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Lunes 30 de octubre

El Dr. Andrew Fennan era un señor alto, no muy corpulento; su barba y bigote bien perfilados compensaban la incipiente calvicie que hacía eco de su visible madurez. A simple vista parecía un hombre frío, distante; pocos sabían que la indiferencia era la máscara que utilizaba para protegerse a sí mismo de los infortunios de los pacientes. Increíblemente humano, trazaba una gruesa línea entre los enfermos y él mismo, con el mero objeto de preservar su ánimo, y no volver a atravesar la crisis emocional que sufrió al perder un paciente muchos años atrás; entonces era joven e impresionable y acababa de iniciar su labor hospitalaria. Ahora con más de treinta años de experiencia, capaz y dispuesto a dedicar un mayúsculo esfuerzo a cada uno de sus casos, no podía hundirse con los pacientes que lamentablemente se hundían.

Había tenido tiempo sobrado de estudiar de cabo a rabo el historial médico, ya traducido al inglés, de Haidi Grams, una joven de corta edad que parecía tener los días contados y que había viajado desde España en busca de una solución milagrosa. Cuando ya se acercaban las nueve en punto de la mañana, hora de la visita con ella, Fennan respiró hondo y se armó de valor, pues él no podía ofrecerle hoy por hoy lo que la paciente precisaba con tanta urgencia.

Y tenía que hacérselo entender.

—Doctor, Haidi Grams acaba de llegar —le avisó la auxiliar.

—Sí, gracias, hazla pasar.

Sentado en su silla, se sacó las gafas para limpiárselas con el pañuelo, un gesto que siempre le relajaba. Haidi entró en el despacho y, tras saludarse cortésmente, le indicó con un ademán que se sentara en la silla. La chica era tan joven que podría ser su hija, y tan escasa de talla que parecía una niña…

—Buenos días, Dr. Fennan.

—Buenos días, Señorita Grams.

El tono del doctor era correcto y profesional pero, a la vez, flemático. Acostumbrada a la cordialidad de los médicos españoles, esta actitud le desagradó sobremanera aunque se guardó de dar muestras de ello.

—Espero que haya tenido un buen viaje. ¿Cómo se encuentra estos días?

—El viaje, bien, gracias, pero me ha dejado agotada… En cuanto me sobresalgo una pizca de mi rutina habitual, mi cuerpo se resiente.

—Indiscutiblemente, su FQ la hace muy vulnerable. Dedíquese a descansar todo lo que pueda. Aunque, si me permite una observación, su agotamiento no se refleja lo más mínimo en su imagen; tiene usted un aspecto excelente.

El médico estaba atónito; tal grado de deterioro a nivel interno se plasmaba forzosamente en la fisonomía de los pacientes. No era así con ella.

—Gracias… —Haidi cambió de tema y fue al grano con delicadeza—. No sé si ha tenido tiempo suficiente para leer la carta del Dr. Sánchez.

—Por supuesto, la he leído y he estudiado su caso detallada y exhaustivamente. Y sí, la respuesta es que en esta clínica hemos practicado ya algunos trasplantes pulmonares y hasta logrado buenos resultados. —Se colocó las gafas, impolutas. El tono del médico se tornó expresamente serio con las siguientes palabras—: ahora bien, se nos presentan varias dificultades, una de ellas insalvable.

No había esperado gran cosa de todo aquello pero, como era humana, ante tal discurso, empezó a desmoronarse como una montaña de arena. «Lo sabía....», se dijo, fiel a su pesimismo. Tras alisarse la blusa, posó las manos en su regazo a la espera, como era habitual, de un mal pronóstico. Habló con un hilo de voz.

—¿Cuál?

—Veamos. Usted es extranjera —argumentó muy a su pesar— y este país es invariablemente estricto con las leyes de extranjería; estamos obligados a acatarlas o de lo contrario la sanción para el hospital podría ser astronómica.

Con las manos encima de la mesa, el médico juntó las yemas de los dedos como si estuviera pronunciando una plegaria. Suspiró abatido. Detestaba el tipo de casos por los cuales bien poco podía hacer.

—Pero mi neumólogo me ha remitido a usted. No puedo creer que haya hecho el trayecto en vano… Me he gastado un montón de dinero…

Haidi habría seguido protestando pero le faltó empeño; la angustia empezó a dibujarse en sus rasgos, con lo que Fennan tuvo que esforzarse mucho para transmitirle algo de tranquilidad.

—Déjeme que le explique. Debido a la elevada cantidad de inmigrantes que recibe el Reino Unido, el Departamento de Inmigración estipula que los pacientes temporales, es decir, cuya residencia en el país es inferior a tres meses, pueden acceder a los cuidados de atención primaria pública. Ahora bien, para intervenciones médicas que no corresponden a la atención primaria, el paciente debe ser residente ordinario y contar con un permiso de estancia indefinido, lo que significa haber vivido en el país durante un mínimo de doce meses.

—O sea, ¿tengo que esperar doce meses?

Según el Dr. Sánchez, Haidi no disponía de tanto tiempo ni por casualidad. El daño cardíaco no lo soportaría.

—Como mínimo.

—Pero… —objetó Haidi, cariacontecida— si se ha leído el informe, sabrá que no dispongo de esos meses...

—Lo sé. Ése es el gran contratiempo, valga la redundancia —replicó pesaroso acariciándose la barba—. Intentaré añadirla a la lista de espera pero no puedo garantizar cuánto tardarán en aceptarla o en atender sus necesidades. Lo siento muchísimo, Señorita Grams —dijo mirándola con absoluta sinceridad—. Existe la posibilidad de hacerlo por vía privada y que el trasplante corra por cuenta del enfermo pero el coste es estratosférico, casi trescientas mil libras.

La expresión del neumólogo no llegó a revelar el profundo malestar que sentía. Era inaceptable que la muchacha hubiera volado tantos kilómetros para ahora recibir estas absurdas explicaciones; él se había puesto en contacto con su colega Camilo para advertirle de la situación legal pero éste no había podido comunicarse a tiempo con Haidi. Todo se había desarrollado de un modo azaroso.

A la alternativa de llevarlo a cabo por cuenta propia, ni replicó; representaba un gasto inasumible y no reuniría ese dinero ni en cien vidas que viviera.

«Si es que lo sabía…», se repitió.

Ante el silencio de la paciente, el médico bajó la mirada hacia los documentos que había sobre la mesa y se secó el sudor de la frente con la mano.

Al levantar de nuevo la vista, vio que Haidi tenía los ojos clavados en la ventana que había detrás de él. Un torrente silencioso de lágrimas corría por sus mejillas, cayéndole por la barbilla y humedeciendo la chaqueta que descansaba en su regazo; aquel llanto mudo era una amarga estampa que perseguiría al Dr. Fennan durante días. Por un momento pensó en levantarse y rodear la mesa para consolar a la chica de algún modo, pero se detuvo a tiempo pues aquello parecería una reacción más paternal que profesional. Y no se lo podía permitir.

Cuando Haidi se hubo desahogado, le habló de sus funestas conjeturas.

—No se lo va a creer pero, de hecho, esperaba algo así...

—¿Por qué?

—No tengo fe ni esperanza en nada... He viajado hasta aquí simplemente porque me dejé persuadir. Todo esto… este plan… es inútil.

—Discrepo, Srta. Grams. —El Dr. Fennan la miró con la firme severidad de un teniente—. Yo no he dicho eso. No es inútil; es un recorrido muy complicado y lleno de obstáculos, pero no imposible.

Obstáculos. De pronto recordó que el médico no le había explicado todo. Inquirió acerca del resto, temiendo las posibles respuestas. Estaba deseando salir del despacho y perder de vista a este médico tan distinto al afable Camilo Sánchez.

—¿Cuáles son las otras dificultades? Antes mencionó “varias”…

Sin evitar sentirse culpable, el Dr. Fennan le repitió lo que ya le había dicho el neumólogo de Barcelona.

—La cirugía internacional lleva unos veinte años realizando trasplantes, un período demasiado breve para la ciencia; hace falta ensayar con más casos para perfeccionar la técnica. Y el órgano con el que menos se ha experimentado es precisamente el pulmón. —Hizo una pausa para carraspear—. Además, es una intervención sumamente delicada donde la tasa de supervivencia no es tan elevada como desearíamos. Un paciente trasplantado corre diferentes riesgos: fallo del injerto, diferentes tipos de rechazo, infecciones…

Haidi parecía hundirse cada vez más en el asiento de la consulta. Quería irse y quería hacerlo ya, pero el médico no parecía acabar nunca su parrafada.

—Es un viaje tortuoso y cuesta arriba, Srta. Grams, pero por lo menos es un viaje. Lo que usted está haciendo ahora es caer en picado. Vale la pena intentar entrar en esa lista de espera.

«Caer en picado también es un viaje ¿no? Hacia abajo…», pensó Haidi.

—No sé… supongo.

Sólo le quedaba resignarse. ¿Qué iba a hacer? Si volvía a España era una muerte segura. Si se quedaba en Inglaterra… posiblemente también pero ¿cómo podía saberlo? El doctor le ofreció una mirada aparentemente serena que ocultaba una invisible carga de preocupación.

—Tenga la garantía de que haré todo lo posible por ayudarla.

Sin afán de ofrecerle falsas promesas, le habló de un tratamiento experimental con un principio activo nuevo que se había puesto en marcha en la Unidad de Neumología, si bien aclarando que no estaba en su poder garantizarle nada, ni el éxito del mismo ni su inclusión inmediata en el ensayo clínico, dada su condición de inmigrante temporal. De nuevo, era necesario esperar un tiempo rutinario para la burocracia del hospital pero vital para ella.

Sin la más mínima esperanza al respecto, Haidi enmudeció ante el médico; no se le ocurrió preguntar ni consultar nada. Lo único que le rondaba la cabeza era que había dado este gran paso en balde, que no quedaba nada por lo que luchar y que deseaba salir de la consulta para volver corriendo a casa y allí, una vez sola, dar rienda suelta a las emociones negativas que acumulaba en su interior.

Así no se soluciona nada, Haidi. Deja de pasear por el engañoso sendero de la autocompasión. Has de luchar y tener fe en la medicina, en el destino y en ti misma.

Antes de abandonar el hospital, el médico la consoló diciendo que le harían un seguimiento de visitas programadas en toda regla y que, por el presente, se valdrían de las terapias que tuvieran al alcance de la mano.

Durante un año.

A Haidi le faltó el coraje para preguntar si realmente existía alguna posibilidad de que cumpliera esos doce meses y el Dr. Fennan, por su parte, tampoco le reveló sus dudas al respecto, pues la muchacha tenía gran parte de las vías respiratorias deterioradas y el corazón agotado. La diferencia entre ellos era que el neumólogo sí tenía esperanza.

Aquella paciente era un caso misterioso.

Algo habitaba en su interior, algún tipo de fuerza que contrarrestaba su apatía, una energía que, sin ser física, la mantenía a flote. A pesar del estado de sus órganos, llevaba en apariencia una vida que se acercaba a la normalidad, abordando unas pocas tareas sencillas, lo cual resultaba alentador pero desconcertante a la vez; con una clínica así, los pacientes tendían a confinarse en casa, reduciendo al mínimo su actividad y su contacto con el exterior.

Por otro lado, aún siendo menuda y enclenque, sus bellos rasgos faciales no dejaban entrever su enfermedad ni el cúmulo de pensamientos destructivos que la abrumaban; la traicionaban únicamente unas cuantas arrugas provocadas por el padecimiento, y la melancolía que emanaba de sus ojos negros.

«Visto lo visto, si ha llegado tan lejos, es posible que resista un poco más», se dijo el especialista, con fe.

El viaje de Haidi

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