Читать книгу Caldo de pollo para el alma: Duelo y recuperación - Марк Виктор Хансен - Страница 6

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La caja de recetas
de mi madre

Mi esposo me la pasó. Estaba en lo más alto de la alacena de la cocina, en la repisa que queda fuera de la vista y es fácil olvidar. La adusta caja metálica verde de mi madre que arrumbé ahí hace tres años, después de su muerte en 1997. Y ahí se había quedado.

Deja que las lágrimas

broten. Deja que te

humedezcan el alma.

EILEEN MAYHEW

Había muchos otros objetos de su casa que se habían clasificado con esmero, distribuido entre los miembros de la familia y donado a la beneficencia pública. Sin embargo, esa caja, vetusta y modesta, se había quedado conmigo, intacta. No podría explicarle a nadie el porqué.

Por alguna razón, esa tarde me sentí preparada para abrirla.

Mi primer sentimiento cuando toqué la caja y le quité la tapa fue de culpabilidad. ¿Por qué no me había ocupado de que mamá tuviera un archivo de recetas más bonito? ¿Por qué no había buscado algo alegre, algo lindo con motivos florales o de tela de hilo?

La culpa es la compañera de la pena, y yo sentía mucho de ambas desde aquel día de diciembre de hace tres años en que nos despedimos de mi madre por última vez al pie de su tumba.

Hubo varias ocasiones espantosas y desgarradoras en que había tomado el teléfono al atardecer para sostener nuestra acostumbrada charla antes de la cena y se me había olvidado que el número al que estaba llamando “[...] ya no está en servicio”, como me recordaba ese horrible anuncio impersonal.

Había estado la presencia de esa silla vacía en la mesa durante las celebraciones familiares, como prueba y recordatorio de que ya no veríamos el dulce rostro de nuestra matriarca, radiante de felicidad porque la familia era la raíz principal que la nutría, su fuente de alegría más grande.

Y, por supuesto, hubo esos momentos en los que pensaba que el corazón se me partiría porque extrañaba demasiado a esa mujer menuda y rubia que nos había amado a todos de manera tan incondicional y había pedido tan poco a cambio.

Pero abrir esa caja de recetas... eso era un pendiente que tenía desde hace mucho y que necesitaba cumplir para sanar.

Mamá era una cocinera extraordinaria, del tipo que no necesitaba para nada una receta que la guiara. El instinto era su mejor maestro y, de alguna manera, lograba que un pastel de carne molida supiera a filete mignon, o elevaba un simple pollo asado a alturas excelsas.

No obstante, y por fortuna, a través de los años mamá se había dado tiempo para escribir algunas de sus recetas. “Algún día las necesitarás”, profetizó.

“Algún día” había llegado.

Sentada a la barra de la cocina, empecé a buscar los placeres que recordaba... los sabores de mi niñez, por lo menos en sentido figurado.

Mientras examinaba las categorías: platos principales, acompañamientos, comidas para celebraciones, pasteles, galletas, etcétera, observé la caligrafía familiar de mamá. Sus letras chuecas, las “t” sin cruzar por la prisa, la escritura apretada; de pronto, todo se me vino a la mente. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que vi la letra tan familiar de mi madre, ahora que las tarjetas de aniversario y cumpleaños, firmadas “Con todo mi amor”, ya no llegaban a nuestro buzón.

Mamá no tenía paciencia para las dietas de moda, por lo que sólo había instrucciones detalladas para preparar una rica lasaña, un pecho de res nadando en salsa gravy, unas albóndigas y espagueti con su ingrediente “secreto” de la salsa: azúcar morena.

Había recetas para todo, desde una sencilla ensalada de huevo y pimientos hasta un pudín de fideos que su madre le había enseñado a hacer.

Los padres de mi madre, mis abuelos maternos, eran inmigrantes de Europa Oriental, parte de una vasta oleada que había llegado a estas tierras a principios del siglo XX. Y en esta tierra prometida, la comida (en abundancia) era su solaz. Aliviaba la soledad, el ofuscamiento y el miedo de la vida que había cambiado para siempre.

Una gran parte de mi historia y legado estaba en esa caja metálica verde de recetas.

Pasé una larga tarde revisándola, sonriendo, recordando y, sí, llorando. Una avalancha de recuerdos de mi madre se me vino encima. Décadas después, me hallaba de vuelta en su cocina, y era tan evidente que era SU cocina en aquellos días en que los padres rara vez osaban entrar en el sanctasanctórum. Me llegó de nuevo el olor de su delicioso estofado a la cacerola, su pastel de café, crema agria y manzana, su sopa de chícharos.

Y deseé —ay, cuánto deseé— volver a verla con su delantal color agua y un volante blanco.

“NO lo dejes cocer demasiado, Sally”, encontré esta advertencia en la receta del estofado a la cacerola. Solté una carcajada porque ése era, al final de cuentas, mi terrible crimen culinario. Y mamá lo sabía.

Horas después, cuando había revisado hasta la última de las tarjetas de las recetas y los recortes de periódico apiñados en el fondo, sentí una paz que hacía mucho tiempo no sentía. Tuve la sensación que, de un modo u otro, mamá había vuelto a mi vida.

Se asomaba por encima de mi hombro, inspeccionando, volviendo a comprobar, reprendiendo, aconsejando y, claro está, enseñando. Me transmitía sus tradiciones de la manera más amorosa que existe: a través de la comida como amor. La comida de mamá, la mejor de todas las cocinas posibles.

Y yo, con cuidado y deliberadamente coloqué la caja metálica verde, con su terca tapa, en la barra de la cocina, al frente y al centro.

Exactamente donde debía estar.

SALLY SCHWARTZ FRIEDMAN

Caldo de pollo para el alma: Duelo y recuperación

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