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IV. EL GERENCIALISMO PENAL COMO DISCURSO TECNOCRÁTICO

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Ya cuando se exponen en términos puramente abstractos los rasgos del discurso político-criminal gerencialista (como aquí he venido haciendo), saltan a la vista algunas obvias objeciones que es posible oponerle, tanto por lo que hace a los valores morales que promueve como en lo que respecta a su racionalidad instrumental13.

Así, en el primer aspecto, la ideología gerencialista se caracteriza por realizar una descripción extremadamente unilateral del fenómeno social de (mejor: el conjunto –multiforme– de fenómenos sociales que tienen en común su etiquetamiento como) los delitos, dominada por la idea de que, en esencia, se trata de riesgos sociales derivados de decisiones racionales de individuos. Esta visión tan individualista (y, por ello, deformada) de la realidad criminal lleva al discurso gerencialista, cuando pasa del análisis a las propuestas, a tres conclusiones prácticas que resultan moralmente indeseables:

– El individuo infractor (actual o potencial) es percibido principalmente –a veces, únicamente– como mera fuente de peligros (para bienes jurídicos, para el orden social), lo que hace que buena parte de los rasgos que forman su individualidad y que deberían resultar –para cualquier teoría de la pena justa– éticamente relevantes se vuelvan invisibles y, por consiguiente, no sean tomados en consideración.

– Dado que la metodología de evaluación de riesgos de base estadística solamente permite identificar la peligrosidad de clases de individuos, el individuo infractor es caracterizado esencialmente sobre la base de la categoría social en la que es ubicado. De este modo, la respuesta penal pasa a depender no tanto de los rasgos individuales de cada persona cuanto del proceso de etiquetamiento social que experimente. Lo que, desde luego, suscita dudas fundadas acerca de la justificación moral de un juicio de imputación de responsabilidad realizado sobre esa base, que se parece antes a una instrumentalización del infractor (¡más aún del infractor meramente potencial!) en pro de objetivos colectivos que a un juicio de merecimiento.

– Por fin, esta aproximación tan instrumentalista al fenómeno de la delincuencia y de los individuos infractores acaba, paradójicamente, por dar lugar a un discurso esencialmente (e indebidamente) moralista: si el infractor es visto como mera fuente de peligro, debido a su pertenencia a una categoría de individuos peligrosos y en virtud de su decisión racional, entonces la respuesta penal no necesita justificarse más que por sus efectos (preventivos) en beneficio de la sociedad. Y, en cambio, parecería que el impacto sobre el bienestar del propio infractor no parece que merezca (a la vista de la etiología que se propone para de su conducta infractora) consideración alguna. Algo que parece poco aceptable para cualquier teoría mínimamente desarrollada de la justicia penal.

En segundo lugar, el discurso gerencialista también suscita dudas desde un punto de vista epistemológico y metodológico, por lo que hace a la adecuación de su descripción de la realidad y a la efectividad de las estrategias (de prevención de riesgos) que promueve. Para empezar, porque la relación entre la seguridad pública y el sistema penal resulta más compleja de lo que la ideología gerencialista suele suponer: parece ser cierto que las actuaciones del sistema penal (prohibición de conductas, conminación con penas, identificación de infractores, enjuiciamiento, imposición de penas, ejecución, etc.) contribuyen a la prevención de delitos. Sin embargo, la relación dista de ser directa, dependiendo de una multitud de factores socioculturales, que pueden favorecer o dificultar la producción de ese efecto preventivo. De hecho, puede decirse que el sistema penal resulta ser un ejemplo particularmente imperfecto de sistema de gestión de riesgos. Y ello no es casual, sino que obedece al hecho de que sus operaciones tienen tanto que ver con la prevención como con la justicia: con administrar el sentimiento comunitario de justicia en torno a algunos de los conflictos sociales considerados más graves, en cada momento y lugar14. Así pues, concebirlo únicamente como instrumento de prevención de riesgos constituye un reduccionismo que tiene escasa justificación, en vista de la evidencia empírica disponible.

Por lo demás, incluso cuando se trata de elaborar el concepto de prevención (de infracciones), el discurso gerencialista promueve una visión del mismo que resulta en extremo simplista, a causa del abuso en el empleo del individualismo metodológico como marco interpretativo para la descripción de la realidad social. En efecto, de una parte, parece evidente que la efectividad del efecto preventivo depende no solo de la categoría en la que el infractor o potencial infractor sea clasificado desde el punto de vista de la criminología actuarial, sino que, por el contrario, está muy condicionada también tanto por factores individuales (personalidad, capital social, alternativas de conducta, modelo de vida buena, etc.) como por factores socioculturales (desigualdad, desempleo, corrupción, legitimidad de la autoridad, modelos morales hegemónicos, etc.). Además, de otra parte, parece también claro que el efecto preventivo no puede ser explicado (ni, por consiguiente, tampoco diseñado razonablemente) exclusivamente sobre la base del modelo conductista del condicionamiento del infractor mercede a estímulos externos, sino que una explicación convincente (y una estrategia eficaz) necesitan tomar en consideración asimismo los factores cognitivos y emocionales, dado que, al fin y al cabo, el infractor responde moralmente a las actuaciones del sistema penal, que a su vez también contienen siempre un mensaje moral.

Estas limitaciones en la justificación epistemológica –y, por ende, en la racionalidad instrumental– del discurso gerencialista (tanto en la teoría acerca de la delincuencia y del sistema penal que predica como en la praxis político-criminal que propone) se ven agudizadas por los problemas específicos que se derivan de la propuesta de utilizar los métodos actuariales como la base principal de conocimientos de la que partir en la elaboración e implementación de la política criminal. Pues ello implica añadir dos objeciones más (si no se comparte el entusiasmo tecnocrático, inasequible al desaliento, que suele caracterizar a los promotores del gerencialismo) a las ya señaladas, que hacen que el discurso gerencialista resulte más bien poco plausible como propuesta político-criminal racional y tiendan a relegarlo al terreno de las meras ideologizaciones15. La primera es que cualquier instrumento de selección de la peligrosidad sobre bases principalmente estadísticas está sujeto a serias limitaciones metodológicas, debido a la existencia de una inevitable tensión entre su nivel de sensibilidad (cuanto mayor sea, más individuos serán identificados como pertenecientes a la clase peligrosa… con el inevitable riesgo de que se incluya a falsos positivos) y su nivel de especificidad (cuanto mayor sea, menos individuos serán identificados… con el inevitable riesgo de falsos negativos), las limitaciones en su valor predictivo, la omnipresente tentación a introducir sesgos (por razones político-criminales –preponderancia de la seguridad sobre el riesgo– o por mero prejuicio) en la selección,…

Además, en segundo lugar, los instrumentos de predicción con base estadística están pensados para proporcionar información (con las limitaciones indicadas) acerca de probabilidades (de infracción) referidas a una clase completa de individuos. Pero no a las probabilidades de infracción por parte de un individuo en particular perteneciente a dicha clase… que es justamente el problema al que –según la ideología gerencialista– debe hacer frente el sistema penal en sus actuaciones. Por lo que cualquier decisión de la administración de justicia penal acerca de un determinado individuo, si es adoptada principalmente a partir de información estadística, corre grave riesgo de resultar (no solo moralmente cuestionable, a causa de la desconexión entre la privación de derechos que se impone y el merecimiento individual de la persona afectada, sino también) injustificable desde un punto de vista instrumental, puesto que no tiene por qué corresponderse con ningún riesgo realmente existente en el caso concreto, ni tiene por qué valorarlo adecuadamente, en el caso de que exista16.

Contra la política criminal de tolerancia cero

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