Читать книгу La nada oscura - Meg Gardiner - Страница 18
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A las ocho de la mañana, la sala de detectives se llenó de agentes uniformados y detectives con vaqueros y polos. Un sol débil atravesaba las persianas venecianas. En el tablero, las polaroids de las mujeres de blanco parecían un congreso de muertos.
El jefe Morales entró.
—Escuchen. Estos agentes del FBI tienen información del individuo que nos ocupa.
Emmerich le dio las gracias. Su camisa blanca estaba recién planchada y almidonada, y tenía las mejillas rosadas por un afeitado reciente. Parecía centrado, como si hubiese planeado no desperdiciar ni una sola sílaba.
—Un solo perpetrador ha secuestrado a las mujeres desaparecidas y ha matado a las dos víctimas que encontramos ayer —anunció.
—Un asesino en serie —concluyó un agente.
—Sí.
El respingo colectivo pareció aspirar todo el aire de la habitación. Emmerich hizo un gesto a Caitlin. Ella distribuyó copias del perfil de dos páginas del sospechoso que había escrito por la noche.
«Varón blanco, treinta y tantos. Educación universitaria. Empleado administrativo o de cara al público, posiblemente en ventas. Tiene mujer o novia».
Fue andando hasta situarse en la parte delantera de la habitación. Era su presentación. Cogió aliento y habló.
—Vive a menos de ochenta kilómetros de Solace, en una casa no adosada, con un jardín o árboles que le dan privacidad. Conduce un vehículo grande, pero no llamativo. Necesita transportar a sus víctimas, pero no quiere que nadie le recuerde. Probablemente sea un coche estadounidense, de un color muy normal, y con las ventanillas tintadas.
Les habló del equipo para secuestros que probablemente guardaría en el vehículo. Los oficiales iban revisando el perfil. Algunos tomaban notas. Caitlin notaba que la cafeína y los nervios la mantenían a punto.
—El sospechoso caza entre las diez de la noche y la una de la madrugada. La oscuridad le permite irse deslizando y pasar casi sin ser visto por los barrios, y colocarse en puntos de observación desde donde puede vigilar y seleccionar a sus víctimas. Carreteras secundarias sin iluminar, explanadas con árboles, vestíbulos e incluso habitaciones que están oscuras en contraste con la posición de la víctima.
Unas caras tensas se volvieron hacia ella.
—Está corriendo riesgos. Secuestrando a mujeres en lugares públicos. La oscuridad elimina parte de ese riesgo, pero no todo. —Se volvió hacia el mapa de Texas clavado en el tablero y dio unos golpecitos en las rampas de la I-35 que había usado el sospechoso para desaparecer con sus víctimas—. Su habilidad para conseguir el control sobre sus víctimas sin atraer la atención hacia sí mismo y la forma que tiene de escapar tan rápido de la escena del crimen indican planificación y calma.
Un detective que estaba al fondo dijo:
—¿Significa eso que es un asesino organizado?
—Indica un enfoque metódico. —Caitlin hizo una pausa y reconsideró sus palabras—. El FBI ha dejado de clasificar a los criminales como «organizados» o «desorganizados». Esos términos describen el carácter de un sospechoso y la forma en que cometen sus crímenes. «Organizados» implica criminales que son socialmente hábiles, a menudo tienen una inteligencia por encima de la media, y demuestran orden antes, durante y después de un crimen. A menudo ocultan los cuerpos de sus víctimas. Están tranquilos y relajados después de cometer sus crímenes. Y sus víctimas a menudo son desconocidos, a los que ponen en su punto de mira porque están en un lugar determinado o poseen unas características determinadas.
Caitlin echó un vistazo a las fotos de las mujeres rubias del tablero. Todo el mundo hizo lo mismo.
—«Desorganizados» significa criminales que son socialmente inadecuados y sexualmente incompetentes. Que matan cuando están alterados y confusos, que actúan de repente, sin plan alguno para evadir la detección. Dejan a las víctimas donde las matan. No intentan ocultar los cuerpos. Pero las categorías no son mutuamente exclusivas. No es una dicotomía..., es más bien un continuo. De modo que no clasificamos a este sospechoso como «organizado». —Caitlin calló un momento—. Pero, ciertamente, muestra señales de orden y control.
—¿Entonces este tío es frío como el hielo? —preguntó el detective Berg.
—Mata por ira, desplazando su ira hacia sujetos que representan a alguien que le causó un daño emocional. Matar le proporciona una gratificación emocional y sexual —respondió ella—. Toma posesión de sus víctimas. Esas mujeres son objetos para él. No del todo humanas. En su mente, de hecho, él es el único humano que puebla el planeta.
—Gratificación —dijo un agente.
Ella asintió. Habían recibido los resultados de la autopsia de Shana y Phoebe.
—Ataca sexualmente a sus víctimas y luego las mata. Después coloca los cuerpos de una manera que sugiere que las vuelve a visitar una vez muertas. —Miró las notas en lugar de mirar a los agentes—. No digo que sea un necrófilo. Pero vestir y maquillar los cuerpos le proporciona satisfacción. Quiere prolongar la emoción de matar. No los tira por ahí sin más. Los conserva. Como si fueran suyos.
Un silencio enfermizo inundó el aire.
—¿Por qué los camisones? —preguntó finalmente el jefe Morales.
—Un fetiche, un recuerdo... Algo le hace asociar los negligés con el deseo sexual. —Miró la foto del cuerpo de Phoebe Canova—. El maquillaje... Probablemente está intentando restablecer una semblanza de vida y tapar las señales de putrefacción. De nuevo, intenta prolongar la ilusión lo más posible. Y quizá maquillarlas hace que se parezcan a una mujer en particular.
Morales empezó a caminar por el fondo de la habitación.
El agente meneó la cabeza.
—Un psicópata.
Caitlin volvió a las fotos en el tablero.
—El asesino se siente cada vez más confiado. La primera víctima, Kayley Fallows, dejó el Red Dog Café y fue andando por una calle oscura. El sospechoso tenía un gran escondite desde donde observar y atacarla sin correr el riesgo de ser visto.
Señaló las fotos siguientes.
—Heather Gooden desapareció mientras recorría los cincuenta metros que hay entre la residencia de la universidad y una cafetería. Ahí tenía una ventana de oportunidad mucho más estrecha y actuó con mucho más atrevimiento. Luego secuestró a Veronica Lees en el cine. Todavía una mayor confianza y sofisticación: había muchas posibilidades de que los espectadores o el personal le vieran y le recordaran. Cámaras de vídeo. Una ventana temporal mucho más estrecha para conseguir la confianza de la víctima y controlarla.
—Y todo a plena vista —dijo Berg—. ¿Se estaba exhibiendo?
—No. Pero sus éxitos anteriores le dieron la tranquilidad de que podía tener éxito otra vez. De que podía actuar con impunidad.
—Creo que aparecerá en el vídeo de la cámara que había en el cine —apuntó Berg.
—Existen muchas posibilidades de que fuera captado en vídeo... Eso si entró en el cine por la entrada principal. Presumiendo que ninguna de las salidas de emergencia estuviera abierta o tuviera la alarma desconectada —dijo ella—. Estamos trabajando en ello.
Berg asintió y señaló la foto de Phoebe Canova.
—Un secuestro con un riesgo todavía mayor. Main Street, a la vista de todo el mundo, mientras una camioneta estaba parada a apenas diez o doce metros de distancia. Ahí sí que se exhibía.
—De acuerdo.
Caitlin pasó a Shana Kerber. Dio unos golpecitos en la foto de la joven madre.
—Este es el secuestro más atrevido de todos. Entró en casa de la víctima, donde normalmente estaría en desventaja y era más probable que dejara pruebas forenses. Pero se salió con la suya.
Un agente que estaba atrás dijo:
—¿Cómo es físicamente?
—Normal. Bien vestido, limpio, ropa arreglada. Quizá atractivo incluso. Pero no destaca.
—Sin tatuajes en la cara.
—No. Este sospechoso es, de manera deliberada, no amenazador. —Ella se puso tensa—. Pero tiene el instinto de un depredador para la gente que es vulnerable. Coge a las mujeres cuando están distraídas, o con prisas, o medio dormidas. Tiene una habilidad especial para encontrar los momentos oportunos y aprovecharse de los demás. —Hizo una pausa de un segundo—. Piensen en las personas que conocen que tengan esa habilidad.
—¿Cree que quizá conozcamos a ese hombre? —preguntó otro agente.
—Muchas personas lo conocen.
Los agentes se removieron, incómodos.
Emmerich habló entonces.
—El sospechoso se mueve mucho, es confiado y, por las polaroids, sabemos que sus asesinatos en Solace no son los primeros. Deberían investigar otras desapariciones junto a la I-35. Es su coto de caza.
Berg señaló hacia el mapa.
—La I-35 corre casi ochocientos kilómetros a lo largo de Texas.
—Y otros miles de kilómetros más hacia Duluth, Minnesota. Pero Texas es un buen lugar donde empezar.
Caitlin cribó toda la sala.
—Ese hombre es peligroso y está decidido, y, a menos que le detengamos, volverá a matar.
Berg fruncía el ceño como un desafío.
—¿Qué van a hacer?
Emmerich respondió:
—Vamos a dar una conferencia de prensa con el comisario. Y ver si alguien por ahí tiene algo de información.
Morales levantó la barbilla.
—Alguien conoce a ese hijo de puta. Vamos a encontrarlo.