Читать книгу La nada oscura - Meg Gardiner - Страница 10

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A la luz de la tarde, la granja donde vivían Shana y Brandon Kerber parecía muy pintoresca. Un columpio colgaba junto a la ventana principal. Más allá de los cedros y las lantanas que corrían por el borde de su terreno, se veían unos bloques de pisos nuevos. Cuando Caitlin y Rainey salieron del Suburban del FBI, oyeron el tráfico distante de la I-35.

El detective Berg salió de un Caprice bastante viejo.

—Brandon está en casa de su familia, con la niña.

—Nos gustaría hablar con él. Nos ayudaría mucho a desarrollar la victimología —explicó Rainey.

—Es una palabra muy pija para indicar que quieren husmear en la vida de Shana.

—Si conseguimos averiguar por qué se eligió a las mujeres secuestradas, eso nos ayudará a comprender mejor la psicología del culpable. Y podremos elaborar un perfil —dijo ella—. ¿Tiene enemigos Shana? ¿Alguien que quiera hacerle daño?

—Nadie. Ya lo he preguntado.

—¿Le mencionó ella a alguien que la vigilaran o la siguieran en los últimos meses? ¿Alguien que la hiciera sentir incómoda?

—Brandon dice que no. También dicen lo mismo los padres de Shana.

Caitlin notó el viento en su espalda.

—¿Y qué dicen ellos de Brandon?

La mirada de Berg fue incisiva.

—Pues que le tienen mucho cariño. Y tiene una coartada más sólida que una piedra. Estaba en la cancha de baloncesto de los San Antonio Spurs, apareciendo en el Jumbotron, cuando desapareció Shana. —Las acompañó hasta el porche—. Todos están hechos polvo.

Caitlin no había querido que su pregunta sonara fría..., solo exhaustiva. Los investigadores tienen que evaluar las situaciones de manera analítica. No pueden dejar que la compasión les nuble el juicio. Pero, de igual modo, tienen que protegerse para no acabar hastiados. Cuando Caitlin era policía callejera, tenía que hacer esfuerzos para no volverse demasiado cínica y suspicaz, y empezar a ver a todo el mundo como posibles delincuentes..., incluso estando fuera de servicio, en los cumpleaños de los niños. Los oficiales de policía tienden a creer mucho en la autoridad. Algunos oficiales tienen que esforzarse mucho para separar el poder de la insignia de su anhelo de control.

La intimidación era como una droga. Pero el control era una ilusión.

Y en aquel preciso momento, Caitlin no sentía que llevara las riendas de aquel caso, ni que tuviera una visión clara de lo que estaba pasando. Se sentía más bien como un tigre acechando entre la hierba alta, camuflado por sus rayas.

La cinta amarilla de la escena del crimen atravesaba la puerta delantera de los Kerber. Berg la cortó con una navaja. Dentro, la calefacción estaba apagada, y la luz amarillenta pasaba oblicua entre las persianas e iluminaba el oscuro suelo de madera. La casa tenía un aspecto vacío y triste.

Caitlin examinó la puerta.

—¿Señales de una entrada forzada?

Berg negó con la cabeza.

—Brandon insiste en que Shana siempre cerraba la puerta, pero ¿quién sabe?

Examinó el pasador y la cerradura de golpe.

—Esta cerradura es muy débil, se podría abrir con una tarjeta de crédito.

Rainey dijo:

—Quizá fue Shana quien abrió.

—Cuando Brandon llegó a casa, solo estaba encendida la luz del pasillo —dijo Berg—. Si Shana hubiese abierto la puerta, creo que habría encendido una luz en el salón.

Caitlin dio la vuelta a la habitación, despacio.

—Algo la despertó.

—La bebé. —La mirada de Rainey barrió todo el espacio—. ¿Los Kerber tienen armas de fuego en casa?

—Una escopeta —dijo Berg—. La encontraron debajo de su cama.

—¿Cargada? —quiso saber Caitlin.

Él asintió.

Rainey frunció el ceño.

—La niñita ya gatea, ¿no?

Berg no dijo nada. Caitlin nunca dejaría un arma cargada sin seguro, y mucho menos al alcance de un niño que gatea. Por la forma desaprobadora en que Rainey movió la cabeza, supo que ella tampoco lo haría.

—¿Alguna huella en el arma? —preguntó Caitlin.

—Las de Brandon y las de Shana —respondió Berg—. Ninguna más.

Rainey se dirigió hacia el vestíbulo.

—Shana no advirtió peligro.

—No —dijo Caitlin—. De lo contrario habría salido de ese dormitorio empuñando la escopeta, y le habría impedido entrar en el cuarto de la niña. —Echó una mirada al dormitorio principal—. No sabemos lo que sacó a Shana de la cama, pero literalmente la desarmó.

—El tipo era hábil, silencioso y rápido —intervino Rainey—. Y solo dejó una cosa de esta casa fuera de su sitio.

El viento hacía traquetear la puerta, y se deslizaba por los aleros. Caitlin recordó la declaración escrita que hizo Brandon Kerber, en la que describió la escena que se había encontrado al llegar a casa. Notó un escalofrío.

—La bebé —dijo.

Rainey asintió.

—Tenía un plan, y para él usó a una niña de diez meses. Como señuelo, o como prenda de intercambio, o para poder dominar a Shana. Es un depredador calculador y sin escrúpulos.

La nada oscura

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