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SEGUNDA PARTE

-Rehén de sus sombras-

1983, Newcastle upon Tyne

8

Viernes 28 de octubre

Ryton, una modesta localidad rural situada a unos once kilómetros al oeste de Newcastle upon Tyne y con una población de poco más de ocho mil personas, fue el lugar limpio y apacible donde Haidi se estableció. El centro hospitalario donde la iban a tratar quedaba un poco retirado, ya que estaba situado en la misma ciudad de Newcastle. Tendría que acudir allí en autobús pero ella, siguiendo los consejos del neumólogo, se decantó por un pueblo mucho menos concurrido y con un aire más puro.

Era, además, un lugar precioso con un bucólico paisaje típico inglés: los prados de hierba fresca y verde que se extienden hasta donde llega la vista, humedecidos por la constante llovizna y poblados por densos rebaños de ovejas; los bosques frondosos plagados de recónditos senderos donde poder perderse durante horas; y la permanente presencia de las tranquilas aguas del río Tyne.

Corría el año 1983.

En Ryton no le costó gran trabajo encontrar una vivienda decente, dado que había varias familias con algún cuarto libre que deseaban el ingreso adicional que supone un inquilino. El que sería su casero, un tal Thomas Malmott, estaba dispuesto a alquilar las cuatro habitaciones de una humilde casa de dos plantas en una zona residencial del pueblo, tres de las cuales ya se encontraban ocupadas por otras tres chicas.

El dormitorio que tenía ante sus ojos era más grande que el agujero en que había transcurrido toda su infancia; le parecía un lujo tener inclusive su cuarto de baño propio, ya que en Estels había tenido que compartir el aseo con otras cuatro chicas. Había un gran ventanal semicircular, adyacente a una puerta de doble cristal que daba a la amplia calle arbolada, una especie de balconcillo, y desde donde se podían contemplar las grises nubes del cielo del mes de octubre, las gotas de la llovizna que caía racheada y el asfalto cubierto de hojas. La moqueta que recubría tanto el suelo como las paredes era de dos diferentes tonalidades de rojo, bermellón oscuro para el suelo y un tono más claro apastelado para las paredes, en su conjunto aportando una alegría que mucha falta le hacía a nuestra amiga y que contrarrestaba la melancolía típica del clima británico y del otoño que se colaba por la ventana.

El mobiliario era escaso, pero acertado: una cama doble, un armario de cinco puertas correderas, un escritorio amplio de madera y dos sillas que parecían bastante cómodas, también de madera, forradas con una tela en colores crema y burdeos. Todo daba la impresión de estar recién comprado para ella, no se apreciaba ni uso ni deterioro en ninguna de las piezas. Mirando a su alrededor, la aprensión que había sentido al principio por el hecho de instalarse en un país totalmente ajeno fue desvaneciéndose lentamente. Era inverosímil; todo aquel espacio le costaba únicamente ciento veinte libras mensuales, un precio más que asequible para su escaso bolsillo.

Encendió la radio que los dueños habían dejado sobre el escritorio, y bajó el volumen para no molestar al resto de inquilinas. Le encantaba escuchar música bailable, si bien ella era poco danzarina porque se cansaba dando cuatro pasos. Se vio acompañada del ritmo de Magic de Olivia Newton-John. ¡Ah, sí…! Le vendría bien un toque de magia…

Se dispuso a colocar las prendas grandes en el guardarropa, los calcetines y la ropa interior en la mesita de noche, reservando el último cajón para sus medicamentos de urgencia. En el armario del baño guardó el resto de medicinas y sus artículos de aseo. En los cajones del escritorio dejó su documentación y sus informes médicos. Sobre la mesa posó algunos libros y su violín, todavía enfundado.

Esperaba llevarse bien con las otras tres jóvenes que compartían la casa, Martina, Clarissa y Aika, de diferentes nacionalidades y que se encontraban en Ryton con objeto de perfeccionar el idioma, a la vez que se abrían un hueco en el mundo laboral británico. Parecían afables, sobre todo la chica oriental, Aika; era simpática y extrovertida, y poco a poco se forjaría una fuerte amistad entre ellas. También había detectado que la bibliotecaria era igual de tímida que ella. «Poco a poco las iré conociendo…».

Fue durante sus primeras horas en Inglaterra que le sobrevino un arrebato de nostalgia al no verse rodeada de sus conocidos; ahora que ya no las tenía a su alcance, recordó con agrado a las personas que tan bien la habían tratado, y suspiró pensando en la frase de la psicóloga, «alguien cuya presencia debas agradecer», ya que nunca había agradecido el hecho de verse entre amigas y cuidadoras dedicadas, obcecada nada más que con lamentarse por los aspectos sombríos de su existencia.

Cuando hubo ordenado sus pocas pertenencias, se estiró en la cama, agotada y con la respiración fatigada. Pensó en las cosas que haría el lunes: primero, acudir a la visita con el Dr. Andrew Fennan y poner en marcha todo el proceso del trasplante; segundo, ofrecerse a colaborar algunas horas sueltas en la ONG que había en el centro del pueblo para mantenerse activa pues, si se quedaba en casa mano sobre mano, se trastornaría aún más y su depresión se convertiría en locura.

Y así discurría y planeaba los pasos a seguir. Se encontraba físicamente abatida, pero su estado de ánimo estaba tildado de la adrenalina generada por haber aterrizado en un lugar diferente, verse rodeada de caras nuevas, el cambio de horarios y de clima…; exaltada, no alcanzaba a discernir si la emoción de las novedades era ilusión o, por el contrario, temor.

Un hospital nuevo, un neumólogo desconocido.

Acerca de la inminente visita del lunes transmitía una apariencia relajada, por dos motivos. Uno, su infructífero pesimismo, que ya advertí que era su peor defecto, no le permitía crearse expectativas con respecto a nada; dos, había descubierto la meditación, con cuyo ejercicio aprehendía una intuición espiritual, y había perdido el miedo a abandonar este mundo. Tanto una premisa como la otra la imbuían de una apatía mental que se manifestaba en una falsa relajación y que mermaba aún más su escuálido espíritu de lucha. Afrontaba sin desesperación aunque con desesperanza los peligros que comportaba su resquebrajada salud. Su espiritualidad, lejos de auxiliarla y elevar su conciencia para vibrar más alto, la llevaba a fluir, en lugar de vivir, a contar cada día que pasaba como uno menos, en lugar de cómo uno más.

Pero hoy estaba de buen ánimo.

Se había sorprendido satisfactoriamente con su nuevo hogar y con las demás inquilinas. Todavía mirando al techo, se llevó la mano al costado izquierdo, la presión iba y venía de forma súbita; sacó el pequeño inhalador del bolsillo del pantalón, se lo colocó en la boca y lo presionó dos veces. Cuando notó que el dolor remitía, siguió concentrada programando sus quehaceres del lunes.

No podía dejar de lado el plan con Family Aid, la ONG; le impulsaba el deseo no sólo de estar ocupada sino también de sentirse útil, ya que le desmoralizaba pregonar su calidad de pensionista a su edad. Aunque había un motivo más allá, y éste era que no faltaría el racista inglés que la tachara de inmigrante aprovechada del sistema. «Si dedico parte de mi tiempo y de mi esfuerzo a una ONG local, mi deuda con la sanidad británica quedará saldada», se decía.

Restaba comprobar que la sociedad discriminatoria, la estricta burocracia y, cómo no, la suerte correspondieran a sus buenas intenciones con idéntica benevolencia.

El viaje de Haidi

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