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Debate 3.1. ¿QUÉ SUCEDIÓ EN EL CEMENTERIO REAL DE UR?

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En la década de 1920, el arqueólogo británico Leonard Woolley, excavando en la ciudad meridional de Ur, descubrió en el centro de la ciudad un cementerio que había estado en uso durante quinientos años y que contenía unas dos mil tumbas. Los primeros entierros pertenecían al Período Dinástico Arcaico y databan de alrededor del 2600 al 2450, en un momento en el que Ur era una de las ciudades-estado independientes de Babilonia. Un pequeño número de tumbas sorprendió a los arqueólogos: contenían grandes cantidades de riquezas y, lo que es más sorprendente, siete de ellas mostraban evidencias de sacrificios humanos. Woolley anunció inmediatamente su hallazgo como el Cementerio real de Ur en publicaciones tan populares como Illustrated London News y llamó tanto la atención como el descubrimiento de la tumba de Tutankhamon en Egipto lo había hecho unos años antes.

Woolley no dudó en llamar a sus tumbas reales, pero contenían muy pocas inscripciones, todas ellas muy breves, y ninguno de los nombres registrados en ellas era conocido como real en otro lugar. Así que los ocupantes podrían haber obtenido sus poderes de otras fuentes, quizás de los templos (Moorey, 1977). Algunos estudiosos han argumentado ampliamente que estas personas eran de la realeza (Marchesi, 2004), pero persisten las dudas, de modo que sabemos muy poco sobre ellas.

Sin embargo, es más sorprendente cómo pudieron haber adquirido tan distinguidos enterramientos. Después de todo, Ur no controlaba un vasto territorio en aquel momento y, aunque era el puerto de Babilonia, al parecer la ciudad no era excepcionalmente rica. Sin embargo, los ajuares estaban hechos de materiales preciosos importados muy caros —oro, plata, lapislázuli, cornalina y otros— y estaban tan finamente trabajados que su fabricación debió haber requerido numerosos días de trabajo altamente cualificado. Además, ¿cómo pudieron estas personas exigir que otros seres humanos murieran para servirles en la otra vida? Hasta setenta y cuatro hombres y mujeres fueron depositados en una sola tumba, como músicos, asistentes y guardaespaldas. Woolley creía que habían muerto voluntariamente, suicidándose al beber veneno en una ceremonia acompañada de música (Woolley, 1982: 74-76). Si esto fuera cierto, ¿cómo se les pudo convencer para aceptar su destino? Es posible que se les lavara el cerebro esencialmente para creer que contribuían al bienestar de la sociedad y que los rituales que incluían banquetes —a menudo representados en objetos descubiertos en las tumbas— los atrajeran a esto (Pollock, 2007).

La reciente revisión de algunos esqueletos sugiere, sin embargo, una alternativa más escalofriante. Los muertos había sido asesinados con un golpe de un hacha puntiaguda en la nuca. Posteriormente, los cuerpos fueron calentados, embalsamados con mercurio y vestidos (Baadsgaard et al., 2011). Luego se dispusieron ordenadamente como si formaran grupos musicales, filas de guardias, etc. (Vidale, 2011). Todavía es posible que la población se sometiera voluntariamente a este destino, pero también que constituyeran acciones de crueldad para asustar a los ciudadanos y someterlos (Dickson, 2006). También podría ser que las personas capturadas en la guerra fueran las víctimas.

¿Por qué alguien habría pensado que esto era necesario? Los entierros podrían haber constituido ocasiones rituales con la esperanza de crear un apoyo público hacia la institución del gobierno dinástico y mostrar que la muerte de un rey o reina no afectaba al cargo (Cohen, 2005). El hecho de que ocurriera relativamente pronto en la historia del estado en Babilonia puede indicar que las fuentes de poder político eran aún inciertas en ese momento y necesitaban confirmación. La práctica terminó alrededor del 2450 y nunca resurgió en la región. Tal vez cuando los reyes se sintieron más seguros, ya no necesitaban llamar la atención de su poder sobre las vidas y muertes de otros.

1.Se han usado las letras mayúsculas para hacer referencia al nombre KI.EN.GI debido a que no estamos seguros de cómo leerlo.

2.Molleson, 1994.

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