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Gracias a la alarma que dio algún vecino del bloque, a los catorce años Haidi Grams Marnet fue rescatada por los servicios sociales de la vida insalubre y el maltrato psicológico que le proporcionaba Tomás y, aunque no tenía una familia, sí que recibía unas atenciones correctas en la Residencia Estels, el centro de menores donde la destinaron.

Por fin.

En el chequeo médico rutinario que se practicaba a los recién llegados, el pediatra observó cierta anomalía en una radiografía y la remitió al servicio de neumología. Allí le diagnosticaron fibrosis quística, una enfermedad pulmonar comúnmente conocida como FQ; tras padecerla inadvertidamente durante varios años, una vez detectada pudieron darle remedio.

—¿Qué es? No lo he oído nunca… —inquirió Haidi.

—Un trastorno crónico que hace que algunas glándulas del cuerpo no funcionen como debieran; se forman tapones de moco espeso y pegajoso, básicamente en pulmones e intestinos —le explicó el neumólogo de urgencia.

—¿Intestinos? ¿Por eso me duele la barriga?

—Exacto.

—Y… ¿por eso toso tanto? ¿Y me ahogo?

—Ajá, dificultad respiratoria. También habrás notado fiebre y un exceso de sudoración...

—Sí, sudo mucho… tenga fiebre o no. Y los mocos… siempre tengo mocos —declaró con expresión de asco.

—Lo sé. Es normal; es todo de lo mismo... Y las subidas de temperatura se deben a las infecciones pulmonares. Haremos que todos esos síntomas mejoren con los medicamentos, ya verás.

—Ya…—Se quedó pensativa antes de preguntar—: pero, doctor… ¿es grave?

La muchacha no se hacía una idea de lo que se le venía encima.

El médico tardó unos segundos en contestar. Estaba ante una cría de catorce años, pero era imprescindible que ésta supiera a lo que se atenía dado que, al no contar con unos padres que velaran por ella, tendría que madurar de golpe y aprender a cuidarse concienzudamente por sí misma.

—Sí que lo es, no te voy a engañar. Tendrás que controlar a diario y a rajatabla la alimentación, la cantidad de agua que bebes y los tratamientos que te demos. De por vida —subrayó—. Si no lo haces, te pondrás en peligro.

Haidi empezó a verle las orejas al lobo.

—¿Me puedo… morir de esto?

—A ver… —tomó aire y se aclaró la garganta—, es un mal degenerativo, es decir, el daño pulmonar aumenta con el paso del tiempo.

—O sea… ¿cada vez irá a peor?

El médico removía nervioso un clip que tenía dentro del bolsillo de la bata blanca.

—Con el tiempo, sí.

Tras aquel desmoralizador diálogo, el neumólogo terminó con una buena noticia, no era una enfermedad contagiosa, con lo cual llevaría una vida relativamente normal, dependiendo de su fuerza y de sus síntomas pero sin el estigma social del miedo al contagio.

Los especialistas sabían que no había manera humana de borrar las perennes consecuencias de la malnutrición y la ingente cantidad de humo que la paciente había inhalado durante más de una década. De hecho, se maravillaban desconcertados de que se hubiera mantenido hasta aquel momento sin recibir la medicación adecuada. ¿Cómo era posible?

Era un caso misteriosamente excepcional.

La trepidante energía interior que, de un modo ajeno a su dueña, batallaba feroz por sobrevivir no se reflejaba en ninguna prueba médica.

Alentados por el hecho de que hubiera soportado tanto, los médicos confiaban en mantenerla estabilizada en adelante con las terapias entonces disponibles. Haidi asumió la pesada carga con responsabilidad e iba siempre bien armada y preparada. En su bolso no faltaba un inhalador, o dos, y en el cajón de su mesita de noche había más medicamentos que en una farmacia: antiinflamatorios, antibióticos, antimucolíticos, inhaladores, antitérmicos, vitaminas... Lograron aplacar en mayor o menor nivel el ahogo, la presión en los pulmones y el dolor de vientre, pero las infecciones recurrentes seguían atormentándola; los accesos de tos, aunque serían crónicos, los controlaba en cuestión de minutos gracias a los broncodilatadores inhalados.

La FQ se había convertido en su sombra y tendría que apechugar con ella a perpetuidad.

***

A los dieciséis años se había convertido en una muchacha menuda y escuchimizada, de poco peso y escasa altura. Pero, si a los doce era bonita, ahora sus facciones eran de una belleza insólita, su cutis liso y luminoso, sus ojos grandes y negros, si bien teñidos de tristeza; todo ello enmarcado por una espesa melena cobriza, larga y ondulada, que era la envidia de sus compañeras del centro.

Hay gente que nace con estrella y otros, estrellados. ¿A qué grupo pertenecía Haidi?

Desde luego, no se había criado entre algodones pero, por otro lado, no hay que olvidar que cualquier situación, por trágica que sea, siempre puede ser peor. Oh, sí… Siempre.

Y también puede mejorar. Nunca se sabe lo que el futuro nos depara.

Pero volvamos a nuestra amiga. No sólo la acuciaba la enfermedad física sino que también presentaba problemas emocionales y la identidad magullada a causa de la negligencia y el desamor impuestos por su padre.

La inseguridad y la autocrítica la hacían avergonzarse de su enfermedad, de su escasa talla y hasta del desdén recibido. De su enfermedad, porque Tomás le había recriminado la tos, los mocos y la sangre hasta la saciedad, y porque no le permitía desarrollarse en una chica alta y fuerte como otras. Del desdén recibido, porque se autoinculpaba y se creía indigna de amor, y porque lo que más ambicionaba era el calor de la familia que no tendría jamás.

La necesidad de contacto humano la devoraba por dentro, anhelaba los besos, los abrazos y las caricias que le habían sido vetados pero, introvertida y con falta de aplomo, no se atrevía a expresar sus necesidades. De haberlo hecho, más de una monitora le habría proporcionado algún que otro achuchón pero, al no saberlo, preferían no invadir su intimidad con muestras de afecto que ignoraban si iban a ser bien recibidas. De haberlo hecho, habría recibido más ayuda por parte del centro y su melancolía no habría derivado en una grave depresión.

Se culpabilizaba por la actitud del padre. Convencida de que no merecía nada mejor y, debido a la repulsión manifestada por él hacia sus síntomas, se convenció de que la FQ era la máxima responsable de que no la quisiera. Por esto, Haidi odiaba su enfermedad sobre todas las cosas. «Si no hubiera nacido enferma papá me habría querido… o tal vez si no hubiera nacido en absoluto mamá no habría muerto». Sí, también la había acusado de aquello, como si su madre se hubiera suicidado violentamente por alguna causa relacionada con ella.

¿Por qué le decía eso? No era cierto…

Había oído a las vecinas del bloque cuchichear acerca de una sobredosis, palabra cuyo significado ignoraba cuando sucedieron los hechos; ahora en plena adolescencia, más consciente de todo y con el discernimiento que la distancia proporciona, opinaba que ella no era más que un peón en el tablero y que su madre tarde o temprano habría terminado de tal dramática manera, independientemente de su presencia, y que su padre, por alguna razón, siempre la había visto como una detestable carga.

Este cúmulo de malas sensaciones le generaba el que sería su peor defecto, un derrotismo que aburría hasta a sus propios oídos. Contemplaba el pasado con autocompasión, el futuro con pesimismo, el presente con apatía, girando constantemente en un círculo de desolación; en más de una ocasión, tal falta de espíritu la llevaba a desear la muerte.

¡Qué insensatez, Haidi!

La muerte no hace falta desearla… Es lo único que tenemos asegurado en esta vida.

Tenía mucho que aprender, la muchacha, y a los psicólogos y psiquiatras que la trataban les suponía una ardua labor que cambiara su punto de vista, por más ansiolíticos que le recetaran. Qué cosas…, curiosamente, quien logró cambiarlo no era un profesional de la mente humana…

Pero sigamos.

Nuestra amiga, de carácter templado, era incapaz de mantener un enfado durante largo tiempo, ni de perseguir una venganza, ni de odiar pero, por desgracia, ese buen talante lo dedicaba exclusivamente a los demás; para ella reservaba sólo enormes dosis de autocrítica, culpa y desesperanza. Ahora que recibía un trato completamente diferente al que le había brindado su padre, percibía con claridad el desprecio del que había sido víctima. Mas ni siquiera así logró detestarle; al contrario, aún se avergonzaba más de sí misma, pues continuaba creyendo que era culpa suya. O de la FQ. O de ambas.

El contacto con Tomás era muy limitado y poco satisfactorio; ella le llamaba de vez en cuando por teléfono, él la había visitado una vez en dos años; ella se negaba a rehusar de la única persona que podía calificar de familia aunque éste fuese un malnacido, él había reemplazado el odio visceral por la indiferencia y el alivio al verse liberado de ella.

Y ella lo sabía. Lo había notado en su mirada, en sus palabras...

Tomás se había quitado un peso de encima.

Marcada como estaba por la figura paterna y retraída que era, se mentalizó de que no merecería nunca el apego y las atenciones formales de ningún varón, pues ¿quién iba a quererla con aquella enfermedad? ¿Quién iba a aceptarla si ni su propio padre la había aceptado?, pensaba. Esta convicción definiría su futuro trato con el sexo opuesto. Cuando las hormonas de la adolescencia se revolucionaron dentro de su organismo, mantuvo relaciones sexuales con algún chico del centro, pero nunca compartió intimidades y, por su puesto, evitó al máximo mostrar lo que ella calificaba de repugnantes síntomas.

En las relaciones que tuvo en la vida adulta, aún seguiría arrastrando aquel lastre.

Pero recordemos que la suerte sentía cierta predilección por Haidi.

El viaje de Haidi

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