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Lunes por la mañana. Caitlin iba andando hacia el mostrador de la recepción del hotel y tirando de su maleta con ruedas. Solace había escapado del fin de semana sin sufrir daños. El equipo de la UAC volvía a D. C. en el vuelo de las once de la mañana.

Rainey ya estaba allí. El empleado del hotel se había metido en una oficina trasera. Caitlin dio los buenos días y dejó la llave en el mostrador.

Detrás de ella, la voz de Emmerich resonó en el vestíbulo.

—Esperen.

Ella y Rainey se volvieron.

—Una desaparición el sábado por la noche, en Dallas —dijo Emmerich.

Rainey abrió los ojos de par en par.

—Eso está significativamente alejado de la zona de caza anterior del sospechoso.

—La policía de Dallas piensa que está vinculado con los crímenes de Solace. Están enviándolo todo a la oficina del sheriff. —Tenía el pelo húmedo de la ducha, la camisa de un blanco cegador a la luz de la mañana—. Hay un vídeo.

Un zumbido agudo recorrió la columna vertebral de Caitlin.

En la comisaría de policía, el detective Berg le tendió a Emmerich una ampliación de veinte por veinticinco de una foto del carnet de conducir. Una joven con el pelo rubio.

—Teri Drinkall. Veinticinco años. Abogada auxiliar en un bufete de abogados del centro de Dallas. No volvió a casa después de salir de compras el sábado. Su novio y su compañera de piso tienen coartada.

Caitlin se reunió con los demás en el escritorio de Berg. El detective puso el vídeo que habían obtenido las cámaras del garaje. Tenía el rostro muy serio.

—No ayuda nada. Ya lo verán. —Lo puso en marcha.

El vídeo no tenía sonido y era en blanco y negro. La cámara estaba montada en el techo, junto a los ascensores de un aparcamiento de múltiples pisos. Pasaron tres segundos sin que pasara nada. Luego, la mujer desaparecida cruzó por delante de la cámara.

Teri Drinkall era menuda y andaba con energía. Llevaba dos bolsas de compras en la mano izquierda y una tercera bolsa cogida con el antebrazo derecho. Llevaba el bolso colgado del hombro y las llaves en la mano derecha. Parecía que iba directa hacia su coche. Pasó por debajo de la cámara y fue andando hacia el extremo más alejado del garaje, y se la veía de espaldas.

De repente dio un salto, sobresaltada.

Giró la cabeza de golpe, atraída su atención por algo inesperado. Algo que estaba fuera del objetivo de la cámara.

Caitlin se movió inquieta, deseando que hubiera algo más. Junto a ella, Emmerich estaba de pie con los brazos cruzados y tamborileando con los dedos.

En el vídeo, Teri se volvía hacia su derecha. Su espalda estaba enfocada por la lente. Inclinaba la cabeza y hablaba.

Caitlin quería saber con desesperación lo que estaba diciendo, pero no se veía lo suficiente para intentar leerle los labios.

Teri asentía y salía del encuadre. Su sombra la seguía, y luego desaparecía.

Berg detuvo el vídeo.

—Ya está.

Emmerich dijo:

—Vuélvalo a poner.

Lo vieron, muy concentrados, dos veces más. Berg parecía frustrado. Emmerich sacó su portátil y lo puso en una mesa de conferencias.

—Mándemelo —dijo.

—¿Cree que se puede sacar algo de esto?

—Nuestro analista técnico de Quantico quizá pueda.

Berg le envió el vídeo.

—¿Qué podrían encontrar?

Emmerich se inclinó sobre el portátil y tecleó algo.

—Sombras, artefactos, reflejos... Cualquier cosa que pueda proporcionar información sobre la persona con la que hablaba la víctima.

Caitlin tocó el brazo de Berg.

—¿Puede ponerlo una vez más, por favor?

Él lo volvió a poner. Ella lo miró.

Estaba claro que Teri había dado un salto porque alguien le había dicho algo. De lo contrario, no se habría dado la vuelta y hablado como respuesta. La cabeza de Teri seguía al mismo nivel cuando ella habló. Eso indicaba que hablaba con alguien que más o menos era de su misma altura, o sea, un adulto. Caitlin se centró en la pantalla. Esta vez, mientras lo miraba, intentó leer el lenguaje corporal de la mujer desaparecida.

Teri se dirigió hacia el hablante invisible de manera voluntaria. ¿Por qué hizo un movimiento afirmativo hacia la petición del sujeto? ¿Qué truco utilizó el asesino para atraerla?

Cuando Teri salió del encuadre, su postura indicaba un de­sarme total. Cuando apareció en pantalla al principio, era distinta. Llevaba las llaves del coche en alto y preparadas, dispuesta para dar la voz de alarma si veía algo raro. Iba preparada para responder a amenazas repentinas, como cualquier mujer consciente de que vive en una ciudad.

Todavía llevaba las llaves en alto y metidas entre los dedos, como garras, cuando se volvió por primera vez. Luego las bajó. Mostraba... preocupación. Y... ¿quizá malestar emocional?

Caitlin lo volvió a ver. Entre el momento en que Teri se sobresaltaba por primera vez y el momento en que bajaba las llaves sus hombros se relajaban. Su cabeza se inclinaba a un lado, en una actitud que suelen adoptar las personas cuando hablan con niños pequeños o con animales quejosos. Era algo más que simple preocupación. Era... ¿lástima?

—El truco que usó él no solo la convenció de que estaba indefenso. La convenció de que sufría algún daño —dijo Caitlin—. No sé de qué tipo. Ella quería ayudarle. Él le dio la vuelta completamente, de una forma emocional, en menos de cuatro segundos.

Berg preguntó:

—¿Fingía que estaba herido?

—Posiblemente. Cuadra con el perfil.

—¿Es nuestro hombre?

—Quizá. —Caitlin se sentía mareada.

Emmerich envió el vídeo a Quantico. No levantó la vista.

—Si lo es, haber hecho públicas las polaroids no lo ha asustado para echarse atrás.

Berg miró a Caitlin.

—Ha hecho que se aleje por la interestatal.

A mediodía, los corredores de bolsa de Crandall McGill estaban muy ocupados bajo el sol brillante de Phoenix. Sonaban los teléfonos. Las televisiones estaban sintonizadas en los canales financieros y de noticias, y los letreros pasaban por la parte inferior de diversas pantallas.

En el mostrador de recepción del vestíbulo, Lia Fox pasó una llamada y firmó al recibir un fajo de sobres de FedEx. El repartidor le dedicó una mirada simpática, evaluándola. Tenía treinta y seis años, era delgada y menuda, y sabía que le sentaban muy bien la falda estrecha y los zapatos de tacón de aguja. Llevaba el pelo oscuro muy corto, por el calor. Así su cara parecía más severa, pero ella había decidido que le gustaba eso. Quería probar a mostrar orgullo.

Dijo adiós con un gesto al repartidor, se acabó de beber los últimos restos de un brebaje frío y revisó los mensajes de texto de su móvil, girando a derecha e izquierda en la silla de su escritorio. «Tizzy está enfermo otra vez», le escribió su madre. Se refería a su perro. «¡He conseguido un tanto!», exclamaba su hermana, hablando de deportes, o de un examen o de sexo. Lia respondió a ambas cosas con un pulgar con el dedo levantado. Recogió los sobres de FedEx y se dirigió hacia la oficina para entregarlos.

Al pasar por la mesa de un operador, un televisor que estaba montado en la pared atrajo su mirada. Despertó algo en su cerebro, pero siguió andando. Al doblar la esquina, otro televisor estaba sintonizado en el mismo programa de noticias. El letrero decía: «Policía de Texas y FBI buscan a un asesino».

Vio las polaroids y se detuvo en seco.

Una bróker la llamó desde su despacho.

—¿Lia?

Lia miró el televisor.

—Lia, ¿es para mí eso?

La bróker tenía la mano tendida. Inclinando la cabeza, Lia le tendió el sobre.

—¿Qué pasa? —le preguntó la mujer.

Lia negó con la cabeza, con los ojos clavados en la pantalla del televisor.

—Nada.

La bróker levantó la vista hacia la pantalla.

—Dios, es horrible...

Lia intentó respirar, pero le parecía que tenía el pecho cerrado. La bróker le hablaba, pero ella no oía más que un pitido dentro de su cabeza.

La bróker agitó una mano ante su cara.

—Te has quedado pasmada... ¿Qué pasa?

Lia se volvió hacia ella.

—Nada.

Se dio la vuelta sobre sus altos tacones y corrió a través del vestíbulo enmoquetado. Antes de llegar al mostrador delantero, se dirigió hacia el lavabo de mujeres. Se encerró en un cubículo del baño y se apoyó en la pared, temblando.

Susurraba:

—No puede ser.

Cuando volvió al mostrador de recepción, consiguió ignorar la pantalla de plasma que estaba en el vestíbulo, en la zona de espera. Pero al final, como con la hiedra venenosa, el picor se hizo insoportable. Al cabo de una hora se levantó, puso el volumen al televisor y fue buscando por los canales informativos hasta encontrar las últimas noticias.

—Una sexta mujer de Texas ha desaparecido, esta vez en Dallas.

Las manos de Lia le cayeron a los costados. Como las otras mujeres que habían desaparecido, Teri Drinkall era rubia, joven, esbelta y había desaparecido. Desaparecidas. Se veían sus fotos en la pantalla. Una tras otra, como Barbies en los estantes de una juguetería.

Y las polaroids. Tantas rubias, tanto terror... Camisones blancos.

Un temblor empezó a agitarle la pierna. Le subió por el vientre y se le acabó instalando en el pecho.

—La policía de Dallas no tiene sospechosos en esta desaparición —decía el presentador—, pero están en contacto con las autoridades del condado de Gideon, donde han desaparecido otras cinco mujeres. Dos de esas mujeres fueron encontradas asesinadas la semana pasada. El FBI está ayudando en la investigación, pero no ha proporcionado ningún comentario más sobre el caso.

El presentador parecía muy serio y preocupado. Una lista de números de teléfono apareció en pantalla, en las líneas informativas.

Lia puso el televisor en pausa. Durante un minuto entero, dos, se quedó mirando la puerta principal tras la cual brillaba el sol de Arizona, hasta que las lágrimas se le agolparon en los ojos.

Con dedos temblorosos cogió su teléfono. Leyó la pantalla del televisor y marcó un número.

Cuando respondieron la llamada, ella cerró los ojos.

—Tengo que hablar con los agentes que están trabajando en el caso de los asesinatos de Texas. Sé quién es el asesino.

La nada oscura

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