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Los jóvenes que pasaban por el centro se albergaban en el mismo hasta la mayoría de edad, momento en que tenían la obligación de espabilarse por cuenta propia y emprender su vida, ya fuera buscándose un empleo o dedicándose a actividades menos respetables, según la disposición de cada uno. En cualquier caso, una vez cumplidos los dieciocho años, el Estado los enviaba a bregar a la calle; había que hacer hueco para los menores mal atendidos que venían detrás, y las plazas de estas instituciones son las que son, insuficientes.

Por fortuna, el caso de Haidi fue otro.

¿Veis como la suerte le sonreía?

Su estancia en Estels se prolongó tres años más de lo habitual; estaba enferma y la asistenta social, en un arrebato de solidaridad, decidió ignorar la normativa estipulada y socorrer a la joven. Dedicó verdadero tiempo y esfuerzo para asesorarla y, con la ayuda de un abogado laboral, el Estado le reconoció una invalidez y le adjudicó una pensión de aproximadamente cien mil pesetas mensuales.

Al haber vivido la niñez de forma paupérrima, tal cuantía, que no era escasa para los tiempos que corrían, le pareció a ella una auténtica lotería, además de una bendición por el hecho de tener la comida y las costosas medicinas aseguradas. No tendría que pelearse sin fuerzas por un trabajo, sin saber cuándo iba a tener un episodio de insuficiencia respiratoria o de fiebre, o cuándo se vería obligada a guardar cama durante días. ¿Qué empleador quiere un empleado así? No es una coyuntura fácil para el empresario, ni para la sociedad, ni para el enfermo, cuanto menos cuando uno es joven y sabe que nunca será capaz de llevar un ritmo “normal” o lo que cree que es normal en sus iguales; en el caso de Haidi, se trataba de trabajar, divertirse, enamorarse, tener hijos…, en resumidas cuentas, vivir.

Este trámite burocrático resultó una solución óptima. A cambio de hospedarse en el centro y salvo los días que su salud se interponía, colaboraba en la cocina o en otros espacios, sin importarle cuál fuera la tarea que le encomendaran ni con quien tuviera que codearse ya que, siendo de trato fácil, se desenvolvía cordialmente con todos, si bien no era capaz de intimar en profundidad con nadie.

Durante ese período añadido persiguió su afición por el violín, práctica en la que mostraba ya gran pericia, tal y como podía observarse cuando interpretaba determinadas melodías de Pachelbel, Vivaldi, Mozart... aunque, en su modestia e inseguridad, ignoraba los elogios que recibía. Su profesor de música, convencido de su talento, la instó a participar en las pruebas de selección para el conservatorio de Barcelona, pero ella no compartía el entusiasmo de tañer el instrumento en público, y dejó expirar el plazo de inscripción.

Los días que sufría fiebre alta, dolor abdominal o fatiga extrema, entre otros, guardaba cama acompañada de sus antiinflamatorios e inhaladores, así como del último antibiótico recetado por el médico de urgencia; desde que le habían diagnosticado FQ, la insuficiencia pulmonar había ido en aumento y, con veintiún años, era ya bastante seria.

Uno de esos días pésimos la visitó el médico de cabecera de Estels y, tras explorarla, declaró sombrío mientras guardaba el estetoscopio en el maletín:

—Haidi, no me gusta nada lo que oigo, quiero que hagas un esfuerzo y vayas al hospital. Hay que hacerte una radiografía de forma urgente.

Apenas podía levantar la cabeza de la almohada; le caían las gotas de sudor por las sienes, tenía el pijama humedecido y sentía frío por todo el cuerpo. No podía abrigarse tanto como quería pues, a cuarenta grados de fiebre, debía permanecer un tanto destapada o herviría en la cama.

—No, por favor... no puedo ni moverme y estoy tiritando…

En la flor de la vida, ya se hallaba saturada de médicos, visitas, pruebas y estancias hospitalarias.

—Venga, muchacha, no hay un minuto que perder —le rebatió el doctor, haciendo caso omiso de sus quejas—, llamaré a la auxiliar para que te ayude a vestir. Mientras, pediré una ambulancia.

***

Los pinchazos y las pruebas parecían no terminar nunca; llevaba ya ocho días ingresada en el Hospital Central de Barcelona, más analizada que un conejillo de indias. Se cansó de ojear revistas de moda, leer literatura británica del siglo XVIII (admiraba las novelas del escocés Walter Scott y sus descripciones paisajísticas de las Tierras Altas) y de escuchar música techno y pop en su walkman.

«Al menos esta vez saldré de aquí sin una cicatriz nueva», pensó. Ya tenía tres, dos debajo del pecho, otra en el vientre. Eran las marcas de tratamientos y cirugías anteriores para controlar las secreciones que la FQ producía. No eran grandes ni deformes, pero sí perfectamente visibles, y Haidi gozaba de tan poca autoestima que la pobre se acomplejaba de ellas, de todo lo referente a su FQ y de mil cosas más.

Su joven neumólogo, el Dr. Camilo Sánchez, un hombre afable con sus pacientes y muy disciplinado en su labor, insistía en hacerle más y más exámenes.

—Vamos, no desesperes, haremos un TAC como última prueba y, según lo que se aprecie, así haremos.

De pie al lado de la camilla y con una sonrisa alentadora, el médico sostenía su historial en la mano.

—¿Un qué?

—Un TAC —aclaró—, es una tecnología para diagnóstico con imágenes; muy novedosa, costosa y altamente fiable. Y antes de que me lo preguntes, ya te digo que no duele. ¿Qué te parece?

—Sí, sí… bien… De acuerdo. Sólo estoy cansada de tantos días en cama… y de esta mascarilla…

Señaló con la mano el respirador que cubría parte de su rostro. Se la veía desolada y el médico se sentó a los pies de la cama para interesarse gentilmente por su estado de ánimo.

—Dime, ¿te angustia alguna otra cosa?

Haidi se encogió de hombros.

—Es como si hubiera empeorado de repente, la semana pasada andaba más o menos bien... No lo entiendo...

Mirando al techo, notó que se le humedecían los ojos. En el fondo sí que lo entendía, pero le aterrorizaba admitir la realidad. Ya la habían avisado a los catorce años cuando le diagnosticaron FQ de que, en un futuro, el daño pulmonar sería muy grave y los síntomas empeorarían. Su negatividad intrínseca le decía que no cabía esperar nada favorable.

El Dr. Sánchez se incorporó pesaroso por no poder hacer, de momento, mucho más por la joven, aunque lo deseara con ahínco.

—Tranquila, no nos anticipemos sin disponer de la información completa. Dame veinticuatro horas más y podré compilar los resultados. Entonces te informaré y procederemos de la manera más óptima. ¿De acuerdo?

Llevaba poco tiempo en el servicio de neumología; quería estudiar a fondo el caso de la paciente y cerciorarse antes de emitir un juicio que, mucho se temía él, no sería positivo. Dándole unas palmaditas en el hombro, hizo lo posible para dar ánimos a la enferma que tenía delante, y siguió meticuloso su ronda de visitas por la planta.

El viaje de Haidi

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