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La oración del capellán

Mi historia de dolor empezó con una llamada telefónica. El tipo de llamada que toda madre teme recibir. La llamada que ojalá nunca hubiera contestado. Esa llamada que me dejó llorando por mi niño, mi hijo que acababa de cumplir cuarenta años.

Todavía estaba oscuro cuando fui a trabajar esa mañana de mayo de 2008. Recorrí la ruta familiar a lo largo de la autopista 40 para dirigirme al Centro Médico Regional Munroe en Ocala, Florida. Una compañera de trabajo había pedido libre el fin de semana y yo me presentaba a cubrir mi guardia, preparada para trabajar un turno extenuante de quince horas.

La fe hace posibles las

cosas, mas no fáciles.

Anónimo

Al llegar al hospital hice lo de siempre. Estacioné el automóvil y caminé hacia la entrada norte. Recorrí un largo pasillo hacia la cocina. Di dos vueltas a la izquierda y llegué a mi puesto de trabajo. Oí los mensajes que los pacientes habían dejado en una contestadora. Hice cambios personales al menú del desayuno. Tomé un descanso breve. Volví a mi computadora y empecé a trabajar en los menús de la comida de cada paciente del hospital.

En mitad de mi rutina, casi a las nueve y media de la mañana, el teléfono de la línea exterior sonó. En el otro extremo oí a mi hija menor, Nancy, que llamaba desde Michigan. Lloraba y decía incoherencias; le pregunté qué había ocurrido; en medio de sollozos trató de hallar el modo de decirme y yo no podía entender lo que decía porque hablaba de prisa y atropelladamente y yo trataba de encontrar la forma de salir de esa pesadilla y entender.

—Mamá —dijo al fin—, Michael está muerto.

Lo que ocurrió después fue una espantosa serie de acontecimientos que se sucedieron con rapidez. De la llamada telefónica, a la cocina, a la oficina de la dietista, gritaba y estaba fuera de control.

¿Dijo muerto? Traté de comprender lo que estaba ocurriendo. Traté de recuperar la compostura.

Mi único hijo no podía estar muerto. Me esforcé por dar sentido a lo que había oído. ¿Habló de una sobredosis?

El personal y mis compañeros de trabajo corrieron a mi lado, pero estaba inconsolable, confundida, me negaba a creer lo que había oído y, no obstante, la verdad empezó a calar poco a poco en mi alma. Dos empleadas de la cocina, preocupadas por el estado de histeria en el que me encontraba, insistieron en llevarme a la planta baja al servicio de urgencias. Me dijeron que esperara hasta que me tranquilizara, que esperara hasta que llegara un pariente, que esperara hasta que pudiera enfrentar la realidad. Llamaron a un doctor y se quedaron cerca, al tiempo que ofrecían palabras de consuelo.

Más tarde, mientras estaba sentada en la sala de urgencias, simplemente esperando, sin un amigo o familiar, sin esperanza en el mundo, sin ninguna forma de saber cómo había pasado lo impensable. Tal vez podría sobrevivir y recurrí al Dios de mi niñez para ofrecerle una plegaria llena de dolor y desesperación.

No puedo soportar esto sola. Necesito Tu ayuda.

El capellán que estaba de turno ese día era católico, vestía de manera informal y hablaba en voz baja. Alguien lo llamó para que esperara conmigo; me llevó a una habitación aparte donde pudiéramos estar solos. Me escuchó con verdadera preocupación e interés mientras lloraba y le contaba, lo mejor que pude, de mi único hijo, de la noche que había ido a pasar en casa de su hermana, de la sobredosis accidental, de sus últimas horas antes de acostarse y de su muerte silenciosa mientras todos los demás dormían.

El capellán me tomó de las manos.

—¿Puedo rezar contigo? —preguntó. Asentí, y me abandoné al dolor—. ¿Entiendes que le rezamos a la Virgen María?

—Sí, está bien —susurré.

El capellán hizo una pausa.

—¿Sabes? —continuó—, María también perdió a su hijo —y con esa sencilla verdad empezó mi viaje desgarrador hacia la recuperación.

Agaché la cabeza y escuché la oración del capellán, asombrada de que Dios me hubiera enviado ayuda tan pronto; de que hubiera oído mi súplica insuficiente de piedad y a través de las palabras de un completo extraño, me hubiera recordado lo que sufrió María al perder a su hijo tan joven.

Desde hace dos años mi camino agreste y accidentado hacia la recuperación ha sido una marcha cuesta arriba. Sigo llorando la corta vida de mi hijo, pero paso a paso, encuentro nuevo consuelo y fortaleza al saber que no estoy sola, al saber que otra madre también tuvo que ir cuesta arriba con el corazón deshecho.

Cada mañana mi cruz parece más fácil de soportar y a menudo, cuando rezo, o medito, o levanto el cáliz, pienso en las palabras del capellán: “María también perdió a su hijo”, y me siento reconfortada.

BRENDA DAWSON, según se lo contó a CHARLOTTE A. LANHAM

Caldo de pollo para el alma: Duelo y recuperación

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