Читать книгу Caldo de pollo para el alma: Duelo y recuperación - Марк Виктор Хансен - Страница 17

Оглавление

Entretejidas para siempre

Pasaba por Louisa casi todos los viernes por la mañana para ir juntas a nuestro lugar favorito: una tienda de estambres y cafetería en la parte oeste de nuestra pequeña ciudad. Sentadas frente a la chimenea y rodeadas de anaqueles de hilos y estambres de incontables colores, tejíamos sombreros de lana gruesos para nuestros esposos, mantas suaves para las adiciones más recientes a nuestras familias, y bufandas, chales y guantes para nosotras. Ahí cenábamos sándwiches sustanciosos, sopas cremosas y chocolates caseros que se derretían en la boca, y charlábamos durante horas.

Qué rápido pasaba el tiempo en ese ambiente acogedor en medio de nuestros proyectos. Qué rápido pasa el tiempo cuando una está en compañía de una buena amiga.

Mientras lloramos la pérdida

de nuestro amigo, otros se

regocijan al recibirlo detrás

del velo.

JOHN TAYLOR

Ayudaba a Louisa a ponerse el abrigo; recogía su bolsa de tejido; le ofrecía el brazo para que se apoyara en él y caminábamos despacio y con cuidado hasta el automóvil.

Louisa tenía apenas dos años cuando sus padres se dieron cuenta de que algo no estaba bien. No jugaba como los otros niños. En cambio, Louisa caminaba en el patio de recreo con paso vacilante, cauto y con dolor evidente. Así empezó la lucha que duraría toda su vida con la artritis reumatoide, sus efectos devastadores y todas las vulnerabilidades patológicas que a menudo acompañan a la enfermedad.

A pesar del dolor constante, los puñados de medicinas que tomaba a diario y un riguroso régimen de fisioterapia, Louisa estaba resuelta a llevar una vida “normal” y a darse abasto para satisfacer la gran demanda que tenían sus prendas tejidas. Parecía tener algo preparado para casi todas las ocasiones especiales: baby showers, fiestas de compromiso, bodas y cosas por el estilo, e innumerables amigos, familiares y simples conocidos querían tener las creaciones hechas a mano de Louisa.

La tradición llegó a un súbito final una tarde gris de marzo en que los “alfileres y agujas” penetraron y pincharon todo el lado derecho del cuerpo de Louisa. Casi no podía moverse cuando los paramédicos llegaron. Dos meses después le dio neumonía, y yo me pasaba la noche en vela al lado de Louisa acariciándole la mano, mientras mis lágrimas caían a raudales sobre las sábanas de su cama. Las ondas del monitor cardiaco alcanzaron picos altos, luego se extendieron y por último cesaron. El médico confirmó la triste noticia a quienes estábamos reunidos a su alrededor.

Louisa se había ido.

Aunque lo vi suceder y oí las palabras del doctor, mi conciencia asimiló la realidad muy lentamente. Aunque sabía que algún día tendría que hacer frente a mi propio dolor, hice lo que estuvo a mi alcance para ayudar a preparar el funeral y a rodear a su esposo, Joe, del apoyo que necesitaba.

Ofrecí ideas sobre los versículos de la Biblia que ella más apreciaba, así como de otros pasajes y cantos para incluirlos en el servicio fúnebre. Busqué en su clóset la ropa con la que la sepultaríamos, tratando de recordar con otros los colores, estampados y texturas favoritas de Louisa. Organicé las comidas y el transporte y aspectos prácticos de todo tipo, pero fue con el mayor cuidado y ternura que me era posible que hurgué en las canastas rebosantes y bolsas de Louisa para seleccionar las prendas tejidas más impresionantes que quería exhibir en el funeral.

Durante mi búsqueda encontré muchos proyectos terminados. Una gorra de bebé, con un pompón en la coronilla, de color amarillo como los rayos brillantes del sol. Toallas de cocina en forma de margaritas, copos de nieve y estrellas. Una bufanda. Pero entre tantos tesoros, había aún más proyectos esperando cobrar forma final.

Noté en especial los calcetines con puntos marrones que empezó a tejer para Joe el pasado invierno. Louisa esperaba dárselos en Navidad el año pasado, pero el ajetreo de las fiestas interrumpió sus planes. Entonces decidió dárselas para su cumpleaños, pero tampoco tuvo tiempo para eso. Louisa y yo hablamos del proyecto retrasado de los calcetines sin darle demasiada importancia unas semanas antes de que muriera; es mi último recuerdo de haber tejido juntas.

Con la mente atrapada en estos recuerdos agridulces y la visión empañada por las lágrimas, me volví hacia Joe y propuse:

—Si te parece bien, me gustaría terminar los calcetines por ella algún día.

Esa promesa que le hice a Joe fue una cuerda de salvamento a la que me aferré todos los días de ahí en adelante. Es verdad que, cuando terminara los calcetines, le daría a Joe finalmente un regalo muy especial y me sentí bien al respecto. Pero, muy en el fondo, comprendía que terminar esos calcetines me ayudaría de algún modo a sobrellevar la pérdida de mi amiga, que me ayudaría como nadie más podría.

Transcurrieron varios meses antes de que pudiera armarme de valor para cumplir mi promesa. Marqué el número, me aclaré la garganta y con voz titubeante pregunté si podía pasar por los proyectos sin terminar de Louisa. Un par de días después, Joe me saludó en la puerta y señaló el sofá, apenas visible debajo de los artículos de tejer de Louisa. Después de asegurarme de que tenía todas las agujas e ideas necesarias, llené el maletero, me dirigí a casa y trasladé mi preciosa carga a la sala. ¿Mi primera tarea? Terminar esos calcetines.

Estudié el diseño, arreglé las agujas como correspondía y toqué el estambre grueso. Tenía ante mí el trabajo de Louisa como un diario que documentaba tanto las celebraciones como los pesares de sus últimos meses de vida. Cuando coloqué un calcetín totalmente terminado sobre mi regazo, noté su forma perfectamente proporcionada y las puntadas uniformes y cuidadosas. ¡Cómo me recordaron los días armoniosos y felices que Louisa disfrutó alguna vez! Pero entonces me fijé en el segundo calcetín, no sólo sin terminar, sino repleto de errores: señales de su creciente cansancio hacia el final.

Aunque a regañadientes, me di cuenta de que no me quedaba más remedio. Tenía que retomar lo que estaba bien hecho donde Louisa lo dejó, sin importar el desconsuelo que me produciría deshacer el testimonio de algunos de los últimos momentos que pasamos juntas. Deshice cientos de puntadas hasta donde la cuenta estaba bien, pero mi vacilación inicial también se desvaneció cuando me pareció que los pequeños lazos de estambre levantaban los brazos en celebración de un nuevo comienzo.

Un nuevo comienzo. Aunque extraño a mi amiga todos los días, acepto las innumerables oportunidades que se me presentan para honrar su memoria, para honrar nuestros recuerdos. Hago bonitos regalos tejidos como Louisa hizo alguna vez. Extiendo su sonrisa cuando los que sufren necesitan que alguien les dé ánimo. Y me deleito en los sueños que mis otras amigas me cuentan en los rincones acogedores y cálidos de las cafeterías locales. De hecho, mi nuevo comienzo, mi nueva vida sin Louisa, prueba que estamos entretejidas para siempre.

BARBARA FARLAND

Caldo de pollo para el alma: Duelo y recuperación

Подняться наверх