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Sábado 26 de noviembre

Cuando Mark Klunt, un extrovertido amigo de Aika consagrado al mundo de las finanzas, las recogió en el coche, se dirigieron los tres hacia Greenside, otro apacible pueblo situado a unos tres kilómetros de Ryton. Era una fiesta privada en una casa particular; no se celebraba nada en especial, sencillamente una reunión de amigos donde abundaba la comida, la bebida y, cómo no, la música ochentera; en el salón habían extendido una mesa larguísima sobre la cual se repartían canapés, sándwiches con distintos rellenos, una gran variedad de tentempiés y frutos secos. En ambos extremos de la mesa habían dispuesto numerosas botellas de todo tipo: licores fuertes y dulces, refrescos y un sinfín de botellines de cerveza.

Había comida y bebida para parar un tren.

Una vez dentro, la casa parecía inmensa; dos de las paredes del salón consistían en unos gigantescos ventanales que iban de punta a punta, a través de los cuales se veía el amplio jardín trasero de la propiedad, la hierba en varias tonalidades de verde intenso debido a la cantidad de lluvia que caía por aquellos lares. En otra de las paredes del salón lucía una enorme chimenea de piedra, en la que los troncos ardían sin compasión, crepitando de tanto en tanto. Contigua al ventanal, había una formidable mesa de billar profesional, sobre la que descansaban los tacos y las bolas, recogidas en su triángulo a la espera de que alguien deseara jugar. En el espacioso salón los jóvenes se repartían en grupos o por parejas, charlando, picando, bebiendo y bailando.

La icónica música pop y new wave de esta década sonaba alta pero sin estruendo; en aquel preciso momento era una de las canciones preferidas de Haidi, Sweet Dreams de Eurythmics. Ella no era bailonga, pues no disponía de la energía suficiente, pero le apasionaba la música.

Mark se acercó con paso decidido a saludar a un par de compañeros de trabajo; las dos jóvenes, admirándolo todo a su alrededor, caminaron sigilosas hacia la cálida chimenea, delante de la cual se apostaron para compensar el aire fresco otoñal que se colaba sin permiso por las puertas de cristal abiertas.

—Deberíamos haber pasado primero por la barra, parecemos dos pánfilas aquí paradas con las manos vacías y mirando embobadas —protestó Aika; no era tímida, todo lo contrario pero, como no conocía a nadie, le hacía falta una copa para desinhibirse un poco—. Por cierto, ¿te encuentras mejor?

—Sí, parece que ya no tengo fiebre; menos mal, no quisiera ser una aguafiestas...

—Oye, sé que llevas una carga tremebunda sobre los hombros pero, igualmente, deberías luchar por animarte; no te aporta nada esa actitud decaída. Tendrías que salir más a menudo conmigo. Pero… ¡Fíjate! —Retrocedió un paso para mirar a su amiga de arriba abajo—. ¡Si estás preciosa!

Aika aprobaba la imagen grácil e inmaculada de la española; lo que criticaba era que se regodeara en sus penas. Mas sus consejos eran tan fútiles como hablarle al viento… Dado que la vida es un cúmulo de luces y sombras, la joven oriental sabía, por experiencia propia, que resulta mucho más productivo aceptar estoicamente el lote que nos toque, puesto que ése es el primer paso para ver a través de la opacidad de nuestros traumas: vislumbrar la luz donde creíamos que sólo había oscuridad.

Pero Haidi todavía no había dado ese primer paso.

Le faltaban escasos días. Desgraciadamente, haría falta un golpe aún mayor para que tomara conciencia de la realidad.

Allí estaba ella, recuperada de la subida de temperatura, en una fiesta amena y con una amiga que la apreciaba honestamente, pero sensible sólo a su mala fortuna. Los actos y las palabras de su padre le habían inculcado que los síntomas de su enfermedad resultaban repulsivos a todo aquel que estuviera a su alrededor y, en consecuencia, detestaba su enfermedad con toda su alma, cuanto más si ésta la obligaba a ser el centro de atención, como hoy por la fiebre. Era capaz de tragarse la sangre que a veces acompañaba a la tos para que nadie lo percibiera…; se avergonzaba injustamente de su enfermedad más que de su pasado, de su pasado más que de su talla.

Oh, Haidi, pero ¿qué culpa tienes tú, muchacha?

Qué sufrimiento tan gratuito e inane.

Cierto es que la FQ no le daba tregua alguna. En las cuatro semanas que llevaba en Ryton había tenido que acudir a urgencias ya dos veces, una por insuficiencia respiratoria y otra por hemoptisis, es decir, tos con sangre. Palpó con la mano para comprobar que el inhalador se hallaba en el bolso. Por si acaso. A su lado, cruzada de brazos, Aika empezaba a impacientarse.

—¿Qué quieres tomar? Voy a por algo de beber.

—Mira, tráeme un agua, ahora mismo no me apetece nada más; si no te importa, esperaré aquí, que se está más calentito.

—Vale, ahora vengo.

Mientras Aika se dirigía contoneando sus visibles caderas a la zona que habían dispuesto como barra, Haidi se quedó de pie al lado de la chimenea, abrazándose, esta vez del frío que tenía. Reparó en el grupo de chicos que rodeaba la mesa de billar, taco en mano; «cuánto tío guapo…», pensó. Pero, así como su amiga salía a ligar, ella lo hacía para evadirse de su dantesca realidad. Increíblemente tímida, y magullada por el desprecio de la figura paterna, le resultaba muy embarazoso intimar con el sexo opuesto, con sus achaques y con aquel cuerpo de muñeca señalado por las cicatrices; tendría que mostrar su terrible vulnerabilidad y dar explicaciones… Había tenido algún escarceo amoroso en Estels pero allí, quien más quien menos, era un desfavorecido de la sociedad y no había sufrido ese sentimiento de inferioridad.

Pero en la vida real era otro cantar.

En esta misma fiesta todos y todas exhibían normalidad, algo de lo que, desde su punto de vista, ella carecía. Lo que podía ofrecer no era normal y no lo quería nadie: desolación, debilidad, enfermedad… Empezó a sentirse cansada de estar de pie y arrimó la espalda al muro de piedra de la chimenea.

«Qué cálido…», pensó reconfortada.

De pronto, resonó una carcajada cerca de la mesa de billar y Haidi volvió de nuevo la vista hacia allí; los chicos, concentrados en su partida, conversaban y reían a la vez aunque con la mirada puesta en las bolas. Ella, creyéndose no observada, les contemplaba curiosa desde la chimenea cuando de repente se percató del tipo robusto sentado en el alféizar de una de las ventanas, justo detrás de la gran mesa verde, clavándole los ojos, con una mano apoyada en la cadera y con la otra sosteniendo un cigarrillo. El chico, sin dejar de abordarla con la mirada, le guiñó un ojo, esbozó una sonrisa pícara y le tiró un beso al aire. Turbada, ella giró rápidamente la cabeza para descubrir que Aika se acercaba de nuevo con una cerveza y un agua.

—He conocido a un tal Tony, el primo de Bryan, el que organiza este fiestorro. Por eso he tardado tanto —explicó la japonesa gesticulando profusamente—. Resulta que no son gente de pasta como yo pensaba; la mayoría son chupópteros con suerte... Aunque al anfitrión no le va nada mal… —corroboró, recorriendo con la vista su alrededor.

—¿Así que no vas a encontrar hoy al capitalista de tus sueños? —preguntó Haidi burlona, a la vez que desenroscaba el tapón de la botella de agua.

—No creo pero —bajó la voz para impresionar a su amiga— ¿sabes quién me han soplado que está pululando entre todos estos?

—El Príncipe de Gales.

—Muy gracioso. Pues un Lord. ¿Sabes qué es?

—¿Un título nobiliario, creo?

—Bueno, sí, un político de la Cámara de los Lores. Un tal Lord no sé qué Ashlee o Axley o algo así. Casi nada. Dicen que pertenece a una familia de noble estirpe y que tiene más dinero del que puede gastar.

Aika le dio un buen sorbo a su cerveza y se relamió la espuma de los labios. Haidi siguió con su tono jocoso y le dio un codazo cordial.

—Entonces seguro que es demasiado mayor para ti; será un viejo verde.

—Viejo no sé —resopló Aika— pero inalcanzable, desde luego.

—En fin, ¿qué le vamos a hacer? Oye, voy a buscar el aseo, cuando venga podríamos ir a picar algo ¿te parece? Tengo un hambre atroz.

—Ya es raro en ti. —Le lanzó una mirada amonestadora a la que Haidi no replicó, pues ambas sabían que debería alimentarse mejor—. No tardes, que me da corte estar aquí sola.

—No, serán dos minutos.

Avanzó lentamente entre la gente hasta alcanzar la puerta que comunicaba con el vestíbulo, donde preguntó a dos chicas por el lavabo y ellas le indicaron amablemente. Cerrando la puerta del salón tras de sí, se vio en el amplio vestíbulo y abrió la tercera puerta a la izquierda, tal y como le habían orientado. Entró al baño, orinó, se peinó las ondas con los dedos, tomó dos puffs de su inhalador para amortiguar la opresión en el pecho y volvió a salir.

Estaba a medio camino entre la puerta del baño y la del salón, secándose la humedad de las manos en el vestido, cuando la del salón se abrió y apareció el tipo de la ventana. Cerró la puerta detrás de él, plantándose frente a frente con ella y obligándola a frenar en seco en el centro del vestíbulo; quedaron únicamente acompañados por los cuadros modernistas de las paredes y la lámpara de araña del techo.

Lord Alistair Ashley no había dejado de observar a la joven bajita y delgada recostada en la chimenea.

«Por fin la encuentro, una pelirroja menuda para mi solito; no pienso irme de aquí sin catarla», se jactó. Habituado a moverse entre las hienas más distinguidas de la población, tanto a nivel social como laboral, hacía tiempo que se había convertido en un depredador con el único fin de evitar ser depredado.

Y esa joven iba a ser su próxima presa.

Sin una explicación racional, le eclipsaban las chicas menudas con los cabellos como el fuego; era una tierra que todavía no había conquistado, ya que en aquellas latitudes había muchas mujeres de cabellera cobriza pero acostumbraban a ser altas y más bien fornidas. No podía dejar de contemplar su blanca piel sin imperfecciones, su colorido cabello largo y ondulado, su cinturita de avispa… y sus preciosos ojos negros.

Se le hacía la boca agua.

Haidi se sobresaltó al verse sola con aquel caballero allí de pie, contemplándola fija y descaradamente, con las manos en los bolsillos. A tan corta distancia le podía distinguir bien, era bastante más alto que ella, imponente, debía llegar al metro ochenta como mínimo, fuerte y atlético. Vestía un pantalón negro y una camisa azul con estampado de cuadros pequeños; la miraba fijamente con sus ojos azul oscuro como si estuviera analizándola… el pelo castaño claro le caía sobre la frente, aunque por los lados era tan corto como un peinado militar. Sin barba ni bigote, se diría que estaba recién afeitado, su rostro era escultural y perfecto, con una tez uniforme y aterciopelada. Aquel individuo era mayor que los que merodeaban por allí, parecía rondar la treintena.

Por un momento, sintió un ligero temor por saberse a solas con un desconocido que la acechaba como un tigre en posición de ataque, así que intentó avanzar y le habló educada pero tímidamente.

—¿Me dejas pasar, por favor?

De alguna manera intuía que intentar rodearle sería inútil. Lord Ashley percibió el acento extranjero e, ignorando su petición y bloqueándole el paso sin ningún esfuerzo, pues era mucho más alto y corpulento que ella, le habló inquisitivo.

—No eres de Inglaterra ¿verdad? —Su tono de voz era sedoso y peligroso a la vez, como el sonido de una serpiente, sutil pero letal—. ¿De dónde eres?

—De Barcelona.

—¡Ah! Mediterránea. De sangre caliente, dicen; ¿es eso cierto? —Ladeó la cabeza de forma sugerente—. Y además pelirroja; debes de ser un pequeño volcán en erupción…

«Madre mía, un pirado», se dijo Haidi.

Tragó saliva.

Notó que le sudaban las manos. Lejos de remitir, la opresión del pecho había ido en aumento, probablemente debido a la tensa situación con aquel extraño. Se sabía débil y vulnerable, y el hombre que tenía delante parecía un lobo hambriento; con él obstaculizándole el paso, de repente la puerta del salón daba la impresión de estar a más distancia que antes.

Bajó la cabeza unos segundos y se colocó un mechón detrás de la oreja, reflexionando qué decir a continuación para que la dejara en paz; ya no diferenciaba si eran los nervios o los pulmones que se la estaban jugando, pero se encontraba mal y empezaba a marearse. Instintivamente se llevó la mano a la frente. Cuando levantó de nuevo la cabeza, advirtió que el hombre la observaba de un modo distinto, pero no apreciaba qué es lo que había cambiado.

Aquel tipo reparó en que ella no era la típica joven nocturna e insaciable a las que estaba acostumbrado, parecía más bien tímida. Asustada incluso, lo cual le frenó un poco en la conquista. Tenía unos ojos preciosos pero había algo extraño en ellos. Era notable que estaba acobardada, como un cervatillo delante de un cazador, de manera que redujo la marcha y cambió la táctica, galán experto que era él en el trato con las mujeres. Pasó a emplear un tono más amistoso.

—¿Te encuentras bien?

La muchacha parecía a punto de desvanecerse. A pesar de sus deseos, pospondría el ataque si la chica se hallaba indispuesta; nunca había forzado a nadie y no deseaba hacerlo ahora. Había engañado, insistido, persuadido y convencido, pero jamás obligado.

En ese instante la japonesa asomó la cabeza por la puerta del salón, permitiendo que las voces, las risas y la batería de Sunday, Bloody Sunday invadieran el vestíbulo. Y entorpeciendo los avances del caballero. A Haidi se le escapó un suspiro de alivio, que no pasó inadvertido a los oídos de él.

—Aika… —Haidi no sabía que podía alegrarse tanto de ver a su amiga.

—Me preguntaba por qué tardabas —dijo vacilante, ligeramente cohibida al descubrir que su amiga estaba acompañada por alguien que se asemejaba a un modelo de pasarela.

Haidi aprovechó la coyuntura y se encaminó hacia la puerta, rodeando al hombre que parecía ahora despistado con la intrusión de la joven oriental. Con un comedido pero resuelto ademán él la tomó del brazo con delicadeza, obligándola a detenerse a menos de tres centímetros de él. Ella le miró directamente a los ojos, asombrada por el abuso de confianza.

—Dime tu nombre —ordenó con suave firmeza.

—Haidi —respondió con voz trémula, alzando la vista hacia él, tan alto era y tan cerca estaba.

—Haidi ¿qué más?

—Haidi Grams.

Su actitud imperiosa la dejó sin capacidad de reacción y la llevó a contestar con docilidad.

—Alistair Ashley. Encantado de conocerte, Haidi —saludó como un perfecto caballero, con su voz modulada y ensayada durante años.

Aunque el corazón le iba a mil por hora.

Le soltó el brazo, acariciándoselo sutilmente con la yema de los dedos por encima de la tela del vestido, para tomarle la mano y besársela con deferencia, sin romper en ningún momento el contacto visual. Al notar que sus mejillas enrojecían, Haidi bajó la vista con timidez. Aquella inocente caída de ojos provocó un chispazo en el interior de Lord Ashley.

Sería el primero de muchos.

El viaje de Haidi

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