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En la sala de espera del Dr. Sánchez casi todo era de una tonalidad verde manzana, desde las paredes hasta las baldosas que cubrían el suelo.

«Qué acertado, el color de la esperanza… lo que yo no tengo… ¿Cuál será el de la desesperanza? ¿El negro, el gris…?», se preguntó Haidi.

Había dejado atrás el bache de fiebre de la semana anterior y le habían dado el alta. Presentaba una notable mejoría, tanto que estos días había vuelto a trabajar en la cocina de la residencia, la preferida de sus tareas, ya que en su casa nadie cocinaba nunca y le fascinaban las recetas que se podían componer con unas cuantas verduras, algo de carne o pescado y especias.

La voz de la enfermera interrumpió sus pensamientos.

—¿Haidi Grams?

—Sí, yo misma.

—Ya puede entrar, el doctor la está esperando.

Se levantó del asiento y la enfermera se puso a un lado de la puerta para dejarla pasar.

Él no había estudiado medicina para comunicar a los pacientes más graves que no podía ayudarles. No. Desde niño quiso ser médico para salvar vidas. Con un tinte de superhéroe en sus aspiraciones, quería convertirse en una especie de Superman, pero al quedar la habilidad de volar fuera de su alcance, se hizo doctor. Se especializó en neumología porque le llamaban la atención aquellas dos figuras esponjosas y sonrosadas con forma de triángulo.

Cuando entró en la consulta, el doctor estaba contemplando un póster de anatomía humana que colgaba en la pared, recordando por qué se había convertido en neumólogo.

—Buenos días, Dr. Sánchez —saludó afable.

—Buenos días, Haidi, por favor siéntate. —«Una muchacha tan joven…», pensó. Respiró hondo, tomó asiento y comenzó la entrevista con la paciente.

—Bien, ¿cómo te encuentras últimamente? Tienes buen aspecto.

—Sí, mejor que la semana pasada. No he vuelto a tener fiebre y estos días he retomado la actividad en el centro.

No le convencía la expresión del doctor, tenía la certeza de que no le aguardaban buenas noticias. Empezó a removerse inquieta en el asiento. El médico entrelazó los dedos encima de su mesa antes de proseguir.

—Déjame hacerte una pregunta. ¿Notas que te cansas más que, digamos, hace unos meses?

No tuvo que pensar mucho antes de contestar.

—Sí, de hecho, sí...

Se le cubrieron las manos de sudor. «Ya está, me estoy muriendo», pensó amilanada, en su línea habitual de pesimismo infructífero.

El neumólogo ojeó los papeles que tenía sobre la mesa, con los datos de las exploraciones que le habían realizado la semana anterior.

—Verás —empezó—, ahora que ya tengo todos los resultados, hay que decir que no son precisamente… alentadores.

Contemplaba a la delicada joven que tenía delante y lamentaba sobremanera no tener a su alcance las herramientas necesarias para auxiliarla.

—¿Qué quiere decir? Llevo días sin fiebre… —se justificó. Se acercó a la mesa para echar un vistazo a los informes pero no logró descifrar la jerga allí escrita.

«Lo sabía…», pensó.

Sabía que la FQ era crónica y muy peligrosa.

—Te lo explicaré —dijo el Dr. Sánchez, tomando un bolígrafo y señalando ciertos detalles de los informes—. En el TAC de tórax se aprecia un aumento considerable de la cantidad de moco en el pulmón izquierdo, inhabilitando la función del órgano casi por completo; aunque no te des cuenta, el pulmón que más estás utilizando ahora mismo es el derecho.

Ella asintió, atemorizada.

Sí. Se había dado cuenta de la insistente presión que notaba a menudo en el costado izquierdo pero el grave semblante del doctor la dejó sin palabras. Tragó con fuerza para que, en su galopante ascenso, las lágrimas no llegaran a los ojos.

—Por otro lado —prosiguió—, tu corazón se está dilatando debido al constante sobreesfuerzo que hace para obtener el oxígeno que necesitas.

Eso sí la dejó estupefacta. «¿El corazón?». Dejó caer los hombros, abatida.

—Pero… no me he saltado ni una dosis de medicación, ni una vitamina, nada —protestó desconforme, a punto de quebrársele la voz.

El médico comprobó algún dato en su historial y levantó de nuevo la mirada.

—Y lo sé, eres la mejor paciente que tengo. Naciste con FQ y por tus circunstancias familiares nadie te facilitó el tratamiento pertinente. —Se llevó una mano a la frente, frustrado—. Al contrario, tengo entendido que tu padre es fumador y que no tenía… escrúpulos a la hora de consumir tabaco delante de ti, agravando así tus síntomas. Has tenido muchísima suerte, Haidi; cualquier otro niño en tu situación no habría llegado tan lejos.

«¿Tan lejos? Pero qué dice… Si no tengo más que veintiún años…». Se llevó los dedos a las sienes, empezaba a dolerle la cabeza. No, no estaba preparada para morirse, era poco más que una adolescente, por Dios.

—¿Qué quiere decir?

En aquellos momentos, el Dr. Sánchez era la viva imagen del fracaso. Exhaló un sonoro suspiro antes de seguir.

—Llevas toda la vida corriendo una carrera contrarreloj con la FQ, de la cual has ido saliendo más o menos victoriosa hasta ahora. Desafortunadamente, en los últimos meses la enfermedad ha ido ganando terreno con virulencia, conquistando cada vez más tejido de tus pulmones…, sobre todo, del izquierdo.

El doctor recogió toda la documentación para archivarla dentro del dossier correspondiente, y se preparó mentalmente para lo que le tenía que exponer a continuación.

A Haidi le temblaba el mentón. Era cierto, sabía que la FQ era implacable, que había estado viviendo un tiempo prestado, intentando ignorar una realidad que acabaría atrapándola, pero había esperado que esto sucediera más tarde. En aquellos momentos su desánimo se vio multiplicado por mil. «¿Por qué tuve que nacer con esta mierda?», pensó. Cerró los ojos unos segundos para asimilar todo lo que el médico le estaba diciendo.

Vivía su enfermedad como un calvario, y estaba harta de ello. ¿Para qué seguía viva?, se preguntaba, convencida de que no tenía nada por lo que luchar. Pero la voz del médico interrumpió su paseo por el sendero de la autocompasión, y abrió los ojos para mirarle.

—No sabes cuánto lamento ser portador de malas noticias —se excusó—, pero la situación es ésta: hemos probado todos los tratamientos a nuestro alcance y hemos logrado controlar tu FQ con éxito durante unos años. Ahora el tejido pulmonar se encuentra muy deteriorado y tu enfermedad se está agravando en demasía, con lo cual tiempo es lo que no tenemos. Hay que actuar, y rápido.

Haidi, que le había estado escuchando en silencio, claudicó a las lágrimas que ahora fluían por sus mejillas.

—¿Qué puedo hacer?

—No desesperes, por favor. De momento todavía hay solución. Tenemos la alternativa de solicitar un trasplante de pulmón —proclamó el doctor.

Haidi enmudeció. El impacto de la palabra “trasplante” le puso el vello de punta y detuvo el llanto de forma repentina. Había visto algún documental acerca del trasplante de órganos y era consciente de su complejidad; la posibilidad de que resultara con éxito era, por decirlo sutilmente, minúscula.

—Oh, Dios mío. Eso no funcionará, doctor. ¿O sí?

Desesperanzada ante tal perspectiva, se recogió la espesa mata de pelo con las manos, pues el sudor le empapaba el cuello. No deseaba pasar por más penurias de las estrictamente necesarias. «¿Para qué? ¿Qué alicientes tengo para seguir adelante?».

El doctor respiró hondo antes de explicarle a la paciente contra qué se enfrentaba. Hubiera deseado garantizarle el éxito, pero no estaba en sus manos.

Él era neumólogo, no mago.

—El trasplante de pulmón es una operación sumamente difícil y que se encuentra en un estado muy incipiente dentro del campo de la cirugía; el índice de supervivencia no es elevado, pueden surgir numerosos problemas, tales como fallo del injerto, rechazo agudo dentro del primer año, infecciones, rechazo crónico pasado un año…

—Lo sé, he visto un documental.

Sacudió la cabeza en señal de rendición. El desánimo de la muchacha era contagioso y al médico le supuso un gran esfuerzo alentarla. Y aún no le había informado de todo.

—Bien. De todas formas, llegados a este punto, creo que no tienes nada que perder y te recomiendo encarecidamente que optes por ello —subrayó, asintiendo con la cabeza, en un intento de convencerla de que realmente no había más salida que aquélla.

—Ya...

No sabía qué otra cosa decir o hacer. Si no hacía caso del neumólogo, ¿entonces qué recurso le quedaba? Se sentía desamparada, cansada y sin afán de nada. El Dr. Sánchez se aclaró la garganta.

—Un contratiempo añadido es que este país no tiene experiencia alguna en esta novedosa cirugía.

—¿Qué? ¿Entonces? Había entendido que era una alternativa...

Cruzando las piernas en el asiento, Haidi se sonó suavemente la nariz. No lo comprendía y le miraba interrogante. Durante un momento se sintió aliviada por no tener que someterse a una intervención de tal envergadura.

«Allá vamos», pensó el doctor.

—Verás. Tengo un colega, también bronconeumólogo y jefe de sección, el Dr. Andrew Fennan, que ejerce en el Hospital Freeman de Newcastle. Fue profesor mío en el programa de Erasmus y es un profesional de confianza. Allí sí que se realiza este tipo de cirugía. El único inconveniente es que tendrías que trasladarte al norte de Inglaterra durante una temporada indefinida. Podrías verlo como una oportunidad para conocer mundo —apuntó, con el fin de darle un aire desenfadado a la dramática situación—. ¿Qué te parece? ¿Has viajado alguna vez al extranjero?

—Oh, Dios mío… no, no, no...

Se le cayó el alma a los pies, un plan así era demasiado para ella. Los brazos le colgaban inertes al lado del cuerpo. ¿Coger un avión? ¿Instalarse en un país desconocido?

Ni de broma.

Había días que llevaba una rutina que se asemejaba a la normalidad pero otros que no se veía con ánimo ni de salir a la calle. Aquí por lo menos se sentía protegida por los profesionales del centro, allí no tendría a nadie… Cogió más pañuelos de papel para secarse el sudor de las manos y de la frente.

—No me veo capaz, doctor, lo siento… Me agoto sólo de pensarlo… Es una auténtica locura.

Él intentó transmitirle algo de energía y coraje.

—Te diré una cosa. —La miró confiado—. Tú puedes hacerlo. Tu caso es inaudito, te lo aseguro; aún con el grave estado de tus pulmones, de algún lugar sacas una fuerza que te permite avanzar; has terminado con éxito tus estudios, colaboras en esa residencia, llevas una vida casi normal… Los pacientes en tu situación no hacen ni la mitad de cosas que haces tú.

Eso sí era cierto.

Lo que el médico desconocía era que aquello que la mantenía en pie no eran los medicamentos, sino la luz interior que poseía sin saber, una fuerza que desarrollaría progresivamente a medida que aprendiera a enfrentarse con optimismo a las piedras que la vida se divertía esparciendo en su camino.

—Yo también tengo mil días en los que me siento para el arrastre.

—Lo sé, pero sigues adelante. Mírate. A pesar de tu aspecto frágil, la gente que no te conoce ni siquiera diría que estás enferma. Y tienes esas facciones tan lindas... Sólo deberías limpiar esa mirada tristona... Intenta ver la parte positiva; no te das cuenta pero eres una luchadora nata. Piénsalo.

Ya sabía que no parecía enferma; todos se lo recalcaban. Su admirable belleza ocultaba herméticamente tanto sus dolencias físicas como la lúgubre e intrincada maraña mental que la afligía a todas horas. Solamente si sufría dolor, fiebre, ahogo, o cualquier otro síntoma que la partiera por la mitad, se reflejaba el mal en su semblante.

Y sus ojos. Los ojos son la ventana del alma. Aquellas dos gemas negras no podían evitar que parte de su melancolía escapara por allí. Eso también se lo decían.

El doctor se levantó y guardó el dossier de Haidi Grams en el cajón archivador. Ella también se incorporó para ponerse la chaqueta, a pesar de que estaba sudando; no podía arriesgarse a coger frío en la calle.

«¿Qué parte positiva tengo que ver?», pensó. No veía ninguna…«No servirá de nada. Prefiero morir en mi tierra que hacerlo en el quinto pino».

—De acuerdo… Lo pensaré —dijo por cortesía.

No te rindas, Haidi.

No quieres darte cuenta, pero la suerte te acompaña.

***

A pesar de su desconsuelo y convicción inicial de que todo el proyecto era una absurda odisea que no le reportaría nada más que falsas esperanzas y el dispendio de un dinero que no poseía, las voces de sus amigas y de las cuidadoras, a raíz de insistir durante semanas, consiguieron persuadirla para que siguiera los consejos del médico y probase fortuna. Contrario a lo que cabía esperar, la muchacha se decidió a dar el gran paso, aunque convencida de que cada día que pasaba era un día menos que le quedaba y de que el final de su camino estaba ya cerca.

No obstante, aceptó el reto.

Nada tenía que perder, nada dejaba atrás; las palabras del médico resonaban en su conciencia, «Tú puedes hacerlo».

El complicado proceso de instalarse en otro país le infundía ansiedad y dudaba que pudiera abarcarlo todo ella sola, tan acostumbrada como estaba al constante apoyo del personal de la residencia y que nunca había valorado lo suficiente. La diferencia de idioma y cultura, sin embargo, no la amilanaba en absoluto, pues el inglés, aunque ahora un poco oxidado, había sido una de sus mejores asignaturas junto con la música. Y si el plan prosperaba con éxito, tenía tanto que ganar…

Pero no.

No iba a crearse falsas expectativas para luego caer todavía desde más alto.

Con la misma actitud victimista que puede tener un ternerillo dirección al matadero, se despidió de los empleados de Estels, quienes la habían criado con afecto y dedicación desde los catorce años, así como de sus compañeras, dos de las cuales habían llegado a ser amigas cercanas.

Hizo una última llamada desde el centro a Tomás para exponerle el proyecto, a lo que éste la animó efusivamente, encantado de tener a su hija a una distancia insalvable; al terminar la conversación y colgar el teléfono, arrimó lentamente la cabeza a la pared y dejó fluir las lágrimas, intuyendo que jamás volvería a ver a su padre.

Y sabiendo que él se alegraba de ello.

Anímate, Haidi, a saber qué o quién te espera en Inglaterra…

El viaje de Haidi

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