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La tinta roja

Pienso en lo que ha estado conmigo durante semanas. Pienso en un amigo del pasado que conocí por casualidad. No puedo quitármelo de la cabeza.

No era mi novio. Era un amigo muy especial de mi amada hermana Ivy cuando ella estaba en preparatoria. Ivy tenía dieciséis años cuando murió en un accidente de aviación con mi padre.

Ivy era la cuarta hermana, la bebé, aunque en muchos sentidos era tal vez la más madura de nosotras, pese a su corta vida. Era una jovencita extraordinaria que tenía la capacidad de sentir empatía como muy pocas personas que he conocido. Era despampanante, y hablo tanto de su belleza exterior como interior. Tenía el cabello castaño, largo y ondulado, los ojos almendrados de color chocolate y una sonrisa fascinante. Su dulzura y perspicacia fueron la base de su aplomo y ecuanimidad, que iban mucho más allá de su edad.

A veces, cuando falta una

persona, el mundo entero

parece deshabitado.

ALPHONSE DE LAMARTINE

Ver de nuevo a su amigo David fue una experiencia abrumadora. Sólo pude pensar en el relato de Ivy de cómo lo conoció cuando caminaba por un pasillo de la preparatoria. Me contó que supo al instante que tenía que averiguar quién era él. Fue un momento romántico en su vida, cuando empezaba a ser mujer.

Cuando me topé con este hombre increíblemente apuesto, que entonces tenía casi cuarenta años y seguía soltero, lo abracé y él me correspondió con calidez y me saludó con el sobrenombre que Ivy me puso. Sentí una punzada de dolor en el corazón, pero también una alegría indescriptible. Estaba mirando a los ojos a alguien que había compartido tanto de la vida de mi hermana de una manera que sólo a ellos les pertenecía. Agradezco lo que hayan compartido. En ocasiones, la llevaba a pasear en motocicleta y el viento agitaba el cabello largo y oscuro de Ivy. Me alegro que haya paseado en motocicleta. Doy gracias por cada momento y experiencia que ella disfrutó en su vida.

Le dije a David que me daba mucho gusto que hubieran compartido una relación especial. Él movió la cabeza, y sonrió con dulzura y timidez. Era un hombre muy reservado que conservaba la intensidad que también tuvo de muchacho. Sólo a Ivy le abría su corazón. Ella solía escucharlo durante horas y lo aconsejaba. Nunca me contó de qué hablaban, pero sé que ella se comunicaba con él como nadie. Él la necesitaba y ella estaba ahí para apoyarlo, como siempre lo estaba cuando uno la necesitaba.

Después del accidente, David fue a la casa y se sentó en la habitación de Ivy, tembloroso y estremecido. Miró a mi madre, a mis hermanas y a mí, pero no pudo hablar. Su silencio expresó con elocuencia la profundidad de su sufrimiento.

A menudo me preguntaba cómo podría David expresar su dolor. Yo escribí sobre el mío. Mi capacidad de expresar mis sentimientos por escrito, me salvó después del accidente.

Para David, ella siguió viviendo en su sonrisa y sus recuerdos personales. Cumplían años el mismo día. Siempre lo amaré por haber sido parte de la vida de mi hermana.

Con el paso del tiempo, David decidió expresar su dolor en una clase de inglés en la universidad. No sabía si quería seguir estudiando, pero decidió intentarlo y se inscribió en una universidad comunitaria.

Su maestra dejó de tarea hacer una composición sobre “el recuerdo o experiencia más importante de su vida”. Por la razón que sea, David estaba preparado para hablar por primera vez sobre la pérdida de su amada amiga. Abrió su alma y vertió su corazón en el papel.

Cuando David recibió su composición calificada, estaba cubierta de marcas en tinta roja. Por todas partes había correcciones de ortografía y gramática. No hubo un solo comentario sobre el tema. No hubo una sola palabra sobre sus sentimientos. No hubo una sola frase que expresara condolencias por su pérdida. David abandonó la escuela y se convirtió en un hombre de negocios próspero.

Años después de nuestro encuentro fortuito, volví a oír hablar de David y la noticia me dejó deshecha. A sus cuarenta y tantos años David se enteró de que tenía cáncer. Al principio los médicos se equivocaron de diagnóstico. Se hallaba confinado a una silla de ruedas y su padre lo había llevado de vuelta a su hogar a morir. Su hogar era la casa donde él se crió, la casa en la que Ivy y él habían pasado tiempo juntos.

Supe lo que tenía que hacer. Me costó mucho trabajo llevarlo a cabo. Me estacioné frente a su casa. Su padre había construido una rampa para silla de ruedas que salía del garaje. Dos enfermeras de tiempo completo se turnaban para cuidarlo.

El corazón me latía tan rápido y con tanta violencia que me dolía. Toqué la puerta y la enfermera abrió. Ahí estaba él. David estaba sentado en la silla. Levantó la cabeza como si fuera un enorme peso y entrecruzamos una mirada. Esa sonrisa dulce y tímida seguía ahí, y por más enfermo que estuviera, seguía siendo un hombre muy apuesto.

Estaba muy débil y tuve que acercar el oído a su boca para poder oírlo.

—Hablo con ella todos los días —susurró él. Traté con todas mis fuerzas de contenerme. No quería incomodarlo de ningún modo. Sin embargo, los ojos se me llenaron de lágrimas.

—Ella está contigo, David —respondí y le devolví la sonrisa—. Ella está contigo.

Entonces nos sentamos juntos, puse la mano sobre la de él y le leí la historia que escribí sobre ellos.

Pienso en la canción favorita de Ivy, “Color My World”, del grupo Chicago. La melodía es bella y la letra es amorosa y tierna. Como sus vidas, como su amor, la canción es breve, pero inolvidable.

ELYNNE CHAPLIK-ALESKOW

Caldo de pollo para el alma: Duelo y recuperación

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