el misterio involucrado en el acto de crear una narración está adherido a los misterios de la vida misma y a su creación: el hecho de que existamos; que haya algo en lugar de nada. Aunque me pregunto si suena ridículo decir algo así en los tiempos que corren. Nadie que alguna vez haya vuelto a mirar un libro escrito por él o por ella solo para encontrar la cosa ajena y alienante, irrecordable, podrá jamás negar su condición de misterioso. Es inevitable pensar que de alguna forma esa sorpresa refleja la senilidad rígida de dios mismo, o misma; pero, tal vez sea esa extraña pareja de egoísmo y humildad de los artistas lo que los arroja una y otra vez a este cliché creacional: que somos el sueño de Dios. Los personajes de Dios: que la ficción literaria es una compulsión divina que nos ha sido legada; un eco, una reducción, pero algo que debemos hacer para imitar, quizás para honrar, esa creación original, y que debemos hacer sabiendo que somos endebles, gaseosos… aunque también conmovedores y divertidos. En términos más científicos, la compulsión a leer y escribir –y estoy segura de que es una compulsión– es una forma de circuito mental que la especie ha seleccionado, a lo largo del tiempo, mientras el período de vida aumenta, para mantenernos interesados en nosotros mismos.
Pues es crucial como especie mantenernos interesados en nosotros mismos. Cuando ese interés desaparezca, daremos un paso al vacío, nos endureceremos como rocas, explotaremos y desapareceremos. El arte nos ha sido dado para mantenernos interesados y comprometidos –antes que distraídos por el materialismo o saciados por el aburrimiento–, de forma que podamos apegarnos a esta vida, una vida que de otra manera podría ser insoportable.
Entonces, quizás, sea esa compulsión a mantenernos interesados en nosotros mismos lo que haga que el trabajo parezca, bueno, un poco enfermo. (Está bien, no leeré enfermo por entero, pero al menos leeré enfermo como algo que está bien). Sin duda, gran parte del arte se origina y se ubica en los márgenes, es decir, en los contornos del ser humano, como una forma de localizar y definir ese ser. Y ciertamente el arte, y la vida del artista, requieren una cantidad considerable de falta de vergüenza. La ruta hacia la verdad y la belleza es una ruta con peaje: fea y engañosa en sí misma y consigo misma.
¿Pero los impulsos hacia esa travesía son patológicos?
Hice el inventario de mi propia vida.
Ciertamente de niña hice cosas que ahora parecen señales de que me dirigía a una vida que no era del todo normal; una vida, quizás, “artística”. Separaba cosas: los dijes de los brazaletes, los moños de los vestidos. Era un tiempo (los comienzos de los sesenta, que en realidad fueron una extensión de los cincuenta) en que los vestidos de las niñas estaban muy decorados: apliques mal cosidos, pequeñas bayas de plástico, flores de encaje, moños de satén. Me gustaba quitarlos, y luego solía pegarlos en otro lado, una manga o un mitón. Ya en ese momento me gustaba recontextualizar: uno de los síntomas. Otras veces, solo juntaba estas pequeñas cosas y jugaba con ellas; las guardaba en un cuenco de madera o en un cajón de la cómoda en mi cuarto. Que mis vestidos hubieran sido desnudados, vueltos más prosaicos, no me importaba. Yo tenía una provisión de juguetes en un cuenco. Había empezado una vida secreta. Una cosecha secreta. Había empezado, quizás, una suerte de vida literaria: iba a seguir sembrando el caos en mi guardarropas, pero –¡ay!– siempre hay un precio que pagar. Me había transformado en una acaparadora que coleccionaba objetos brillantes. Era un estornino al revés: cuidaba un nido de huevos reunidos de diferentes lugares.
Cuando fui un poco mayor, digamos once o doce, solía sentarme en mi cama con un bloc de dibujo, y escuchaba las canciones de la radio. Cada canción duraba tres o cuatro minutos, y durante ese tiempo, dibujaba la canción: solía dibujar el personaje que yo me imaginaba que estaba cantando y el escenario en el que estaba. Normalmente había muchas olas y gaviotas, muelles y frentes costeros. Yo vivía en las montañas, lejos del océano, pero una niñera que había tenido a los nueve años me había enseñado a dibujar faros, entonces ponía un faro en cualquier parte que pudiera. Cuando terminaba una canción, daba vuelta la hoja y dibujaba la siguiente, y así llenaba cuadernos. Estaba obsesionada con las canciones –con las canciones y las cartas, tenía una amiga por correspondencia en Canadá–, y muchas veces pienso que es eso lo que luego intenté encontrar en la literatura: el sentimiento de una canción; la voz amistosa e íntima de una carta, pero sobre todo la cadencia y el sentimiento de una canción. Cuando un texto en prosa alcanzaba ritmos más antiguos, más familiares y más duraderos que él mismo, por un momento, parecía pertenecer a la naturaleza, o, al menos al mundo de la música, y era entonces que me parecía “artístico” y bueno.
Mostré otros signos de una vida enferma: un enamoramiento extraño y elaborado en Bill Bixby, una creencia en un hada madrina, una pequeña labor periodística en la que mi hermano y yo nos embarcamos, la revista El hombre loco, que consistía en artículos inventados que escribíamos en papel rayado sobre personas locas, especialmente personas locas que vivían en casas encantadas. Después uníamos las hojas con un moño y se las vendíamos a miembros de la familia por diez centavos. Pero era una vida imaginaria.
Cuando crecí, supongo que hubo otros signos de enfermedad. Me gustaba más escuchar hablar de fiestas que asistir a ellas. Me gustaba llamar a una amiga al día siguiente y escuchar lo que me contaba. Quería chismes, narraciones de tercera mano. Mis lecturas eran dispersas, aleatorias, asistemáticas. No era una de esas lindas adolescentes que pasaban sus veranos leyendo todo Jane Austen. Mis libros preferidos eran El gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald y Tan buenos amigos de Lois Gould. Más adelante como tantas (de las “atribuladas”) descubrí a las Brontë. Se entra en estos libros realmente grandes, realmente incómodos, como en un sueño febril; de hecho, los sueños afiebrados figuran prominentemente en ellos. Son libros situados en la enfermedad, a la que no le tienen miedo. Y eso es lo que los hacía tan maravillosos para mí. Estaban en el medio de algo desorganizado. Pero no parecían ajenos en lo más mínimo. De hecho, pocas cosas escritas por mujeres me parecían ajenas. Los libros de mujeres eran como grandes amigas, un alivio. Aparecían en el jardín de adelante y saludaban con la mano. Para llegar a los libros de hombres, había que caminar una cierta distancia, recorrer un trayecto, aunque como lectoras, las chicas, estábamos bien entrenadas para la caminata y no aprendimos a estar molestas y sentir recelo hasta más tarde. Un libro escrito por una mujer, un libro que empezó cerca, en el pórtico del corazón, era un regalo, una alegría, y finalmente, pienso que esa es la razón por la que las mujeres que se transformaron en escritoras lo hicieron: para crear más libros en el mundo escritos por mujeres, para darse a sí mismas más cosas para leer.
Cuando empecé a escribir, solía sentirme mal por los hombres, especialmente por los hombres blancos, pues daba la impresión de que las razones por las que ellos se volvían escritores no estaban tan claras, ni eran tan convincentes, o había que buscarlas o incluso inventarles una excusa. A pesar de que su, comillas, tradición, era más celebrada y estaba más disponible, también estaba más llena. Era indignante. Un escritor joven, ¿qué aporte pensaba que estaba haciendo? Como mujer, yo nunca sentí eso. Parecía haber algunas luces de guía (a mí, por supuesto, siempre me gustaron las más dementes: Sexton, Plath, McCullers), pero eso era todo. Admiración y entusiasmo y una sensación de escasez: la inspiración sin la ansiedad de la influencia.
Ahora me siento un poco menos así, en parte porque sé que la lucha principal de todos los escritores es con la danza y las limitaciones del lenguaje: ser digno de su textura, pero hacerlo sin miedo. Se debe arrojar todo lo que se es al lenguaje, como un árbol de Navidad arrojado a una piscina. Se debe escuchar y avanzar, oración por oración, oyendo lo que sigue en la propia historia: y eso puede ser un poco enloquecedor. Puede ser como intentar entender un susurro en idioma extranjero: ¿dijo je t’adore o shut de door?
Hacer que el lenguaje cante mientras funciona es una tarea que está más allá del género. Cuántas veces he intentado sacar de mi propia narración la frase Y de repente, como si el falso drama de esas tres palabras pudiera despertar una historia. Normalmente, eso es lo que me advierte que estoy escribiendo mal; el empezar cada oración de esa forma: Y de repente fue a la tienda. Y de repente la tienda era tabique. Y de repente había estado dormida por ocho horas. El escritor se casa con el lenguaje, decía Auden, y de este matrimonio nace la escritura. ¿Y qué pasa si el lenguaje parece inadecuado, tímido, recalcitrante, temeroso? Suelo recordar el poema de Albert Goldbarth, “Alien Tongue”, en el que el poeta piensa melancólica, adúlteramente en una lengua imaginada que tiene tantas categorías que llega a la finura de tener un tiempo que significa “habría, si hubiera sido mi mellizo”. ¡Qué exquisita herramienta de precisión sería un tiempo así para un escritor! Podrían agregárseles cuartos enteros a las escenas: párrafos enteros a las páginas; libros a los libros; segundas partes donde al principio no había segundas partes… Pero después, George Eliot nos recuerda que la producción literaria excesiva es una ofensa social. En lo que al lenguaje respecta, tenemos que vivir contentos y descontentos con el propio, haciéndole hacer lo que puede, y también, un poquito de lo que no puede. Y esta contradicción nos lleva, supongo, a una estética improvisada de la enfermedad.
Escribir es al mismo tiempo la excursión hacia adentro y hacia afuera de la propia vida. Esta es una paradoja de la vida artística que marea. Es algo que, como el amor, te saca de forma dolorosa y deliciosa de los contornos ordinarios de la existencia. Y esto se une a otra paradoja que marea: la vida es un regalo maravilloso, hilarante y bendito, y es también intolerable. Incluso en la vida más afortunada, por ejemplo, uno ama a alguien y luego esa persona se muere. Esto no es aceptable. ¡Esta es una falla de diseño importante! Por no hablar de las vidas realmente calamitosas del mundo. En un movimiento hacia el exterior, la imaginación existe para consolarnos con todo aquello que es interesante; no sustraer sino agregarles algo a nuestras vidas. Me recuerda a una escuela primara italiana progresista sobre la que leí una vez donde las aulas tenían dos baúles con disfraces: por las dudas de que los niños quisieran disfrazarse ese día mientras estudiaban matemáticas o botánica.
Pero la imaginación también nos empuja hacia adentro. Construye interiormente lo que ha entrado en nuestra interioridad. El mejor arte, especialmente el arte literario, abraza la idea misma de la paradoja: ve opuestos, antítesis que coexisten. Sé los violetas y los azules en la pintura de una naranja; ve los escarlatas y los amarillos en un racimo de uvas Concord. En la narración, los tonos comparten espacio; a veces revueltas, las ironías crepitan. Consideremos estas líneas del cuento “Una vida real”, de Alice Munro: “El corazón de Albert no resistió: solo tuvo tiempo de hacerse a un costado de la ruta y detener el camión. Murió en un lugar encantador, donde los robles negros crecían en el fondo y un arroyo claro y dulce corría detrás de la carretera”. O estas líneas de un monólogo de Garrison Keillor: “Y entonces lo saboreó, y una mirada de placer se instaló en él, y después murió. Ah, la vida es buena. La vida es buena”. Lo que constituye la tragedia y lo que constituye la comedia debe ser una cuestión borrosa. La comediante Joan Rivers ha dicho que no existe ningún sufrimiento propio que no sea al mismo tiempo potencialmente gracioso. Delmore Schwartz afirmó que la única forma en que se puede entender Hamlet es suponiendo desde el principio que todos los personajes están tremendamente borrachos. A veces pienso en una conocida mía que también es escritora y que una vez me encontré en una librería. Intercambiamos saludos y cuando le pregunté en qué estaba trabajando, me dijo: “Bueno, estaba trabajando en una larga novela cómica, pero a mediados del verano mi esposo tuvo un terrible accidente con una sierra eléctrica y perdió tres dedos. Eso nos dejó tristes y conmocionados, y cuando volví a escribir, la novela cómica empezó a volverse cada vez más fofa y triste y deprimente. Entonces la descarté y empecé a escribir una novela sobre un hombre que pierde tres dedos por accidente con una sierra, y eso”, dijo, “eso está resultando realmente gracioso”.
Una lección de humor.
Y eso nos lleva a esa paradoja, o al menos a ese término paradójico de ficción autobiográfica. ¿Esto es autobiográfico?, se les pregunta constantemente a los escritores de ficción. A los críticos literarios no se les pregunta eso; tampoco a los concertistas de violín, aunque, según mi opinión, no hay nada más autobiográfico que la reseña de un libro o un solo de violín. Pero como la literatura siempre ha funcionado como un medio a través del cual saber qué nos está pasando y también qué pensamos sobre eso, a los escritores de ficción les preguntan: “¿Cuál es la relación entre los eventos de esta historia/novela/obra y los de tu propia vida (sean los que sean)?”.
Yo pienso que la relación correcta entre un escritor y su propia vida es similar a la de un cocinero con una alacena. Lo que el cocinero hace con lo que está dentro de la alacena no es equivalente al contenido de la alacena. Y, obviamente, todo el mundo comprende eso. Incluso en la ficción más autobiográfica hay alguna clase de paráfrasis, y este es un término usado por Katherine Anne Porter que es bueno utilizar en relación a ella pero también en general. En lo personal nunca escribí autobiográficamente en el sentido de usar y transcribir eventos de mi vida. Ninguna (o muy pocas) de las cosas que les sucedieron a mis personajes me sucedieron a mí. Pero la propia vida está siempre presente, recolectando y proveyendo asuntos, y eso llegará hasta el propio trabajo de todas formas: por vías emocionales. A veces pienso en un alumno de escritura que tuve que era ciego. Jamás escribió sobre una persona ciega, nunca escribió sobre la ceguera en absoluto. Pero sus personajes siempre se golpeaban con cosas y les salían moretones: y a mí eso me parecía una transformación de la vida en arte muy típica y verdadera. Quería imaginarse a una persona que no fuera él mismo; pero, paradójica y necesariamente, su viaje hacia esa persona era a través de su propia vida. Como un padre con un hijo, les daba a sus personajes un poco de lo que sabía… pero no todo. Nutría a sus personajes antes que replicar o transcribir su propia vida.
La autobiografía puede ser una herramienta útil: excluye la invención; en realidad, invención y autobiografía se excluyen mutuamente. La pluma se refugia de la una en la otra: busca dignidad moral o propósito en una, y corre luego a los brazos de la otra. Toda la energía que se pone en la obra, la fuerza de la imaginación y la concentración es una clase de energía autobiográfica, no importa sobre qué se esté escribiendo. Uno debe entregarse a su trabajo como a un amante. Entregarse y tratar de no pelear. Tal vez sí sea algo medio enfermo –algo a mitad de camino entre la “cuarentena y la opereta” (para robarle una frase a Céline)– el escribir de forma intensa y cuidadosa; no con la propia pluma a un brazo de distancia, sino, quizás, con la mano cerca del corazón, moviéndose como una aleta, la propia, acercándose a la página, escuchando con el oído y la mejilla, los labios formando las palabras. Martha Graham habla del término islandés ansioso de fatalidad que denota esa difícil prueba del aislamiento, la inquietud, el encierro que experimentan los artistas cuando están enfermos con una idea.
Cuando un escritor está ansioso de fatalidad, la escritura no será lodo sobre la página; les dará a los lectores –y el escritor, por supuesto, es el primer lector– una experiencia que no han tenido nunca, o lo que les dé sea tal vez, finalmente, las palabras para una experiencia que tienen. La escritura descubrirá un mundo; será el “ponerse a trabajar de la verdad de lo que es” heideggeriano. Pero no habrá perdido el detalle; el detalle en sí mismo contiene el universo. Como dijo Flannery O’Connor: “Siempre es necesario recordar que el escritor de ficción está en lo inmediato mucho menos preocupado de las grandes ideas y las emociones intensas que de ponerles pantuflas a los vendedores”. Hay que pensar en la artesanía, ese impulso de crear un objeto a partir de los materiales disponibles, tanto como en la añoranza espiritual, el barrido filosófico. “Es imposible experimentar la propia muerte de forma objetiva”, dijo una vez Woody Allen, “y seguir entonando una canción”.
Obviamente hay que mantener una cierta cantidad de fe literaria y no tener miedo de viajar con la propia obra hacia los márgenes, las selvas y las zonas de peligro, y uno también debería vivir con alguien que pudiera cocinar y que pudiera, al mismo tiempo, acompañarte y dejarte solo. Pero no existe ninguna fórmula para el trabajo ni para la vida, y lo único que cualquier escritor finalmente conoce son las pequeñas decisiones que se vio forzado a tomar dadas las circunstancias particulares. No existe una receta de oro. La mayoría de los asuntos literarios son tan tercos como los resfríos; resisten todas las fórmulas; la del químico, la de la nodriza, la del mago. No existe ninguna fórmula fuera de la enferma devoción por el trabajo. Quizás, de joven, sería sabio evitar pensarse como escritor: pues hay algo quieto y satisfecho, demasiado saludable, en ese pensamiento. Mejor pensar en la escritura, en lo que uno hace, la escritura, como una actividad antes que como una identidad. Yo escribo, nosotros escribimos; mantener la vocación como un verbo antes que como un sustantivo; mantenerse trabajando en la cosa, todo el tiempo, en todos los lugares, de modo que tu vida no se vuelva una pose, una pornografía de deseos. William Carlos Williams dijo: “Atrapa algo interesante de mirar, atrapa algo interesante de oír y no sueltes lo que atrapaste”. Era médico. Así que supongo que sabía sobre más enfermo y mejor, y cómo con frecuencia estas dos cosas están bastante cerca.
(1994)