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No tan insoportable

Cuando nos enamoramos y casamos al principio del milenio teníamos más de sesenta años e hijos adultos, pero creímos que pasaríamos incontables años juntos. Por lo tanto, aunque él luchó contra una enfermedad debilitante tras otra en los casi nueve años de nuestro matrimonio, aunque lo vi que se marchitaba poco a poco, y aunque supimos desde el día de San Valentín que Ken no podría sobrevivir, aún no podía creer que no pasaríamos juntos otra Navidad cálida y acogedora. Ken era mi osito de peluche: grande, fuerte, resistente.

Hizo alusión al hecho de que lo sabía en diciembre de 2008.

Nena, déjame ser

tu osito de peluche.

ELVIS PRESLEY

—Voy a pedirle a los muchachos y a los nietos que me escriban historias este año para Navidad —anunció—. No necesito más objetos que tendré que regalar. No vayan a comprarme nada. Tengo suficiente de todo para que me dure el resto de mi vida.

Asentí, pero en secreto me prometí que encontraría algo que él pudiera usar. Ya había escrito un par de historias sobre nuestra vida juntos que iban a publicarse a finales de la primavera en la antología Tough Times, Tough People de Caldo de pollo para el alma. Así que me conformé con un par de regalos simbólicos: un frasco pequeño de colonia Tuscany y unas sudaderas. Aun cuando no hiciera mucho más que descansar en su sillón favorito, seguiría percibiendo la deliciosa fragancia de musgo de roble y azahar, como siempre. Y las sudaderas de algodón mullido, color azul y rojo cardenal, sustituirían las viejas y desgastadas chaquetas que usaba todos los días.

En enero empezó a clasificar sus corbatas y pisacorbatas y a decidir quién recibiría qué. Le ayudé a guardar en cajas sus libros de fotografía, póquer y magia y con trabajos las llevamos a la oficina de correos. Aun así, me obstiné en la negación.

En febrero perdió el apetito e incluso rechazaba mis ofrecimientos de preparar bisteces de pollo frito o pastel de carne, sus platos favoritos. Bajó casi veinte kilos, le dio ictericia y hubo que hospitalizarlo para hacerle estudios; luego necesitó un procedimiento de colocación de una cánula porque tenía una obstrucción en el conducto biliar.

El cirujano que realizó la operación me habló con franqueza.

—Lo que está causando la obstrucción es cáncer ampular. Debido a que los riñones de su esposo están muy débiles, no podemos operarlo ni administrarle quimioterapia. Lo único que podemos hacer es enviarlo a casa para que esté más cómodo.

Aprobaron los servicios para enfermos desahuciados. Pronto hubo días en los que no podía tolerar más que una cucharada de sopa de fideos con pollo o dos o tres uvas. La enfermera me confió que tenía los días contados. Pese a todo, simplemente no podía imaginar el futuro sin él.

Ken sabía que los libros de Caldo de pollo llegarían en junio. A finales de mayo me dictó una lista de las personas a las que quería que se los enviara como un último regalo para familiares y amigos. Los libros llegaron el 5 de junio, la misma mañana en que murió, poco después de que llamé a la Neptune Society y a la agencia de enfermeras. Ya había pegado las etiquetas a los sobres. Lo único que tenía que hacer era meter los libros en los sobres.

Pero en ese momento tenía que llamar a su familia y a mis amigos. Luego la lista de pendientes empezó a crecer. En las semanas subsiguientes hice varios viajes al tribunal del condado para ocuparme de los títulos de propiedad. Llamé y escribí a los bancos y uniones de crédito. Antes había accedido a participar como revisora en un programa federal de subvenciones. Las subvenciones llegaron dos días después de la muerte de Ken y me absorbieron por un tiempo. Como soy miembro de varios consejos de administración y comités, tuve que asistir a reuniones, revisar material y redactar informes. Sus hijos me visitaron en agosto y sembramos un ciruelo en su memoria.

Entonces, una mañana a finales de otoño, tres meses después de la muerte de Ken, desperté con el deseo intenso de lanzar objetos contra la pared. Aunque me había mantenido muy, muy, muy ocupada, me sentía muy, muy, muy vacía. Esa tarde recibí un sobre del capítulo de la Neptune Society que se había ocupado de la cremación. Saqué un certificado que decía que le habían puesto el nombre de Kenneth D. Wilson a un osito de peluche en memoria de mi esposo y que lo donarían “a un niño que quizá se sienta solo, herido o asustado”

Algunos días después recibí un paquete inesperado de una vieja amiga de la universidad que no había visto en décadas. Contenía un oso de peluche de color miel. Mi amiga incluyó una nota en la que me sugería que sollozara en el muñeco cuando me sintiera desconsolada, lo sacudiera cuando estuviera enojada o lo azotara en el piso cuando me sintiera abrumada.

El simple acto de acurrucarme con el oso me calmó mucho. Incluso ahora, algunas noches acuesto al oso del lado de la cama en el que Ken dormía. A Ken siempre le gustaron los osos.

La primera Navidad que pasamos juntos, un oso panda de los deseos apareció misteriosamente debajo del árbol. Una mañana de san Valentín, no hace mucho tiempo, descubrí un oso fornido que sostenía un corazón del color de las moras colgado en el volante de mi automóvil. Había noches en que llegaba a casa de un viaje de negocios y encontraba un oso tallado de un metro y medio de altura colocado en la entrada de la casa con un letrero que proclamaba nuestros nombres. Además, un grupo de criaturas osunas adornan una repisa en la habitación de huéspedes: un oso británico que lleva puesto un suéter con la bandera de Inglaterra, una osa parda con un elegante traje de encaje color lavanda y anteojos de abuelita, un pequeño oso polar que asoma por una bota de Navidad. Todos los escogió Ken. Tenía muy buen gusto en cuanto a osos.

Cuando se avecinaba la temporada decembrina de 2009, la primera sin Ken en una década, me di cuenta de cuando llegó el oso color miel, yo también, como el beneficiario del oso de peluche de la Neptune Society, me sentía sola, herida y asustada. Después de que apareció, me sentí menos abandonada. Tal vez podría aliviar el sufrimiento de otros, si ofrecía osos en memoria de Ken.

De inmediato encontré varias maneras de hacerlo. Doné quince mil millas de viajero frecuente a la campaña Miles of Hugs and Smiles de la American Cancer Society, suficiente para regalar dos osos —para abrazar— a los niños sometidos a tratamiento. Luego descubrí que la National Wildlife Federation buscaba personas que adoptaran osos negros de manera simbólica. Se regalaría osos de peluche pequeños a las personas designadas. Ordené uno para la nieta más pequeña de Ken y uno para Toys for Tots. Visité la oficina local de Tree of Sharing y tomé dos boletos para niños pequeños que habían pedido ositos de peluche.

Este año no pude armarme de valor para poner el árbol de Navidad. Es demasiado pronto para ver los adornos que reunimos en nuestros viajes juntos: el Pinocho de Venecia, los tótems de Alaska, los ángeles de San Petersburgo. Sin embargo, puse algunos de los Santa Clauses de Ken y sus osos de Navidad. Rocié un poco de la colonia Tuscany sobre el peluche.

Cuando visité las tiendas el día después de Navidad para buscar tarjetas del próximo año, sonreí para mí cuando encontré algunas cajas que estaban adornadas con osos que confeccionaban juguetes en el taller de Santa. El próximo diciembre, cuando las firme, veré la sonrisa de Ken.

No tengo duda de que Ken siempre seguirá siendo mi oso de peluche, fuerte y resistente.

TERRI ELDERS

Caldo de pollo para el alma: Duelo y recuperación

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