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2. LA REGULACIÓN DE LA EUTANASIA VOLUNTARIA

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Hasta el año 2021, la eutanasia voluntaria no ha sido legal en España. Por el contrario, el art. 143 del Código penal castigaba el delito de auxilio al suicidio, si bien el apartado cuarto contemplaba una reducción de la pena si el auxilio se producía por la petición expresa, seria e inequívoca de la víctima, en el caso de que ésta “sufriera una enfermedad grave que conduciría necesariamente a su muerte, o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar”. Esta situación resultaba plenamente conforme con la Constitución española, de acuerdo con la interpretación formulada por el Tribunal Constitucional, que ha descartado que la Constitución reconozca un derecho a la propia muerte30.

Sin embargo, recientemente ha sido aprobada por las Cortes Generales la Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo (BOE de 25 de marzo), de regulación de la eutanasia, que tiene su origen en una iniciativa presentada por el Grupo Parlamentario Socialista31. No voy a abordar aquí un examen pormenorizado de la nueva Ley, ni a formular un análisis global acerca de la licitud de la eutanasia voluntaria32, lo que excedería del objeto de estas páginas; me limitaré, por el contrario, a examinar su impacto sobre las personas con discapacidad.

Conviene recordar, en este sentido, que, en otros países, la legalización de la eutanasia o suicidio asistido ha suscitado numerosas críticas del movimiento social de la discapacidad, sobre la base, entre otras razones, del dato fáctico de que, en aquéllos países en que se encuentra legalizada, se aplica desproporcionadamente a personas con discapacidad, que la solicitan por considerar su vida insoportable, cuando en realidad habría que sostener que “no es la discapacidad lo que hace la vida insoportable; es más bien el tratamiento que la sociedad ofrece a las personas con discapacidad lo que las desmoraliza y deteriora su calidad de vida”33. Así pues, la legalización de la eutanasia voluntaria supone con frecuencia, en la práctica, una desproporcionada pérdida de vidas de personas con discapacidad. Es previsible que esta sea también la situación en España, una vez entre en vigor la disposición legislativa recientemente aprobada.

Concretamente, la nueva regulación legislativa aprobada en España plantea sobre todo, desde mi punto de vista, dos problemas fundamentales, a los que me referiré en los párrafos siguientes.

El primero de ellos se refiere al propio supuesto habilitante de lo que la Ley denomina “prestación de ayuda para morir”. De acuerdo con el art. 5.1 d), es requisito ineludible para solicitar esta prestación “sufrir una enfermedad grave e incurable o un padecimiento grave, crónico e imposibilitante”. Las definiciones de ambas expresiones se encuentran en el art. 3 de la Ley: por “padecimiento grave, crónico e imposibilitante” se entiende la “situación que hace referencia a limitaciones que inciden directamente sobre la autonomía física y actividades de la vida diaria, de manera que no permite valerse por sí mismo, así como sobre la capacidad de expresión y relación, y que llevan asociado un sufrimiento físico o psíquico constante e intolerable para quien lo padece, existiendo seguridad o gran probabilidad de que tales limitaciones vayan a persistir en el tiempo sin posibilidad de curación o mejoría apreciable. En ocasiones puede suponer la dependencia absoluta de apoyo tecnológico” (apartado b). Por su parte, por “enfermedad grave e incurable” se entiende “la que por su naturaleza origina sufrimientos físicos o psíquicos constantes e insoportables sin posibilidad de alivio que la persona considere tolerable, con un pronóstico de vida limitado, en un contexto de fragilidad progresiva (apartado c)”.

Aun cuando en ninguna de las dos situaciones se emplea expresamente el término “discapacidad”, la descripción que se hace de ellas hace patente que en ambos casos pueden encontrarse personas con discapacidad. En relación con el supuesto denominado “enfermedad grave e incurable”, ciertamente la tramitación parlamentaria, merced a una enmienda conjunta de los Grupos Parlamentarios Socialista y Podemos34, ha mejorado el texto inicial de la Proposición de Ley, adoptando ahora una redacción más neutra en relación con la discapacidad35. No obstante, la alusión al sufrimiento psíquico parece invitar a considerar incluidas en este supuesto a personas con discapacidad psicosocial que carecen de los apoyos psicológicos y emocionales necesarios, que en algunos casos –como la anorexia, por ejemplo– podrían tener incluso un pronóstico de vida limitado36.

Sin embargo, es particularmente manifiesto y grave el enfoque capacitista de la definición del otro de los supuestos mencionados. Aunque la palabra “invalidante” que aparecía en la redacción originaria del precepto –de tenor claramente peyorativo, y que recordaba antiguas denominaciones ya obsoletas utilizadas para designar a las personas con discapacidad– ha sido corregida, lo relevante es que al definir la situación que ahora se denomina “padecimiento grave, crónico e imposibilitante” se habla con toda claridad de circunstancias que generan una discapacidad, concretamente de limitaciones en la autonomía física y en la capacidad de expresión y relación. La enmienda conjunta antes citada ha agravado incluso el enfoque capacitista del texto originario, al incluir, junto a las limitaciones en la autonomía física y la capacidad de expresión y relación, las limitaciones para las actividades de la vida diaria, de forma que el sujeto no puede “valerse por sí mismo”, redacción ésta que parece despreciar la existencia y la relevancia de los apoyos para la autonomía personal –incluidos los apoyos tecnológicos, a los que se hace referencia en el inciso final del apartado b)–, que pueden permitir a una persona superar sus limitaciones para el desarrollo de las actividades de la vida diaria.

Así pues, y como muestra especialmente la definición de uno de los supuestos habilitantes para solicitar la prestación de ayuda para morir –el denominado “padecimiento grave, crónico e imposibilitante”–, la Ley parece estar pensada principalmente para las personas con discapacidad, y, como se señalaba en el apartado anterior en relación con el aborto eugenésico, constituye una invitación pública a que las personas con discapacidad, especialmente con discapacidades graves, opten por la terminación de su vida. Facilitar esta opción supone una grave dejación de sus responsabilidades por parte de los poderes públicos, que han de proporcionar todos los medios necesarios para que las personas con discapacidad cuenten con los apoyos que precisen para facilitar su autonomía personal y alcancen una calidad de vida digna. En cambio, parece sugerirse que una alternativa al menos igualmente razonable es la terminación de su vida, reflejando claramente, de este modo, la continuidad en nuestro ordenamiento jurídico del modelo de la prescindencia.

Nos encontramos, por lo demás, ante una nueva disposición legislativa que promoverá y reforzará el estereotipo según el cual la vida de las personas con discapacidad tiene menos valor o menos calidad –y que, por lo tanto, es contraria al art. 8 de la Convención–, lo que, según el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, sucederá siempre que el acceso a la muerte asistida se extienda más allá de los enfermos terminales cuya muerte es previsible “para incluir a las personas con discapacidad que presentan deficiencias o enfermedades degenerativas y a las personas con deficiencias estables que experimentan una funcionalidad reducida”37, como ocurre con la Ley española. Pero es particularmente grave que, en este caso, el prejuicio pueda ser asimilado por las propias personas con discapacidad, en una clara forma de opresión interiorizada. Lo ha señalado con toda claridad la Relatora especial de Naciones Unidas sobre los derechos de las personas con discapacidad, en un texto que merece la pena citar íntegramente, a pesar de su extensión:

“Desde la perspectiva de derechos de las personas con discapacidad, preocupa seriamente que la posibilidad de la legalización de la eutanasia y del suicidio asistido pueda poner en peligro la vida de las personas con discapacidad. Si la muerte asistida estuviera al alcance de todas las personas que presentan un trastorno de salud o una deficiencia, independientemente de que tengan o no una enfermedad terminal, la sociedad podría entender que es mejor estar muerto que vivir con una discapacidad. En consecuencia, una importante preocupación es que las personas cuya deficiencia sea reciente opten por la muerte asistida a causa de prejuicios, temores y bajas expectativas sobre lo que significa vivir con una discapacidad, antes incluso de haber tenido la oportunidad de aceptar la nueva situación de discapacidad y adaptarse a ella. Además, las personas con discapacidad pueden decidir poner fin a su vida a causa de factores sociales, como la soledad, el aislamiento social y la falta de acceso a servicios de apoyo de calidad. Un tercer problema es que las personas con discapacidad, sobre todo las personas de edad con discapacidad, pueden ser vulnerables a presiones explícitas o implícitas de su entorno, lo que incluye las expectativas de algunos familiares, las presiones financieras, los mensajes culturales e incluso la coacción”38.

Así pues, la regulación legal de la eutanasia que ha sido aprobada reviste importantes consecuencias negativas para las personas con discapacidad, que se ven agravadas, además, por el segundo inconveniente principal que plantea la Ley, concretamente la disposición contenida en el art. 5.2. En virtud de este precepto, no será preciso que el paciente solicite la prestación de ayuda para morir “en aquellos casos en los que el médico responsable certifique que el paciente no se encuentra en el pleno uso de sus facultades ni puede prestar su conformidad libre, voluntaria y consciente para realizar las solicitudes… y haya suscrito con anterioridad un documento de instrucciones previas, testamento vital, voluntades anticipadas o documentos equivalentes legalmente reconocidos”. Como indica el inciso final de este mismo precepto, a esta situación se le denomina “situación de incapacidad de hecho”, que el art. 3 de la Ley define como la “situación en la que el paciente carece de entendimiento y voluntad suficientes para regirse de forma autónoma, plena y efectiva por sí mismo, con independencia de que existan o se hayan adoptado medidas de apoyo para el ejercicio de su capacidad jurídica”. En otras palabras: basta la opinión de un médico –sin control alguno de carácter judicial ni de cualquier otra naturaleza– que entienda que el paciente no se encuentra en el pleno uso de sus facultades o que carece de entendimiento y voluntad suficientes para regirse de forma autónoma, para que en tal caso la eutanasia pueda aplicarse si la persona, en una situación previa a la discapacidad o enfermedad, la eligió para el futuro en un documento de instrucciones previas, sin que se le permita modificar la elección realizada entonces, como reafirma el art. 9, al indicar que “en los casos previstos en el artículo 5.2 el médico responsable está obligado a aplicar lo previsto en las instrucciones previas o documento equivalente”. Nos encontramos ante una regulación que –además de incrementar exponencialmente los riesgos de una presión social en favor de la eutanasia, anteriormente señalados– constituye una flagrante violación del art. 12 de la Convención, que reconoce a las personas con discapacidad el derecho a ejercer por sí mismos la capacidad jurídica, con los apoyos que precisen, y a adoptar sus propias decisiones, derecho que por supuesto incluye la facultad de modificar, cuando lo estimen oportuno, las decisiones adoptadas previamente39. Sólo en el supuesto de que no sea posible conocer de ningún modo la voluntad actual de la persona podría ser lícito –y respetuoso del citado art. 12– aplicar directamente lo previsto en el documento de instrucciones previas; no es eso lo que nos dice la Ley Orgánica 3/2021, que permite aplicar la eutanasia a una persona que en este momento no la quiere, sobre la base de una valoración médica de la suficiencia de esa voluntad, que la Convención veda absolutamente. Resulta además profundamente incoherente que, precisamente en el momento en que se está tramitando un proyecto de ley de reforma de la legislación civil y procesal para poner fin a la sustitución de las personas con discapacidad en la toma de decisiones40 –reemplazándola por un modelo de apoyo en la toma de decisiones–, que indica expresamente en su Exposición de Motivos que “las personas con discapacidad son titulares del derecho a la toma de sus propias decisiones”, y que está basado, como principio rector, en el respeto a la voluntad y preferencias de las personas con discapacidad, se apruebe una disposición de esta naturaleza, que prescinde de la voluntad, las preferencias y la decisión de la persona y que permite sea sustituida en la toma de decisiones en una materia tan grave como el fin de la propia vida. De acuerdo con la regulación legislativa examinada, nos encontramos con que una valoración médica en buena medida subjetiva puede desembocar en poner fin a la vida de una persona con discapacidad que en estos momentos no lo desea, sin prestarle apoyo alguno para la adopción y expresión de su decisión.

Pienso que los argumentos expuestos han mostrado el impacto profundamente negativo que para las personas con discapacidad tendrá la regulación legal de la eutanasia que introduce la Ley Orgánica 3/2021. Puede suscitarse sin embargo la duda de si es posible alguna regulación de la eutanasia que carezca de impacto negativo en las personas con discapacidad. Me atrevería a formular incluso una respuesta negativa a este interrogante. Como ha sugerido el Comité de Bioética de España, resulta inevitable descubrir en el trasfondo de cualquier regulación de la eutanasia un trasfondo utilitarista41, que otorga un menor valor a la vida de aquellas personas que, por encontrarse en situación de fragilidad o vulnerabilidad, están en condiciones de prestar una menor aportación a la sociedad y en cambio reclaman de ella mayores atenciones y cuidados, y por ello están legitimados para solicitar la prestación de ayuda para morir. Ese enfoque utilitarista es intrínsecamente capacitista y negador del igual valor de la vida de las personas con discapacidad.

Nuevas fronteras del Derecho de la Discapacidad. Volumen II. Serie Fundamentos del Derecho de la Discapacidad

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