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Viernes 2 de diciembre

Dicen que hay días en los que es mejor no levantarse de la cama; días en los que, sin motivo aparente, todo se desarrolla de forma adversa, sucediéndose un contratiempo tras otro.

Para Haidi aquél fue uno de esos días.

Se levantó y se arregló con diligencia, puesto que a las diez y cuarto tenía hora en el hospital para unas pruebas rutinarias, un análisis de sangre, una radiografía de tórax y, a posteriori, una visita con el neumólogo.

Como de costumbre en el lugar, llovía desde primera hora y la temperatura había descendido como mínimo un par de grados. De camino hacia la parada del autobús, cayó en la cuenta de que se había dejado la documentación encima del escritorio y tuvo que volver atrás a recogerla; aquello la contrarió pues iba justa de tiempo y el autobús para la ciudad pasaba cada treinta minutos. Aceleró el paso, aunque sin echarse a correr pues no deseaba ahogarse de buena mañana, de modo que no pudo evitar perder el vehículo con el que habría llegado puntual al hospital.

Tomó el siguiente autobús. Como consecuencia, se presentó con un ligero retraso pero, afortunadamente, los enfermeros que le tenían que realizar las pruebas no le pusieron impedimento alguno. Cuando acabó, bajó a la cafetería para desayunar; no había probado bocado desde la noche anterior y se encontraba famélica. Escogió un sándwich de queso y un zumo de melocotón y se dirigió a una mesa libre; posó la bandeja y deslizó la silla para tomar asiento.

Con ese movimiento, le sobrevino de repente una intensa opresión en la parte izquierda del pecho, que la dobló hacia delante con una mueca de dolor. Este síntoma se había repetido con mayor frecuencia en los últimos días; la presión la dejaba aturdida unos minutos hasta que su cuerpo lograba asimilar el daño, para después remitir gradualmente hasta su completa desaparición al cabo de unas horas. Se lo explicaría todo al Dr. Fennan en un rato.

No le agradaba este neumólogo. No es que pusiera en entredicho su profesionalidad pero prefería al Dr. Sánchez, más afable y empático; este inexpresivo médico inglés era tan desangelado como el clima de la isla y ella se sentía como un número de historial más que como una paciente.

Pero las apariencias engañan.

Sentado en su despacho, el doctor se encontraba triste y abatido; siempre le afectaban sobremanera los casos espinosos como el de la Srta. Grams, la nueva paciente con un daño pulmonar tan severo. Era del todo inusitado que llevara una vida semi normal; presentaba una entereza tan dispar con respecto a otros pacientes en su mismo estado de evolución…

Se preguntó si aún quedaba algún milagro disponible para la joven.

Fue él quien, aparentemente impávido, le declaró que la radiografía que le habían practicado esa misma mañana revelaba la existencia de un neumotórax, una especie de colapso pulmonar que le provocaba aquellos reiterados espasmos dolorosos.

Que su deterioro pulmonar era considerablemente superior al observado hacía poco más de un mes, cuando la visitó por vez primera.

Que en el último análisis de sangre se confirmaba que Haidi era infértil, otra consecuencia de su FQ.

Que, con esa evolución, en pocas semanas pasarían a clasificarla como paciente terminal.

Paciente terminal.

Aquellas dos palabras pesaron sobre sus escuálidos hombros como dos sacos de hormigón.

Las únicas buenas noticias eran, por un lado, que a principios de enero sería incluida en el ensayo clínico que se estaba llevando a cabo en el centro con pacientes de FQ, aunque no dejaba de ser un experimento y ella, una rata del mismo. Por otro que, a partir de ese momento, las visitas con él serían semanales para así monitorizar los cambios con detallada minuciosidad.

En el autobús de vuelta a casa Haidi, con la frente apoyada en la ventana, no podía apreciar las verdes praderas, ni los bosques, ni las aguas del Tyne… Como si hubiera perdido la visión de forma repentina, era incapaz de ver más allá del cristal. El shock de la noticia únicamente le permitía una mirada hacia el interior, juzgando su efímera existencia por este mundo, viajando hasta su infancia, donde el ojo de la mente lo veía todo con claridad.

La actitud derrotista que la había acompañado desde temprana edad, fiel como su propia sombra, la había colmado de desesperanza durante sus veintiún arduos años, llevándola a percibir su vida como un calvario, cegándola ante las pequeñas cosas que sí tenía, siempre lamentándose acerca de su trágica niñez y alimentando su alma con amargura.

Viviendo del pasado, viviendo en el pasado.

Con la yema del índice pretendió acariciar una fina gota de lluvia que se había posado en el cristal, una insignificante gota entre millones. Siguió su recorrido por la ventana, la gota deslizándose por fuera, su dedo por dentro… hasta que, empujada por el viento, desapareció.

Se arrepintió de las veces que, innecesariamente, había ansiado morir, porque ahora sí se estaba muriendo y jamás recuperaría el tiempo malgastado con las penas. Eso había sido su vida, pensó, una abominable pérdida de tiempo.

Podría haber encajado los azotes de la vida con mayor firmeza, ignorado las desventuras pasadas, vivido la vida en lugar de perecerla.

Había vivido muriendo.

Si pudiera volver atrás… pero no podía...

Tictac, tictac.

El futuro ya es presente, el presente ya es pasado, el pasado… irrecuperable.

Sea como fuere, Haidi estaba siendo desmedidamente severa consigo misma, pues no todo estaba perdido. Nunca es tarde para cambiar de actitud.

Haidi, al fin y al cabo, eres humana y los seres humanos, imperfectos por naturaleza, cometemos errores; venimos a este mundo para aprender… y sólo se aprende de un modo: tropezando.

Has tropezado. Ahora levántate, aprende y acepta.

Piensa... ¿qué somos dentro del universo? Una pequeñísima estrella, una minúscula chispa de luz… Igual que la diminuta gota de agua dentro de la lluvia… tan insignificante…

La vida es fugaz, un mero instante; ahora lo vas comprendiendo ¿verdad? No permitas que la amargura se adueñe de tus emociones.

No seas tan exigente contigo misma pues nada tiene tanta importancia.

Nada en absoluto.

Debemos luchar por nuestra felicidad pero para ello, primero, es preciso controlar los pensamientos, dominar la mente. Tarea nada fácil. Todo, absolutamente todo, inclusive nuestra felicidad, está dentro de ella y su poder es inconmensurable. La mayoría de nosotros no sabe manejar esa potencia, desaprovechando las enormes posibilidades que nos podría brindar.

Así las cosas, permitimos que la mente nos domine a nosotros y nos contagie sus temores. Porque es miedosa y ve peligro en todas partes. Porque es gandula y prefiere prever un fracaso que inventar un posible éxito.

Para modificar el talante con el que afrontamos las adversidades, es necesario domar y reeducar la mente. Vigilar estrechamente los pensamientos que nos invaden, abriendo la entrada a los positivos, cerrándola a los negativos. Adoptar una postura de aceptación y gratitud, desterrar la destructiva idea de la autocompasión que, tan tentadora a veces, nos produce un falso reposo.

Ése es el primer paso para intentar ser felices. Siquiera intentarlo.

Resta decir que si repetimos una idea hasta convencernos de que es cierta, ésta paulatinamente se convertirá en nuestra realidad. Si es grata, la realidad será igual y nos llenará de alegría; si por el contrario es alarmante, la realidad será desapacible y nos causará inquietud.

Es un cambio de actitud drástico y complejo, y puede llevar años conseguirlo.

Haidi aún tardaría en realizar tal cambio pero, de momento, había dado el primer paso; se había dado cuenta de que algo en su vida tenía que cambiar y de que ese “algo” tenía que ver con su felicidad.

¡Vamos, Haidi, lucha!

El viaje de Haidi

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