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Sábado 26 de noviembre

Aika, de brazos cruzados, miraba incrédula cómo su amiga se desmaquillaba impasible, como si nada… Habían hecho el trayecto de vuelta con Mark y sus compañeros de trabajo y no habían podido hablar en el coche, así que estaba impaciente por conocer los detalles del relevante encuentro de Haidi.

La muchacha oriental no salía de su asombro. Aquella chica que no mostraba la menor inclinación por entablar relación con chicos o salir de noche había logrado conversar con Lord Alistair Ashley, el único ricachón de la fiesta. No era envidia, ¡qué va! Sentía un gran aprecio por la española, pero era ella la que iba siempre a la caza y captura… y esta vez no había pescado ni una sardina.

—Es alucinante…

—Y dale... Te digo que lo único que quiere tu gran Lord es tirarse a la primera que se le ponga delante y, mira por donde, una servidora se cruzó con él saliendo del lavabo. Nada más. Pura casualidad.

—No lo creo... Tú dirás lo que quieras pero un hombre así no dedica ni dos segundos a una persona que no le interese. En la fiesta dos chicas hacían comentarios… perturbadores.

—¿Sobre él?

Aika se sentó en la tapadera del inodoro para estar más cómoda, mientras Haidi se cepillaba los dientes.

—Exacto. Una de ellas, una tal Marianne, estuvo saliendo con él un tiempo... Dice que es un tío frío y calculador y lo único que persigue es meterse en cuantas más bragas, mejor. Ni amor ni romance.

Haidi se enjuagó la boca antes de contestar.

—¿Lo ves? Sexo, eso es lo que quería. —Soltó una risilla—. Si ya te digo que me miraba como un lobo que no hubiera comido en tres meses… daba repelús.

—En cualquier caso, que ese hombre, uno de los solteros más codiciados de Newcastle, perteneciente a una de las familias más prestigiosas, te mire con deseo… ¿en serio no te provoca cierto orgullo?

—A ver…, en parte sí, claro —admitió—, es guapísimo y encima rico, aunque lo que yo sentí fue… no sé, inquietud. Parecía muy dominante, dispuesto a no dejarme pasar hasta que se le antojara. Te lo juro, menos mal que viniste a buscarme. No sé de lo que es capaz un tío así. Espero no encontrármelo nunca más. —Se giró hacia su amiga—. Anda, déjame hacer pis...

Aika se levantó dirigiéndose a la puerta del baño, donde se detuvo un momento para decir una última cosa.

—No, no creo que le volvamos a ver… Él se mueve en círculos más elitistas, era pura churra que estuviera allí hoy. Se ve que es amigo de Bryan, el anfitrión, que le había invitado para darle un aire más selecto a la fiesta —rieron juntas pensando en lo banal que podía ser la vida de los ricos.

—¡Bah! Que les den morcilla a todos; vamos a dormir… Todavía tengo que ponerme el oxígeno un rato —dijo apagando la luz del cuarto de baño.

—¿Que les den qué?

—Nada… es un dicho español.

La japonesa se echó a reír.

—Creo que lo entiendo. Buenas noches, ligona, que descanses. —Le dio a su amiga un afectuoso beso en el moflete y se retiró a su habitación.

—Buenas noches —masculló en un suspiro.

Estaba absolutamente exhausta.

***

Esa misma noche, Lord Alistair Ashley estaba en el salón de su lujoso ático de Newcastle, un espacio con vistas a su ciudad natal. Se encontraba de pie frente a la gran pared acristalada, contemplando el puente de la capital y el río que fluía bajo el mismo, la luz en las ventanas de las casas, los coches que iban arriba y abajo... Acababa de darse una ducha y una toalla blanca le envolvía de cintura para abajo. Estaba descalzo. Totalmente descubiertos quedaban sus bíceps musculados y su espalda en forma de uve, producto de la perseverancia de su entrenamiento en la sala de pesas.

Estaba solo en la amplia estancia. Madeleine, la fiel señora de mediana edad que había limpiado y cocinado para él durante los últimos cinco años y con quien compartía su vivienda, ya se había retirado a descansar.

Su semblante transmitía un profundo descontento. Contrariado por cómo había transcurrido la condenada fiesta de su amigo Bryan, reflexionaba sobre el resultado de lo que sin duda era una de sus peores noches; se había propuesto beneficiarse a la pelirroja y ésta se le había escapado, como un pez oleoso que se resbala de entre las manos. Al salir del baño, la había buscado por todas partes, sin éxito. Se había evaporado como un fantasma.

«Si acaso no se hubiera entrometido la japonesa… Maldita sea».

Apagó el cigarro que había dejado a medias en el cenicero.

A raíz de las horas que llevaba pensando en ella, evocando sus hermosos rasgos y su delicada figura, pudo deducir lo que había de extraño en su mirada.

Algo parecido a la tristeza… y no pudo evitar preguntarse por qué.

Apuesto, influyente, inmensamente rico y buen amante, no había ninguna mujer que se negara a sus encantos. Cruzado de brazos, y todavía frente a la ventana, dedicó unos minutos a sus amoríos. Afortunadamente, nadie más que él oía la voz de sus pensamientos.

«Qué fáciles y simples son; además de unas zorras…».

Todas las que había conocido, sin excepción, le habían rondado meramente por su posición social y económica. Por su poder y su influencia. Incluso las de clase acomodada se cegaban ante su apellido, y no miraban más allá. Pero él las desenmascaraba con destreza, y las utilizaba fría y calculadoramente para desfogar sus pasiones, aunque para ello tuviera que desprenderse de lo que él consideraba limosna, invitándolas a restaurantes caros y haciéndoles obsequios espléndidos.

«… Y tan frívolas… Con un par de regalos ya se me ofrecen como rameras con la inútil esperanza de apoderarse de mi corazón y de mi dinero».

Se le escapó una risa floja pensándolo.

El dinero no le importaba gran cosa, lo tenía a espuertas. Pero corazón sólo disponía de uno y no pertenecería jamás a nadie, lo guardaría indefinidamente como un tesoro bajo siete llaves. Se lo había jurado a sí mismo después del desacertado episodio con Crystal, la hija de unos amigos de sus padres; siendo joven e inexperto, creyó estar impetuosamente enamorado para al cabo de unas semanas caer en la cuenta de que ella, siguiendo los designios de su padre, un barón de poca monta, tan solo perseguía la nobleza de su linaje y, por su puesto, sus bienes.

Habían transcurrido más de diez años de aquello. En todo ese tiempo había logrado perfeccionar la gruesa capa de acero que protegía su corazón, así como el arte de ocultar sus sentimientos.

Aparte de no haber podido acostarse con Haidi, había algo que le enojaba todavía más; el manifiesto rechazo por parte de ella le desgarraba su orgullo masculino. Envanecido y arrogante, tal y como le habían hecho las mujeres, estaba acostumbrado a conseguir con una mirada a cualquiera que se le antojase; las féminas se rendían vertiginosamente ante él, con el único afán de engatusarle y casarse con su abultada cartera y con su agenda llena de contactos influyentes. Aquella pelirroja, por el contrario, no sólo no había mostrado interés alguno en él, sino que además había desechado sus atenciones, huyendo de él.

Encendiendo el último cigarro del paquete se propuso conquistarla de una manera u otra, tendría que prolongar la caza y, si lo consideraba oportuno, cambiar de estrategia las veces que hiciera falta. Conseguirla la conseguiría, pues con el sexo opuesto era un rey de la artimaña.

Cerró los ojos e invocó la imagen de aquella ninfa pelirroja.

Su ideal carnal hecho realidad.

—Haidi… —murmuró.

Le temblaba el cigarrillo entre los dedos.

El viaje de Haidi

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