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Martes 29 de noviembre

Aquella mañana Haidi no tenía que haberse presentado en Family Aid pues estaba otra vez con infección y antibióticos. El frío de los últimos días de noviembre era especialmente cruel y traspasaba la recia tela de su abrigo de pelo. Una vez en la tienda, se miró en el espejo de uno de los probadores y se asustó de su propia palidez. Cargada de complejos que estaba, se juzgaba con intransigencia. Su piel le habría parecido blanquecina aunque se encontrara como una rosa, pues era de tez clara, y lo que en verdad destacaba eran los enormes ojos negros y el cabello bermejo que enmarcaba sus límpidas facciones.

El único signo de su mala noche eran las sombras grisáceas que rodeaban sus ojos, puesto que la fatídica tos apenas la había dejado dormir. Pese a que la inundaba un cansancio indescriptible, intentaría aguantar hasta la una del mediodía, hora de cierre, ya que su compañera no vendría hasta la tarde.

«¡Qué lento pasa el tiempo! Los días parecen semanas y las semanas, meses… Nunca lo conseguiré…», pensó, agorera como ella sola. Encendió la radio para animarse con música; hizo rodar el dial del aparato hasta que sintonizó una emisora en la que sonaba New Year´s Day y lo dejó ahí.

Pero poco podía hacer la música, por alegre que fuera, por una persona con tal tendencia al infructífero pesimismo. Haidi no albergaba esperanzas de sobrevivir a los once largos meses que quedaban para que el estado le otorgara la posibilidad de trasplante; hacía tiempo que había claudicado ante la enfermedad y se limitaba a fluir, más que a vivir, un día tras otro…

Con estas lúgubres reflexiones andaba ordenando y clasificando las incontables prendas de ropa cuando oyó el tintineo del carillón. Se giró hacia la puerta con una afectuosa sonrisa dibujada en sus rasgos que duró menos de dos segundos.

«¡Dios mío! Pero ¿qué…?», pensó sobrecogida.

Pareció darle un vértigo de forma súbita.

Su sonrisa se borró inmediatamente al ver que el que acababa de entrar no era ni más ni menos que Lord Ashley.

La imponente presencia de este caballero la desestabilizaba por completo, su arrogancia la hacía sentir, si cabe, más frágil, su atractivo le hacía vibrar todo el cuerpo. Aquel tipo emanaba peligro y no había espacio libre en su vida para una complicación más. No deseaba verle ni hablar con él, quería que se fuera tal como había venido… Le sobrevino el pueril pensamiento de que si cerraba los ojos, casualmente desaparecería…

—Buenos días, Haidi. ¿Te acuerdas de mí?

La pregunta rezumaba insolencia, pues de sobra intuía la respuesta. No había más que observar la reacción de sobresalto y la mirada de recelo de la muchacha, a pesar de la cual él le sonrió galante.

—Lord Ashley…, qué… sorpresa.

—Llámame Alistair.

Ella, como contestación, asintió con una tenue sonrisa por cortesía. Presa de su timidez, no supo qué decir. ¿Qué demonios hacía un hombre así en un establecimiento de objetos de segunda mano? Le daba mala espina; la determinación presuntuosa que veía en sus ojos y su lenguaje corporal le anunciaban que cualquier tipo de relación con él sería intrincada y escabrosa. Y ahora que sabía más por los detalles que Aika le había relatado, intuyó que era de esas personas poderosas e intransigentes a las que no conviene importunar. Así que optó por bajar el volumen de la radio y atenderle amablemente.

—¿En qué puedo ayudarle, Alistair?

—Puedes tutearme —Miró hacia el transistor—. Buena música, la de U2…

—Sí… —Centró su atención en el apuesto hombre que tenía frente a ella—. ¿En qué puedo ayudarte? No creo que en este local haya nada que… despierte su… tu interés. —«Vaya, le estoy echando…», pensó, e intentó rectificar acobardada —aunque nunca se sabe, tenemos casi de todo, ropa, libros, discos, películas, juegos…

Mientras hablaba, señalaba los artículos a su alrededor. Tras pronunciar la última palabra, quiso morderse la lengua. Si el hecho de que tal hombre se presentara en tal comercio era ridículo, la idea de que se interesara por un juguete de segunda mano era bufonesca.

Alistair encendió un cigarro dando unos pasos por la tienda; de hecho, lo único que suscitaba su interés en aquel lugar era la joven que tan recelosa de él se mostraba. Exhaló el humo mientras simulaba prestar atención a los discos, acercándose cada vez más a ella. Cuando se volvió a mirarla pudo ver su expresión de horror y se detuvo en seco.

«¿Qué le pasa a la ninfa?», pensó.

Una vez que le tuvo a escasos centímetros, a Haidi le resultaba intimidante así que desvió la vista hacia las estanterías, girando también el cuerpo de forma imperceptible, dándole la espalda. Se estremeció al imaginar el humo en aquel espacio cerrado entrando en sus maltrechos pulmones, y sus consecuencias.

No debía respirar aquello.

—Lo siento, no se puede fumar aquí dentro. Mire… —musitó.

Haidi señaló con el dedo un cartel rojo y blanco de “prohibido fumar”, pero él volvió a situarse delante de ella y le clavó la vista amonestándola.

—Deseo que me tutees.

Era un modo de acortar la distancia que ella marcaba con su retraimiento.

«Así que ¿es eso? ¿Le molesta que fume? ¿Quién se ha creído que es?», pensó. Nadie, cuanto menos una mujer, le decía lo que debía o no hacer. Durante una fracción de segundo se debatió entre contradecirla con toda la arrogancia de la que era capaz o complacerla con el único fin de adueñarse de ella. Optó por apagar el cigarro con la suela del zapato, recoger la colilla y tirarla a la papelera antes de replicar con soberbia:

—Lo siento.

Era incuestionable que sus ojos no desprendían ni una pizca de remordimiento.

—Gracias…

—Hum…

Alistair, observándola, intentó dilucidar la edad de la joven, veinticinco, quizá veintiséis. Llevaba un jersey azul de cuello alto que ceñía sus bien esculpidos senos y unos pantalones tejanos que delineaban sus esbeltas piernas y su pequeño trasero. Se había recogido el pelo en un moño y le caían unos mechones ondulados; era tan escasa que parecía una frágil figura de porcelana. Estaba literalmente embebecido. Tenía que esforzarse por ignorar la ternura que esa chica le inspiraba para poder concentrarse en lo que de veras codiciaba, poseer su cuerpo tantas veces como fuera necesario hasta hastiarse y desentenderse de ella.

En aquel instante a Haidi le sobrevino un breve acceso de tos, provocándole a su vez una aguda punzada abdominal que le arrancó un gimoteo; en unos segundos todo pasó, pero ella aún conservaba una mano cubriéndose la boca y la otra en el abdomen.

—¿Qué te pasa? ¿Te duele algo?

Desconcertado, la cogió cuidadosamente por los brazos. De repente, le pareció delicada, vulnerable, hasta más pequeña… Su mirada emanaba inquietud, atrás había quedado el puntual enfado por haberle hecho apagar el cigarrillo.

Le costaba respirar. «Que se marche, por favor, que se marche ya», pensó. No deseaba mostrar su lado más desvalido a un hombre engreído e imperativo. Le miró, con la respiración agitada y las mejillas acaloradas por el ejercicio de la tos.

—Ya está… no es nada… —dijo, discretamente escabulléndose de sus brazos.

—Pareces muy cansada.

«Qué tímida es…». Le acarició con dulzura el pómulo izquierdo con el pulgar, como si quisiera hacer desaparecer con su leve roce lo que fuera que la perturbaba. Haidi retrocedió un paso. Percibiendo que le rehuía y un tanto conmovido por su flojedad, retiró la mano y le cedió algo más de espacio. Ella aprovechó para dirigirse al mostrador y sentarse a descansar en la silla que había detrás; todavía respiraba con dificultad y ansiaba quedarse sola para utilizar el inhalador.

—Me tendrás que disculpar pero… tengo que ordenar el género antes de irme.

—Por supuesto. —Ablandado por el desfallecimiento de la muchacha, no se molestó porque le echara de allí con total desfachatez, aunque no se iría sin recorrer siquiera un paso más hacia su objetivo—. Permíteme invitarte a tomar algo este viernes por la tarde.

Con el único deseo de que se evaporara de una vez, aceptó la invitación sin pensar.

—Eh… claro, sí, el viernes.

—¿Es a las siete buena hora?

Alistair no podía creer que hubiera accedido tan fácilmente pues parecía escurridiza. Dedicándole una mirada fugaz, Haidi asintió, aunque nada convencida.

La sonrisa del triunfo se plasmó en su perfecto rostro masculino; alentado porque Haidi no se hubiera resistido ni un segundo, con paso seguro y decidido se acercó hasta el mostrador y, ni corto ni perezoso, le enmarcó suavemente la barbilla con una mano, obligándola a mirarle directamente, para posarle con suma exquisitez, como temeroso de lastimarla, un imperceptible beso en la mejilla.

—Hasta el viernes, Haidi —se despidió, deteniéndose unos momentos a mirarse en sus ojos, a escasos centímetros de ella.

Le tenía tan cerca que en su piel podía recibir la sutil caricia de la cálida respiración de Alistair.

El viaje de Haidi

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