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Pues no.

En este marco de lujuria y vicio la pequeña Haidi no fue bienvenida cuando vio la luz por vez primera, el 15 de diciembre de 1962. Tomás, en particular, se quejaba malhumorado de que el constante llanto del bebé le provocaba una migraña y un malestar insoportables; no se le ocurría atribuirlo a la resaca del alcohol y a la heroína que se inyectaba a diario aunque, ¿qué queréis que os diga?, cuando le faltaba su “material”, su estado era todavía peor, como el de un perro rabioso a punto de atacar. Desde el primer instante de vida, la niña fue para él un parásito que les restaría la poca miseria que tenían y que les daría faena que hacer.

Y la detestó por ello.

En comparación, Anabel tenía un finísimo vestigio de maternidad. Si estaba consciente y más o menos lúcida, le ofrecía algún que otro mimo y le acercaba un biberón de leche. Contemplaba al bebé, lamentando en lo más hondo no haberle podido dar algo mejor, pero las circunstancias eran las que eran, y nunca compartió tal incertidumbre con su compañero. Fue ella quien escogió el nombre de la niña en honor a la protagonista de su cuento preferido de la infancia; era un nombre germánico y la hache no era muda, sino aspirada como una jota suave.

Ni uno ni otro contaba con las aptitudes necesarias para encargarse de una criatura, no habían tenido tiempo de aprenderlas ni la disposición para ello. Pero no estoy diciendo que fueran personas de mal corazón, en absoluto; eran drogadictos que vivían inmersos en su ambiente marginal, dos enfermos desgraciados que necesitaban que alguien cuidase de ellos y les arrancara de aquella miserable subsistencia.

Pero esa alternativa no se iba a dar, ya os lo anticipo.

La cría nació y creció envuelta en humo de tabaco, droga, malos modos y escasez, sin apenas alimento, sin cariño, sin nada. A los quince meses su estómago se había adaptado a lo poco, poquísimo que recibía de sus progenitores y, dócil por naturaleza, pronto dejó de llorar de hambre. Al cabo de un tiempo, también dejó de llorar para que la cogieran en brazos. O para que le cambiaran el pañal sucio. Perspicaz, había aprendido a pasos agigantados que las personas de quienes dependía poca atención iban a prestar a sus llantos, y se convirtió en una niña extrañamente silenciosa.

Pero, ante una situación adversa, ¿cuántos mecanismos de defensa puede emplear nuestro cuerpo? ¿O nuestra mente? Una infinidad.

Por ejemplo, el reemplazo de una cosa por otra. Haidi pasaba horas en el rincón donde se hallaba su colchón, chupándose el pulgar y con la orejita pegada a la pringada pared, pues el sonido que le llegaba a través de ella, la melodía armoniosa de un violín que alguien tañía, le aportaba paz y tranquilidad; sin ofrecer resistencia alguna, permitía que el sonido envolvente la poseyera y que las notas suplieran las palabras amorosas y los arrumacos que nadie le daba. Aquella música maravillosa nutría su corazón y su sensibilidad, compensando al menos una escueta porción de sus carencias.

Por otro lado, la escasez y la desatención le estaban pasando factura, haciéndola flaca y enfermiza; nadie se preocupaba de llevarla al médico cuando se constipaba y se le cargaba el pecho de mucosidad. Se limitaban a comprar en la farmacia algún jarabe que a la criatura no le servía de nada, pues lo que padecía no era un simple catarro, como ya se descubriría más adelante. La madre, con la cabeza alelada de las drogas, sólo estaba de cuerpo presente mientras que el padre apenas estaba; ni uno ni otro se encontraba a la altura de la responsabilidad que conllevaba tener una criatura en casa.

Claro que… Dios aprieta pero no ahoga, o eso dicen.

Graciosamente, una de las cualidades esenciales de Haidi, otro de sus mecanismos de defensa y el que más la protegería a lo largo de su vida, era la resiliencia. Sea como fuere, se fue adaptando en cuerpo y mente a su entorno y, lo que para otros habría sido una vida de esperpento, para ella fue su existencia, si bien descolorida e insípida en grado superlativo, pintada tan solo por el tinte de la desazón.

Aquellos dos descuidaban hasta las subidas de fiebre que tenía, en principio, sin motivo aparente. La pareja seguía a lo suyo, su vida insalubre, sus vicios, su sexo desenfrenado, su semi inconsciencia permanente, en una especie de huida hacia delante, un torbellino que solamente podía concluir con un estrepitoso desastre.

Una tarde, Anabel miraba a la pequeña y, colmada de la despreocupación efímera y la languidez que proporciona el alcohol, le tocó con su esquelética mano los mofletes enrojecidos. Con cierto grado de alarma, el que el estupor le permitía, se dirigió a Tomás.

—La niña está caliente otra vez...

—¡Qué coño! Está de puta madre… —replicó sin ni siquiera mirar a la chiquilla.

—Mírala… ¿No deberíamos llevarla al hospital?

Estaba ebria y no se veía con fuerzas para salir de casa y llevarla a ningún médico; insistió aún a sabiendas de que esperar a que lo hiciera su compañero era, por descontado, ficticio.

—No creo… Tú, ven aquí, nena, ven…

La asió del brazo y tiró de ella hacia el colchón. Anabel obedeció y se estiró a su lado, notando en la pierna el abultado deseo de éste y, cediendo a su propia pasión, se olvidó enteramente del calor en la piel de su hija.

Tranquilos. No nos apresuremos a juzgar. Se hallaba bajo los efectos del alcohol, era una heroinómana y, como tal, una enferma que precisaba ayuda urgente pero que no la recibió. La suerte llevaba años sin cruzarse por su camino.

Sin embargo, sí que se cruzó por el de Haidi.

Era una inusitada maravilla de la naturaleza que la cría despertara un día tras otro en aquellas circunstancias, carente de alimento, de higiene y de mimo, durmiendo largas horas para combatir el mal de estómago causado por el hambre y el mal de alma causado por el abandono. Dentro de su ser poseía una fuerza que la sostenía, una luz que le proporcionaba la energía suficiente, sino para prosperar, al menos para mantenerse.

Una luz interior que, de haberse visto, habría resultado cegadora.

***

Un día Tomás llegó a casa y se encontró a Anabel tirada como un saco de patatas en la cama… ¿dormida, inconsciente, borracha, drogada? Todo era posible... Había una jeringuilla utilizada en el suelo y una botella de ginebra vacía pero no recordaba si eran de la noche anterior. O de dos noches atrás…

—¡Tú, despierta, marmota! —rugió con desdén.

Tenía ganas de sexo y le contrariaba que no estuviera dispuesta. Se acercó a ella y la sacudió del hombro, barajando la idea de hacérselo dormida.

Haidi, que por aquel entonces contaba poco más de dos años, miraba desde su rincón del tugurio con ojos tristes. La estancia hedía a pañal sucio y el afán con el que la niña se chupaba el pulgar indicaba que estaba muerta de hambre. No entendía por qué su mamá llevaba horas y horas sin moverse. Tampoco entendió cómo pudo desdoblarse y rozarle la mejilla con los dedos a la vez que yacía en el colchón; ni cómo de repente se evaporó por completo de su lado. Pero no lloró ni gimoteó o su papá se enfadaría mucho con ella. La mezcla de miedo, soledad y hambre plasmada en la cara de la pequeña era desgarradora.

—¡Tú, venga ya, joder!

La intentó incorporar en el catre pero se desplomó de nuevo; era un peso muerto, nunca mejor dicho. Al cogerla del jersey quedó gran parte de la piel al aire y pudo notar la ausencia de calor en su cuerpo. Estaba azulada…

El terror empezó a dibujarse en su rostro al sospechar la realidad, al ver que su compañera no despertaría más. Haidi, de esa manera que los críos captan las emociones de los mayores, se percató de que algo no iba bien y no pudo refrenar unos incipientes sollozos pero Tomás le berreó algo ininteligible y la niña se tragó los lamentos.

Anabel había fallecido de una sobredosis a la joven edad de veintiún años.

Tomás se vio perdido, aunque no por lealtad hacia la muerta sino por la soledad que se le venía encima, pues la desdichada había sido su amiga de juerga durante casi tres años y se había amoldado a ella.

¿Y la niña?

¿Qué iba a hacer él con una niña de dos años a cuestas?

«Maldita sea, hay que joderse», pensó. Encendió un cigarro y miró asqueado a la cría, que seguía chupándose el dedito en el rincón. En sus cortas entendederas creyó que todo habría sido diferente si la criatura no hubiera venido al mundo e, ilusoriamente, se convenció de que su chica seguiría allí, “disfrutando de la vida”.

Ay, el autoengaño…

Démosle el beneplácito de ser un drogadicto, un enfermo desesperado sin autocontrol. Pero también era un hombre zafio y cobarde y, como tal, quiso buscar un chivo expiatorio de todas sus desgracias y, cómo no, lo halló en Haidi; aunque nunca tuvo el valor de abandonarla a su suerte, jamás sintió una pizca de afecto por ella ni le ofreció las atenciones que precisaba. La miraba a los ojos y veía a Anabel. El asombroso parecido entre madre e hija hacía que le invadiera la ira, puesto que él anhelaba la compañía de la madre, no la de aquella mocosa que no sabía hacer nada por sí sola.

Sentía deseos de venganza pero… ¿Hacia qué? ¿Hacia quién?

La insatisfacción y la rabia le devoraban por dentro. Lo que hacía unos años parecía la gran aventura de su vida al marcharse de casa se había convertido en una terrorífica pesadilla de la que no podía despertar.

¿Cómo podría un hombre de esta índole siquiera aproximarse a cumplir con la tarea de padre? La mera idea es quimérica. Pero, por indescifrable que sea, la niña sí logró avanzar en el tiempo.

El viaje de Haidi

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