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Llevaba ya dos años viviendo en la residencia. Allí cursó con dedicación los estudios correspondientes a su edad; resultó ser una excelente estudiante, con una aptitud sobresaliente para la música, en especial para la práctica del violín y el violonchelo para los que tenía una habilidad innata. Por ello, para su decimoséptimo cumpleaños, el personal le consiguió su propio violín, un ejemplar viejo de segunda mano adquirido en algún zoco de la ciudad pero que funcionaba correctamente.

Haidi le sacó mucho provecho. Volcando su melancolía en las cuerdas del instrumento, adquirió una gran destreza con él. Con las melodías que le habían llegado a través de la pared del bloque todavía grabadas en su corazón y siguiendo al pie de la letra las pautas del profesor de música, al poco tiempo pudo reproducir sencillas partituras, progresando paulatinamente en la dificultad de las mismas.

A menudo se descubría cavilando acerca de su vida con su típica actitud pesimista al respecto, pensamientos que por fin un día, harta de retenerlos, confió en una de las reuniones a Silvia, una de las psicólogas que la trataba en Estels.

—¿Para qué quiero vivir así? —le confesó—. Sin una familia, sin salud, sin energía, enganchada a mis inhaladores y a mis medicamentos y escondiéndome cada vez que toso sangre.

Sentada con las piernas cruzadas, Haidi balanceaba un pie en el aire mientras que rodeaba su cuerpecillo con los brazos. Ése era un gesto habitual en ella, abrazarse, probablemente para contrarrestar la falta de cariño cosechada y que enturbiaba su alma.

Al otro lado de la mesa, Silvia hacía girar un bolígrafo entre sus dedos. Escogía muy bien las palabras para no herir más a aquellos jóvenes desfavorecidos de la sociedad, para consolarles de algún modo.

—Has tenido la mala suerte de nacer enferma pero hoy día hay medicamentos que te pueden estabilizar, aunque te veas obligada a llevar una vida más recluida que tus compañeros.

—Bueno, eso casi me importa menos que lo otro…

—¿Qué es lo otro?

Dejó de remover el bolígrafo y agudizó los sentidos.

—Que mi padre… que mi padre no me haya querido nunca.

Descruzó las piernas y se echó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas y escondiendo el rostro en las manos. Lo afirmó sin mirarle a la cara, tal era la vergüenza de admitir su aplastante realidad en voz alta; no lo había reconocido antes delante de nadie, tan solo para sus adentros. En conversaciones con sus compañeras acerca del motivo que las había llevado allí, ella hacía referencia a las drogas y a la falta de recursos económicos. Nada más. No obstante, las cuidadoras y demás profesionales que conocían el caso habían averiguado por su propia intuición que para Tomás Grams el bienestar físico y mental de su hija nunca había sido ni sería una prioridad, por decirlo con sutileza.

La psicóloga suspiró profundamente; hacía un esfuerzo supremo para no echarse a llorar con las historias que oía en la residencia.

—Sabes que todos los chicos y chicas que hay aquí han vivido alguna situación trágica…

—Me gritaba constantemente… —argumentó con acritud—. Una vez incluso me tiró el humo a la cara… Sé que me odia… Sé que…

Dejó de quejarse porque se le atragantó el llanto. Cogió un puñado de pañuelos de papel de la caja que había sobre la mesa y se preguntó cuántas lágrimas había derramado a solas por el mismo motivo. Suspiró abatida.

«Madre mía…», pensó Silvia, escandalizada.

—Haidi, rememorar eso te envenena —la psicóloga le concretó lenta y pacientemente para que no le temblara la voz—. Ahora estás con nosotros y te cuidamos bien ¿verdad? Dime, ¿estás bien aquí?

Asintió sollozando pero siguió evocando su pasado, desconsolada.

—Me regañaba cada vez que tosía, cada vez que lloraba…

—¿Te regañaba por eso? ¿Por toser?

—Sí… Y cuando escupía sangre… le repugnaba y me obligaba a limpiarlo.

La psicóloga no podía creer lo que oía. Reflexionó sobre las palabras de la chica; ciertamente Tomás se había portado como un animal con su hija aunque, bien pensado, los animales suelen tratar a sus crías con devoción siquiera hasta la edad adulta, momento en el que los pájaros vuelan, los cachorros se independizan... Así que el símil no era del todo apropiado.

—Por eso te avergüenzas tanto de tu FQ ¿verdad? Prevés que los demás se van a comportar como lo hacía él, con dureza e incomprensión.

—Supongo que sí… —admitió.

Silvia suspiró, asintiendo con la cabeza.

—Haidi, tu padre no estaba preparado para afrontar las responsabilidades que la paternidad conlleva, de ahí su comportamiento irracional, es un enfermo toxicómano… Las drogas reducen a las personas que las consumen. Nadie te culpa de tu enfermedad. Eso es ridículo… Si alguien lo hace es problema suyo, no tuyo. El tuyo es cuidarte lo mejor posible.

—La gente odia la sangre, les da repelús… y los mocos son… asquerosos.

—Escucha, las personas que te aprecian no van a darte la espalda porque estés enferma. Nadie en su sano juicio lo haría. Tu padre está… desequilibrado y no le has de tomar como ejemplo.

—Ya… «Y una mierda», pensó.

—Me has dicho que aquí te sientes bien. Has hecho amigas, ¿verdad?

—Sí… dos son bastante cercanas. Las demás son sólo compañeras pero, en general, me llevo bien con todas.

—Lo sé. Tu temperamento plácido es popular entre el personal del centro —le corroboró con una sonrisa cordial.

Haidi le sonrió de vuelta.

—No tengo porqué desahogar la frustración con los que me rodean; ellos no son responsables de mis desgracias. Y aborrezco la soledad… necesito de la gente, de la compañía, aunque no intime con nadie. No comparto detalles personales ni recuerdos, eso no…

—Bien, eres libre de decidir lo que revelas acerca de ti misma —se aclaró la garganta antes de proseguir—. Volvamos a lo que denominas tus “desgracias”... Tus primeros años fueron durísimos pero debes mirar al futuro en lugar de al pasado. Por lo menos intentarlo.

La psicóloga valoró el favorable cambio que suponía el hecho de que Haidi por fin se abriera y volcara sobre la mesa todo aquello que la revolvía por dentro. Desde que llegó a la residencia dos años atrás, en las visitas con ella y con los demás profesionales solamente había mostrado su vertiente afable y modosa, pero hasta ahora no se había atrevido a expresar los escabrosos detalles que la convertían en lo que también era, una muchacha avergonzada de su enfermedad, insegura, claudicante y depresiva.

—¿A qué futuro exactamente, Silvia? Nunca podré tener una vida normal... Lo único que hago es inflarme de medicinas para no morir. Y no morir ¿para qué? Ni siquiera debería haber nacido...

Silvia se enderezó en la silla y se echó hacia delante para que Haidi le prestara toda su atención. Tenía que conseguir que la escuchara, tenía que llegar hasta ella antes de que aislara de nuevo sus pensamientos dentro de su reducido mundo de desesperanza.

—Mírame, por favor. —La muchacha levantó la vista—. No digas eso, Haidi. La vida siempre, escúchame bien, siempre vale la pena vivirla. Tienes que lidiar contra esa negatividad, puede parecer muy complicado, en algunos casos más que en otros. Pero si miras a tu alrededor encontrarás algo o alguien por lo que desees seguir adelante. Algo o alguien cuya presencia debas agradecer, créeme. Siempre lo hay.

Haidi se rió con sorna, «¿Agradecer? Venga ya…».

—Te diré algo más, Silvia. —Le dirigió una mirada opaca antes de declarar lo siguiente—: Muchos días deseo… acabar con todo de una vez.

Tras esta sesión, le diagnosticaron depresión mayor, le cambiaron los ansiolíticos y le administraron antidepresivos que le borraron las funestas ideas de suicidio que se le habían estado pasando por la cabeza en los últimos meses, pero apenas hicieron mella en aquel espacio oscuro dentro de su mente, el espacio donde reinaba el tormento de crecer sin amor. La tristeza y la tendencia victimista no las perdería hasta mucho más tarde, pues las tenía arraigadas en el alma.

Su peor defecto, el derrotismo.

Si hubiera seguido el consejo de Silvia y hubiera observado detenidamente su alrededor, por supuesto que habría descubierto razones para sentirse afortunada: cuidadoras afectuosas, amigas sinceras, los tratamientos necesarios para sus dolencias, algún que otro mozo que la rondaba, su excelencia con el violín… pero nunca se le ocurrió dar gracias por ello.

Tendría que pasar bastante tiempo para que dominara su victimismo y dejara de vivir atrapada en el pasado, para que lograra la paz espiritual y aprendiera a aceptar su realidad y a sentir gratitud hacia las pequeñas cosas y las buenas personas que se cruzaban en su camino.

Para que contemplara las luces y mirara de reojo las sombras.

Sí, tenía mucho que aprender.

El viaje de Haidi

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