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Sábado 26 de noviembre

En la habitación de Aika sonaba el desenfadado rock de Abracadabra de la Steve Miller Band. Llevaba un buen rato secándose el largo cabello negro; de origen japonés, era probablemente la más atractiva de las compañeras de piso de Haidi. Los oscuros ojos rasgados destacaban sobre la piel blanquecina y los labios, aunque finos, eran casi perfectos. Todavía estaba a medio maquillar. Lucía un vestido de algodón negro bastante ceñido que le marcaba sus redondas caderas y su generoso pecho. Era sábado por la tarde y tocaba divertirse.

—Tienes que animarte, es que te dejas apabullar por tu pesimismo. —Aika la reprendía constantemente por su negatividad—. ¿No dices siempre que cualquier día puede ser el último? ¿Que tienes los días contados? Pues ven conmigo y dejarás de pensar en tus mocos durante un rato.

La joven oriental no tenía ninguna intención de ofenderla; ella era así, extrovertida, charlatana y desparpajada. Sentada en un taburete con los brazos cruzados y la cabeza apoyada en el marco de la puerta de Aika, Haidi soltó una risa al oír aquello. La observaba y escuchaba a través del ruido del secador y del sonido de la música. En las cuatro semanas que llevaba en Ryton, la japonesa se había convertido en su mejor amiga; disfrutaban de largas charlas y se entendían mutuamente. Le había explicado todo acerca de su FQ y del centro de menores, aunque los avatares de su infancia y la conducta de Tomás se los guardaba para ella solita.

—Ya te digo que tengo fiebre… no me apetece otra cosa que estar en cama. Con la humedad de este pueblo podría pillar una pulmonía...

Se palpó la frente para comprobar si la temperatura había descendido.

—¡Ja! —resopló Aika con sorna—. De este pueblo dice, de este país más bien. Mierda de lluvia…

—Pues por eso; tal vez el sábado que viene.

Aika terminó de aplicarse la pintura que le faltaba en los ojos y en los labios. Era una muchacha oriental deslumbrante.

—Mira, el sábado que viene haremos lo de siempre, beber como esponjas en el Blackbird´s. Hoy es la fiesta de los estirados esos… gente acomodada… ¿Quién sabe? Igual conocemos a alguien interesante… Bocatas, barra libre y no hay que pagar nada de nada. ¡Deberías aprovechar y venir!

Aika pecaba de materialista y, aunque se estaba iniciando en el mundo del periodismo, tenía demasiadas necesidades insatisfechas y aspiraba a encontrar un hombre bien situado que le permitiera acceder a todos sus caprichos trabajando lo menos posible. Haidi no entendía cómo su amiga no era feliz con todo lo que ya poseía: su profesión, su familia en Japón, su salud de hierro y aquel cuerpo con aquellos pechos…

Ella se había quedado menudita, con un metro cincuenta y siete de altura y cuarenta y ocho escasos kilos, algo que la acomplejaba y la llevaba a comparaciones inútiles con las chicas que la rodeaban. Eso sí, para lo escasa que era, tenía unos senos redondos y firmes, aunque reducidos, un trasero pequeño y respingón y visibles curvas, todo ello perfectamente proporcionado, ofreciendo una imagen de grácil feminidad que ella, por supuesto, no veía.

—Suena divertido…pero mira qué facha, tengo los mofletes colorados de la fiebre, parezco una muñeca pepona. Estoy horrible…

—¿Te has tomado algo? Madre mía, con el pelazo bermejo que tienes —dijo, tocándole la exótica cabellera con admiración— y ese cuerpecín de sirena... ¿Sabes la cantidad de tallas gigantes que he visto por aquí? Tú te moverías entre ellas como una delicada sílfide…

—Pero ¿qué dices? Apenas tengo tetas…

—¡Estás toda proporcionada! ¿Qué más quieres? Mira, sé que no te encuentras bien, pero te repito que te quejas demasiado —le reprochó—, y así sólo logras hundirte más. Anda, vente, a lo mejor hasta ligamos.

«Si tú supieras por qué soy tan canija», pensó, recordando las malas vivencias a manos de su padre. No las había contado a nadie en suelo británico con la esperanza de dejarlas miles de kilómetros atrás, pero ¡ay! estaba tan equivocada. Sus recuerdos estaban acurrucados en estratégicos rincones de su corazón y de su mente, asomándose a menudo a los ojos de su dueña. Advirtió que la pena se estaba apoderando de ella, tal y como sucedía cada vez que le prestaba un minuto de atención a su infancia, y cambió de opinión. «Me vendrá bien distraerme un rato».

—¿Sabes qué? Voy contigo.

Con un brinco de alegría sincera, Aika la abrazó y la instó a apresurarse.

—¡Genial! Ponte uno de esos estupendos vestidos que te has traído de Family Aid y que te quedan de cine. ¡Venga! No hay mucho tiempo. Mark nos recogerá en media hora.

Una vez en su habitación, se dirigió a la mesilla de noche, en cuyo último cajón guardaba parte de sus medicamentos; tomó dos comprimidos de paracetamol y cruzó los dedos para que la fiebre no fuera a más. Se puso un vestido verde oliva que resaltaba su cabello cobrizo, nada descocado pues no le gustaba enseñar lo que no tenía. Era una prenda de lana, entallado con falda de vuelo que le llegaba justo por encima de las rodillas, de manga larga y cuello redondo.

Se enfundó unas medias, se puso los zapatos negros de medio tacón y se metió en el baño para aplicarse algo de cosméticos y cepillarse el pelo, una melena larga y entera que caía en hermosas ondas naranjas por su espalda. Aunque ella no lo percibía, su poca esencia corporal quedaba de lejos compensada con su singular belleza, sus grandes ojos negros, dos fuentes de tristeza y templanza a la vez, su nariz recta, pequeña y perfecta y sus labios sensuales.

El viaje de Haidi

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