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PRIMERA PARTE

-Una cruda introducción-

1962, Barcelona

1

Una imagen, un ambiente frío e inhóspito, ese desagradable hedor a humedad, el constante y rítmico plic, plic, plic de un grifo que gotea… y en un rincón sentadas, dos personas, no…, dos marginados de la sociedad pasando el rato, matando el rato, matándose; las malas elecciones y un tren llamado Mala Suerte les ha llevado hasta allí. Su historia no es grata, pero os la voy a contar de un plumazo, ya que es la base de lo que vendrá después.

Tras inyectársela en el muslo, Anabel Marnet le pasó la jeringuilla medio cargada a Tomás. La demacrada pelirroja recostó la cabeza en la pared. Su pulso cardíaco y su respiración disminuyeron y el mundo parecía ir más lento. Toda sensación de dolor quedó bloqueada por un sueño de felicidad donde se sentía cobijada en un confortable lugar, sin un ápice de espacio para los problemas.

Un paraíso irreal.

Compartían las jeringas como compartían todo lo demás: la risa fácil, la felicidad aparente, la despreocupación, la preocupación por conseguir el siguiente chute, lo que ellos tomaban por comida, el espacio o más bien la falta de éste…

Ocupaban un minúsculo entresuelo decorado con polvo y telarañas, un habitáculo en una calle perdida del casco antiguo de Barcelona donde años atrás residió la portera del mismo bloque, unos escasos metros cuadrados donde fornicaban como locos, consumían sustancias y, después, dormían aturdidos. Subsistían con el mínimo alimento, dados a gastarse los cuatro cuartos que les entraban en droga, bebida y cigarrillos, ya que él, fumador empedernido, encendía un pitillo con otro.

Era el principio de la década de los sesenta. En los rincones más rastreros de las calles de la ciudad encontraban sin dificultad la droga mágica que les hacía olvidar todas sus miserias, la heroína; si no lograban acceder a ella, se conformaban con el alcohol, siempre abundante cuando las manos son largas y la vergüenza nula. Asimismo, las colillas y los paquetes vacíos de tabaco se acumulaban al lado del colchón que les hacía de cama, hasta que uno de los dos, normalmente Anabel, los recogía y los tiraba a la bolsa que colgaba del tirador de un armario.

Un oscuro rincón dentro de una bulliciosa capital.

Las drogas… Eso era lo que a ellos les daba la vida, o así estaban dispuestos a creerlo. ¿Cómo es posible que no se percataran del autoengaño que esa creencia suponía? Como decía mi madre, «me hago cruces…». Aunque, bien pensado, quizá sí se daban cuenta pero, en una situación desventurada como la suya, para mirar con valentía a los ojos de la cruda realidad hay que estar dispuesto a buscar una salida factible, y ellos no estaban por la labor. En fin… Tomás y Anabel, engañándose a sí mismos, se daban por satisfechos obteniendo el polvo para su felicidad onírica, el cual les dotaba de la capacidad necesaria para ignorar la sordidez a su alrededor: las paredes agrietadas antaño blancas, ahora llenas de suciedad y de goterones de Dios sabe qué, los azulejos azul claro desconchados del rincón que hacía las veces de cocina, las manchas de humedad que daba frío verlas, el cristal roto de la única ventana por la que entraban todos los ruidos habidos y por haber que cualquier capital sufre día y noche, así como las corrientes de aire de invierno del mes de febrero.

En ese hostil y cochambroso sitio pasaban las horas.

Ahora que ya os hacéis una idea del escenario, ¿queréis que os presente a la pareja que vive allí? Quizá no os resulten harto simpáticos pero, ya os lo he dicho, mala suerte y malas elecciones. Os daré unas pinceladas...

Tomás Grams, quien pocos años atrás había sido un prometedor y guapo adolescente, se había convertido en un pelagatos enjuto y desaliñado, que lucía barba y bigote por la pereza de asearse o afeitarse; un pobre desgraciado de veintitrés años huido del hotel paterno, convencido de que cualquier otro lugar sería mejor que la casa de sus padres, donde no le habían permitido actuar a su libre albedrío. Total, para meterse en trifulcas con el submundo de la droga. Curiosamente, y a pesar de las desavenencias entre ellos, era el padre quien pagaba el antro que habitaba el hijo con su amiga.

Con la jeringuilla tirada en el suelo, viajando mentalmente a un falso paraíso de los sentidos, observaba a la yonqui inconsciente echada a su lado; le caía un hilillo de saliva por la comisura de los labios. El precio que había pagado por tal supuesta libertad era demasiado alto. Sin trabajo ni perspectivas de ello, había desembocado en este deprimente tugurio con una heroinómana, viviendo del hurto fácil y de los contenedores de basura para hacerse con lo poco que necesitaban: drogas, tabaco y algo que llevarse a la boca.

La historia de Anabel no era más afortunada.

Escapó con dieciséis años de un hogar que se cansó de compartir con su infeliz madre y el pordiosero que tenía por padrastro, asustada y marcada por las miradas y tocamientos a los que él la sometía en cuanto la madre se ausentaba. Ahora a los dieciocho, lo único que conservaba de la adolescencia era su cabellera anaranjada, atrás habían quedado su tersura y frescor para dar paso a la extrema delgadez y a las incipientes arrugas causadas por la mala vida; había deambulado durante dos años como un barco a la deriva, siguiendo una trayectoria de empleos precarios y novios repulsivos, confluyendo en lo que tenía ahora, una vida que la gente decente jamás llamaría vida, sin medios, sin futuro…

Eso sí, con Tomás, un borracho drogadicto por pareja que andaba con trapicheos para adquirir las sustancias necesarias para ser “felices”.

Se habían conocido hacía unos pocos meses, ¿cinco, seis…? Anabel había olvidado la fecha… La niebla mental que empañaba sus sentidos crecía en densidad, su cerebro estaba aletargado y no conseguía situar ningún hecho en la línea del tiempo; confundía la tarde con la mañana, la noche con el día… cada vez eran más frecuentes los períodos de inconsciencia o semi coma, durante los que no comía ni se aseaba.

Ni tomaba los anticonceptivos que debía.

Pero lo que sí recordaban tanto uno como otro era el porqué se conocieron, ¡ah…!, la irresistible atracción física que no podían combatir. Algo bueno tenían que tener, pobres gentes. Vivían para poco más que el sexo y las drogas; si aquellas churretosas paredes hablaran… Los momentos de efervescencia era lo único grato de lo que gozaban; les servían para alcanzar placer, descargar tensión, matar el rato y entrar en calor, pues el frío invernal que hacía en su mísera madriguera se palpaba con las manos. El resto del tiempo estaba teñido de inmundicia, gritos, peleas y embriaguez en diversos grados.

Y pregunto yo, ¿creéis que en este sórdido contexto hay cabida para alguien más? Oh, sí lo hay, sí.

Y ese “alguien más”, por insignificante que sea, ¿será bien recibido?

Ay, Dios mío…

El viaje de Haidi

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