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Milagros de mariposas

Rebusqué en la pequeña caja de cartón que hacía las veces de joyero. Decidida a deshacerme de todo lo que no usaba, di un grito ahogado cuando toqué una mariposa de metal, no mayor que una moneda de tamaño mediano. La apreté contra el pecho, acongojada, y las lágrimas me escurrieron a raudales por el rostro, según recuerdo.

Vivir en los corazones

que dejamos atrás

es no morir.

THOMAS CAMPBELL

“Hallowed Ground”

En la mente se agolparon imágenes vividas del día que mi hijo de ocho años me enseñó el broche de mariposa que me había hecho, un regalo para el día de las madres. Visualicé a Mark, con su carita redonda, el cabello rubio y lacio, cuando alzó la mirada y me sonrió.

—Toma, mamá, te hice esto en la clase de arte. Le pinté un diseño, pero lo pusimos en el horno y la pintura se corrió. ¡Creo que quedó increíble!

Me preparé para recibir un regalo de amor más que de belleza cuando quité el papel con el que los dedos infantiles habían envuelto el objeto. Mark era un niño ingenioso, bien parecido, muy amigo de pasarla bien, pero no poseía talento artístico. Para mi sorpresa, la mariposa era una obra de arte de tonos arremolinados de color cobre, azul y beige.

—¡Qué bonita! —exclamé con total sinceridad. Él aceptó mi abrazo mientras ponía los ojos en blanco cuando susurre al oído—: Gracias, cariño. Me fascina —mi niño estaba radiante de orgullo. Me puse el broche con frecuencia durante años y a menudo lo elogiaban por su factura artística.

Un día, la parte de atrás se desprendió de la mariposa cuando la estaba prendiendo a toda prisa a mi solapa. Guardé la mariposa en la caja de mi gaveta y salí corriendo a mi cita. La mandaría a reparar después, pensé.

La vida se me iba entre la familia, la escuela y el trabajo, y la mariposa se quedó ahí, olvidada en el fondo de la caja más de diez años.

Ese día, la dolorosa pérdida que había sufrido me golpeó con toda su fuerza en el pecho. Dieciocho meses antes, mientras acunaba a mi esposo en los brazos, sentí que la mitad de mi ser se esfumó cuando él murió. Luego me arrancaron del pecho lo que había quedado de mi corazón maltrecho cuando mi hijo de veintidós años murió mientras yo le apretaba la mano, sintiéndome impotente una vez más para impedir que el cáncer se llevara a alguien que amaba. Mark luchó contra la enfermedad con gran valor y confianza. Al final su cuerpo lo traicionó aun cuando su espíritu habría seguido luchando. El hueco profundo y doloroso dentro de mí clamaba por alivio.

Cómo había deseado tener algo de Mark para tenerlo cerca de mí. Su gorra, su llavero, pero ninguna de sus posesiones me consolaba, sólo me causaba más dolor. Sin embargo, esta mariposa, un regalo hecho con sus manos amorosas, contenía la promesa de su continua presencia a mi lado. Su vida cambió, como la oruga que se convierte en mariposa. Ya no estaba atado por la mala salud y las aflicciones de este mundo. La mariposa me recordaba su verdad. El milagro de este regalo, redescubierto después de muchos años, fue como un bálsamo para mi corazón en duelo.

La mariposa y una cruz de oro, colgadas de una delicada cadena de oro (regalo de mi hija) realizaron conmigo la travesía del dolor. La llevaba puesta constantemente, incluso en la ducha. A lo largo del camino, a veces contar la historia ofrecía consuelo a otro viajero. También prometía cambio y curación para mí, pero aunque sé que era irracional, sentía que si me la quitaba sería como olvidar a Mark y detener el proceso curativo.

Una noche, aproximadamente un año después de su muerte, yo, que casi nunca sueño, tuve uno asombroso y memorable. Me hallaba de pie en el porche de mi casa buscando a alguien. A la distancia vi a un joven y, a medida que se acercaba, reconocí a Mark, cansado, enfermo y sucio, pero sin lugar a duda era Mark. Estupefacta, incapaz de moverme al principio, me abalancé a abrazarlo cuando subió las escaleras del porche.

—Mark, ay, Mark —grité, sin soltarlo—. ¡Qué bueno verte! No estás muerto. Pensé que habías muerto y no es así. Ay, Mark, Mark, te amo hijo —balbuceé.

Se apartó de mí y me dijo:

—Mamá, te amo. Tengo que irme ahora y tienes que dejarme marchar. Tienes que dejarme ir, mamá. No puedes seguir aferrándote a mí. Déjame ir —después de eso, y sólo por un segundo, lo vi sano y vigoroso, casi resplandeciente, y en seguida desapareció.

Me desperté sintiendo su abrazo y sus palabras reverberaron en mi mente. Apreté la mariposa mientras lloraba de manera incontenible. Corrí a la puerta de entrada a buscarlo y vi la calle desierta. Comencé a entender que era sólo un sueño, pero una extraña paz invadió mi oscuridad.

Reflexionando sobre el sueño, me di cuenta de que para sanar, para seguir adelante, tenía que dejar ir a Mark; no olvidarlo, pero sí negarme a seguir aferrada a lo que podría haber sido. La mariposa se convirtió en el símbolo. Empecé a quitármela para bañarme y luego para dormir. Poco a poco acepté que mi hijo se había ido de mi vida. Pero nunca olvidé lo que habíamos compartido. El terrible dolor y el vacío empezaron a disminuir cuando me empeñé en disfrutar de los recuerdos de lo que pasamos juntos y no en pensar en los momentos que jamás tendríamos.

Al avanzar en mi viaje, la mariposa me recordó la nueva vida que me aguardaba. Pero ¿cuándo se iría ese dolor que me oprimía el pecho? Transcurrieron cinco años. Creía que el dolor me acompañaría el resto de mi vida. Después de todo, había derramado lágrimas con mujeres que sepultaron a sus hijos hacía sesenta años.

Un día, durante una caminata, mientras meditaba sobre este hecho, una mariposa revoloteó hacia mí como si la hubieran enviado del cielo. “Lleva la curación en sus alas”, pensé y de repente, el dolor desapareció y en su lugar, sentí alegría por Mark que se regocijaba en todas las glorias del cielo.

¿Que si lo echo de menos? Sí. ¿Que si estoy triste y lloro de vez en cuando? Sí. Pero hay una diferencia. La tristeza ya no me roba la alegría. Ahora, cuando me pongo la mariposa, es un símbolo de victoria sobre la muerte y una nueva vida, no sólo para Mark, sino para mí también. Es evidente que recibí el milagro de más de una mariposa.

JEANNE WILHELM

Caldo de pollo para el alma: Duelo y recuperación

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