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Fuente de luz

Hay algo grácil en una lámpara de queroseno bien hecha, en especial las antiguas, esas que fueron hechas con todo el amor y orgullo que un verdadero artesano siente por su trabajo: vasijas pesadas de vidrio soplado hecho a mano para contener el aceite; mechas de filamentos trenzados que cierran la distancia entre el combustible y la llama; bombas altas de vidrio delgado que tienen la encomienda de resguardar la luz centelleante dentro de ellos. Qué vidrio tan frágil y, sin embargo, tan fuerte para resistir la fuerza de los elementos en la noche inevitable. A mamá le gustaban mucho estas lámparas. Estaban diseñadas para mantener la luz brillante en los momentos más inclementes, sin importar la oscuridad de la noche o el vendaval. Necesitaba algo así en su vida.

Cada uno de nosotros tenemos

un don único e importante.

Es nuestro privilegio y aventura

descubrir nuestra luz especial.

MARY DUNBAR

Recuerdo que busqué en innumerables mercados de pulgas, tiendas de antigüedades y ventas del garaje. Mi madre tenía una enorme colección de lámparas ornamentales de queroseno de todas las formas, tamaños y colores: vasijas pesadas de cristal cortado con bombas cortas, rechonchas y resistentes; vasijas cilíndricas delicadas con pantallas de papel delgado, demasiado frágiles para usarse, pero hermosas; lámparas sencillas, redondas y funcionales llenas de aceite teñido de rojo. Mamá se esforzaba mucho por comprar las lámparas en parejas, pero su favorita entre todas las lámparas no tenía compañera.

Esta lámpara sin pareja era bastante grande: medía unos treinta centímetros de alto con la bomba de vidrio. La vasija de depósito era octogonal y transparente. Una lámpara sencilla y elegante que sobresalía por cuenta propia. No necesitaba su pareja para ser espectacular. Mi madre la encontró poco después de mudarnos a casi cinco mil kilómetros de todo lo que conocíamos, después de que dejó a mi padrastro. Fue el primer objeto bello que compró para nuestro nuevo hogar sin el temor de verlo de pronto hecho añicos en el piso. En las noches difíciles, cuando estaba deprimida, se sentía sola o asustada, prendía la lámpara y se quedaba horas sentada hasta que conciliaba el sueño.

Durante las largas y temibles noches en el punto álgido de un divorcio deplorable, se sentaba ahí hasta que el sol salía y el miedo extinguía el cansancio. Cuando descubrió las dos protuberancias del tamaño de una canica que tenía en la espalda, mamá encontraba solaz en las luces danzarinas e intocables detrás del vidrio, luces que brillarían para siempre si las alimentaba. La noche que le dieron el diagnóstico oficial de cáncer, me dejó ayudarla a prenderlas.

La primavera después de la primera batalla de mi madre con el melanoma maligno, fuimos a una feria de artesanías a pasar el tiempo, sólo para ocuparnos en algo. Todavía estábamos esperando noticias de los doctores sobre los resultados de sus pruebas de seguimiento. Se sentía disminuida y necesitaba con desesperación hacer algo, cualquier cosa, que la hiciera sentirse normal otra vez. Y si no normal, por lo menos mejor.

Todo lo que vimos en la feria es un recuerdo borroso para mí; estaba tan empeñada en verla sonreír, en no permitir que mi hermano nos viera dejarnos llevar por el pánico, que no creo haberme fijado en nada. Lo único que quería era hacerla sonreír. No había visto su sonrisa, no la había visto reír en meses, y lo echaba de menos.

Determinada a seguir mi búsqueda, me adelanté a mi madre y mi hermano pequeño que estaban entretenidos recorriendo las mesas y las exhibiciones. No había ido muy lejos cuando algo me llamó la atención. El reconocimiento fue inmediato, una chispa que saltó un momento sináptico fugaz, del tipo que le eriza a uno los vellos de los brazos ante el sincronismo. En la mesa de exhibición se erguía orgullosa una lámpara, y no cualquier lámpara: era una lámpara de queroseno alta con una vasija de depósito octogonal.

Me emocioné mucho y corrí frenética entre la muchedumbre hacia mi mamá. Ella estaba inspeccionando una pareja de lámparas pequeñas en el puesto de otro vendedor. Normalmente, no me gustaba interrumpir, pero esto era importante. Aunque tenía doce años, entendía a la perfección cuánto significaría para ella.

—¡Mamá! ¡Ven, tienes que ver algo! —llamé.

—Espera. Creo que voy a comprar estas lámparas. ¿Qué te parecen? —me las enseñó para que pudiera verlas, pero ni siquiera las miré.

—Tienes que ver primero lo que encontré —le di un tirón a su chaqueta, sin cejar en mi afán. Mamá suspiró, le dijo algo a la persona que se hallaba detrás de la mesa y puso las lámparas en su lugar.

La llevé casi a rastras por la feria sin dejar que se detuviera a ver nada para no perder tiempo. Tenía que ver la lámpara. Cuando por fin la vio, me di cuenta de que hice bien. Me apretó la mano y los ojos se le llenaron de lágrimas. Entonces tomó la lámpara, pasó los dedos por la vasija, por la bomba de vidrio y la inspeccionó detenidamente.

—¿Ves esto? —preguntó al tiempo que señalaba una marca muy pequeña en el vidrio en el fondo de la vasija. Asentí con la cabeza—. La que tenemos en la casa tiene la misma marca —sonrió. Era la primera vez que la veía sonreír verdaderamente desde que los doctores encontraron el melanoma.

Cuando la lámpara ocupó su lugar en la repisa de la chimenea, al lado de su pareja, mi madre lloró. Después de que nos llevó a acostar a mi hermano y a mí, mamá volvió a bajar. Entendí que había ido a prender las lámparas y a sentarse a la luz que proyectaban hasta que pudiera conciliar el sueño. Ya lo había hecho antes. Me quedé dormida, segura de que la había hecho sentir mejor, aunque fuera sólo esa noche.

Años después comprendí su necesidad de esas lámparas, esas fuentes de luz inextinguible que iluminaron los momentos más oscuros de su vida. No le ayudaron a sobrevivir al último ataque del cáncer; nada podría haberla ayudado, pero tal vez hicieron esos días menos terribles. Me encantan esas lámparas, pero no las necesito como ella. Mis recuerdos de ella es lo único que necesito. Ella fue mi lámpara, la luz inextinguible que siempre iluminó mi camino en los momentos más oscuros. Aún lo es. En las horas en que siento que mi vida está a merced de las tormentas y el viento, la luz que me rodea resplandece con fuerza y la esperanza se escuda en su espíritu inquebrantable.

SARAH WAGNER

Caldo de pollo para el alma: Duelo y recuperación

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