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A pesar del choque inicial, la vida de Tomás no se vio gravemente alterada. Seguía ocupando el mismo tugurio, delinquiendo sin escrúpulos, hurtando aquí y allí, fumando todo lo que le cabía en los pulmones, inyectándose cuando y cuanto podía y llevándose prostitutas a la cama para sustituir a Anabel. Entre sus cometidos diarios no se encontraba el encargarse de Haidi; por lo general se la endosaba a las vecinas, aparcándola en casas ajenas durante horas; allí tomaba algo de comer, veía dibujos o inclusive le leían un cuento. Pero otras muchas ocasiones la dejaba sola en el zulo.

Gracias a otro mecanismo de defensa, el instinto de supervivencia, con apenas cuatro años la chiquilla había aprendido donde se guardaban la talega del pan y la leche, a medio lavarse un poco cuando ya le picaban sus partes y, sobre todo, a quitarse del medio; el padre, si podía calificarse así, le gritaba por cualquier cosa que le recordase que seguía viva.

Lo único que hizo por ella, aunque no por obligación sino para librarse de su carga, fue inscribirla en el colegio situado en la misma calle cuando contaba con la edad pertinente; por fortuna, allí la cría tenía el almuerzo asegurado. De ser un bebé silencioso, pasó a ser una niña introvertida y nunca hablaba del trato despectivo que recibía; los profesores sólo veían una alumna tímida; los escolares, una compañera afable. Las horas que Haidi pasaba en la escuela eran, de hecho, las más placenteras y fructíferas de su vida cotidiana.

En casa, a Tomás le molestaba hasta su tos, una tos que se había instalado cómodamente en algún rincón de su pecho y que había decidido quedarse allí para los restos.

—¡Joder, tú, deja de toser ya, niña! —le chillaba una y otra vez sin tan siquiera quitarse el cigarrillo de la boca, acumulando humo y nicotina en la covacha sin ventilación que era su morada.

Una de las mujerzuelas que entró en aquel agujero intentó alertarle, aunque fue en vano. Mientras se sacaba el abrigo, mirando a su alrededor con grima, le reprochó el estado de la niña.

—No deberías fumar delante de esa cría. ¡Por Dios! Cómo tose…

—Déjala, no le pasa nada.

—¡Qué flacucha! Está enferma, se ve a la legua...

—Sólo son mocos, joder... —alegó el zopenco con brusquedad, desabrochándose los tejanos y quitándose los zapatos de un puntapié.

—¿Tiene fiebre? Está como un tomate.

—Oye, tú has venido a follar ¿no? Olvídate de la cría.

Poco antes de que se presentara la mujer, ya le había dado una aspirina, puesto que no quería arriesgarse a que se le muriera en casa igual que la madre.

—Allá tú, es tu hija… —murmuró con una mueca de desagrado.

Al final, ignoró a la niña aunque no por desidia, sino porque ya tenía su propio lote aguardándole en casa pues era madre de tres churumbeles. Y necesitaba el dinero.

—Ostias, qué frío hace aquí…

—Pasa a la cama y te calentarás —gruñó Tomás.

—Pero… ¿Cómo? ¿Delante de ella?

Arqueó las cejas abrumada pues, aún siendo una libertina, tenía un mínimo decoro.

—Tranquila, ella no mira, aquí no hay más que una habitación. La próxima vez te llevaré al Ritz —rió sarcástico—. ¡Tú, cara a la pared! —gritó a la cría.

La mujer se relajó cuando vio que, efectivamente, Haidi se tumbaba en su colchón de cara a la pared y les ignoraba. Sí…, estaba ya acostumbrada a las desvergonzadas escenas de su padre; mientras él se liaba con la furcia, ella, vuelta de espaldas, apretaba los ojos y se tapaba los oídos, intentando no escuchar los murmullos y gemidos de los dos adultos que, en su egoísta fervor y olvidándose de la cría, eran cada vez más sonoros.

Que no cunda el pánico. ¿Recordáis lo que mencioné antes? Mecanismos de defensa…

Las ocasiones en que no se cubría los oídos era porque, a través de la pared, llegaba la mágica melodía del violín que el vecino desconocido y misterioso tañía al otro lado; entonces, con las manos libres, la pequeña se abrazaba la barriga y, mientras escuchaba la música, sufría en silencio el dolor en el abdomen que le atacaba con asiduidad.

Aún sin ser una niña feliz, era una luchadora nata.

En defensa del padre habrá que decir que, a medida que Haidi se hacía mayor, dejó de llevar fulanas a casa, por su propio sentido de la vergüenza y del pudor.

***

El tiempo fue pasando en la vida de padre e hija. Quizá fue la educación recibida en la escuela, quizá su propia disposición, pero la niña se convirtió en una muchacha modosa y formal, pese a la vulgaridad y ordinariez con las que la criaba Tomás.

A causa de la desnutrición y de una enfermedad aún no diagnosticada, con doce años Haidi era de constitución flaca y de corta estatura. Eso sí, con unas bellas facciones que no pasaban desapercibidas allí donde fuera; habían dejado de ser angulosas para redondearse con gracia. Presentaba una tez blanca y perfecta, un fino y largo cabello pelirrojo como el de su madre, poco común en un país mediterráneo. Y los grandes ojos negros que contrastaban intensamente con su pelo bermejo, unos ojos en cuyas pupilas se vislumbraba el hondo pozo de tristeza que guardaba dentro de sí.

Se había adaptado a la vida dantesca, pero su corazón sentía zozobra.

La bestialidad del padre, aún no siendo física, fue desmembrando la vulnerable psicología de la hija hasta que ésta perdió los últimos reductos de seguridad y autoestima; a base de gritos, negligencia y desdén, en su corazón quedó esculpido, milímetro a milímetro, que no merecía la vida que se le había dado ni el cariño que no se le daba.

Creció despojada de amor y, por ende, de las herramientas necesarias para valorarse y estimarse a sí misma, con lo que se convirtió en una muchacha insegura y de una timidez extrema, rasgos que la caracterizarían hasta bien entrada la veintena. Como ya se verá más adelante, en algún momento de su vida adulta conocería otra alma también vapuleada, si bien de un modo totalmente dispar al de ella y con una existencia que sería la antítesis a la suya; a pesar de sus diferencias, tarde o temprano las heridas anímicas de ambos se sanarían mutuamente con el roce y el cariño que se brindarían.

Pero volvamos a su infancia...

Se mire como se mire, resulta inescrutable que en este ambiente inhumano Haidi no se convirtiera en un ser insensible como lo era Tomás, nada más lejos de la realidad. Otro mecanismo de defensa del que se sirvió fue su propia condición. La niña era de buena pasta, de naturaleza dulce y pacífica, y atesoraba en su interior una generosa dosis de afabilidad que la impulsaba a anhelar el contacto humano; aún siendo retraída como era, se ganaba con facilidad el favor de los demás, salvo el de su propio progenitor.

Debido a su temperamento, por un lado, y a su inseguridad, por otro, ni se planteaba replicar a las voces de su padre. Aquello enervaba a Tomás en grado sumo ya que, si ella le hubiera contestado con exabruptos o hubiera actuado con rencor, tal vez un día quedase absuelto de todo el mal perpetrado. En el fondo, bien sabía que llevaba años envuelto en una vorágine de destrucción, descontrol y odio, hacia los demás, hacia su vida y hacia sí mismo.

Pero los niños maltratados no levantan la voz, ni se encaran con nadie.

Se autoinculpan, se desquieren y se avergüenzan de sí mismos.

En una ocasión estaba él sentado en el camastro con la cabeza en las manos y de un humor de perros por una de sus habituales jaquecas; debido al abuso de sustancias y la mezcla de las mismas con alcohol, éstas eran cada vez más frecuentes, pese a que él, en su irracionalidad, las achacaba a cualquier otra cosa, las voces de los vecinos, el frío, el calor…. o la escandalosa tos de su hija.

Aunque lo que más le repelía era cuando la tos se acompañaba de algunas gotas de sangre. Como buen cobarde, le aterrorizaba lo desconocido y se inclinaba por la idea de que aquel síntoma no era preocupante, de que no era más que la consecuencia de la tos fuerte y productiva de la niña. Como enfermo drogadicto, no tenía capacidad para encargarse más que de sí mismo, y de forma pésima, y daba la espalda a todo lo que apestara a responsabilidad.

Por unas cosas o por otras, la trataba a berrido limpio.

—¡Joder! No puedo aguantar más este puto dolor de cabeza… —gimoteó encendiendo un cigarro.

La niña no dejaba de sentir apego hacia su padre, pues ese ogro toxicómano era el ser humano más cercano que tenía.

—¿Quieres un calmante, papá? —le ofreció servicial.

—¡¡Aléjate de mí!! ¡Eres tú y tus toses lo que me da este puto dolor! —bramó, al mismo tiempo que cogía la botella de ginebra vacía del suelo y la estampaba contra la pared, haciéndola añicos.

A pesar del repullo que dio por el escándalo del cristal roto, en lugar de echarse atrás y con la intención de aplacar la ira de su padre, le acarició el brazo, marcado por los pinchazos y los abscesos de pus. Él le dirigió una mirada de repulsión y como toda respuesta le exhaló el humo en la cara, tal era la rabia que sentía por ella.

Fue la única vez que hizo eso, pero lo hizo, el desgraciado.

Apartándose rápidamente, la pequeña empezó a toser y a ahogarse por la falta de aire y la presión en los pulmones.

Mas nunca se enfrentó a él.

Al igual que ciertas personas crían a su perro a patadas y éste, a cambio, les sigue mirando con adoración como sólo una mascota mira a su amo, ella, por su templanza y su personalidad fracturada, le absolvía todo al drogodependiente que era a la vez su padre y su amo, guiada por la ingenua creencia de que así él algún día la querría.

Dije antes que Dios aprieta, pero no tanto y, venturosamente, la trayectoria de nuestra amiga pronto se alteraría de un modo favorable.

Ya os adelanté que la suerte deseaba cruzarse por su camino.

El viaje de Haidi

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