Читать книгу La nada oscura - Meg Gardiner - Страница 8

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Las primeras sombras de la mañana atravesaban la carretera. El sol brillaba, dorado, a través de los pinos. Caitlin Hendrix aceleró y metió su Highlander en los terrenos de la Academia del FBI, en Quantico.

Por debajo de su abrigo negro, sus credenciales estaban sujetas en el lado izquierdo del cinturón. Llevaba la Glock 19M enfundada a la derecha. El mensaje de su teléfono decía: «Solace, Texas».

Caitlin salió del coche y el viento helado le apartó el pelo rojizo de los hombros. El viento de Virginia le recordaba constantemente que era una forastera allí. Le gustaba que fuera así. La mantenía en vilo.

Pasó por la puerta y se dirigió a la Unidad de Análisis de Conducta.

El mensaje decía: «Sospecha de secuestros en serie».

Las personas con las que se cruzaba Caitlin caminaban más rápido que los detectives con los que había trabajado en el pasado, en la oficina del sheriff de Alameda. Doblaban las esquinas mucho más deprisa. Echaba de menos a sus colegas de la Zona de la Bahía... Su orgullo y su camaradería. Pero le encantaba ver «FBI» en sus credenciales, con las palabras «Agente Especial» bajo su nombre.

Los teléfonos sonaban. Más allá de las ventanas, las paredes de cristal azul del complejo del laboratorio del FBI reflejaban el sol naciente.

Caitlin se acercó a su escritorio en la UAC-4, donde actualmente era una de las cuatro agentes y analistas asignadas a Crímenes contra Adultos. Dio los buenos días a sus colegas a medida que fueron llegando. Todos ellos habían recibido el mismo mensaje.

La Unidad de Análisis de Conducta era un departamento del Centro Nacional para el Análisis de Crímenes Violentos del FBI, una sucursal del Grupo de Respuesta Crítica a Incidentes. Su misión implicaba investigaciones inusuales o crímenes violentos y repetitivos. «Respuesta crítica a incidentes» quería decir que, cuando un caso caliente llegaba a la UAC, el grupo actuaba rápido, porque el tiempo apremiaba y había personas en peligro.

Como aquel día, por ejemplo.

Apenas había tenido tiempo de quitarse el abrigo cuando se abrió la puerta de un despacho, al fondo de la sala.

—No se ponga cómoda.

La gente levantó la vista.

El agente especial a cargo C. J. Emmerich se dirigió a ellos.

—Han desaparecido cinco mujeres en el condado de Gideon, Texas, en los últimos seis meses. La última fue hace dos noches. Las víctimas desaparecen los sábados por la noche. Y el periodo entre secuestros está disminuyendo.

La mirada de Emmerich recorrió la sala y recayó en Caitlin.

—Escalada —dijo ella.

Él asintió brevemente.

—Las similitudes entre los secuestros indican que nos estamos enfrentando a un único criminal. Alguien que se está volviendo más atrevido, más confiado.

Emmerich era su mentor oficial como agente de entrenamiento. Era un analista de perfiles legendario e irradiaba tanta autodisciplina que la ponía nerviosa. Solemne, intenso, atacaba los casos como un halcón se lanza sobre su presa. Cuando caía en picado para matar, sus garras eran afiladas.

—La oficina del sheriff del condado de Gideon ha requerido nuestra ayuda —dijo.

Su ayudante se puso de pie y les pasó unos expedientes. Caitlin hojeó el suyo.

«Escalada». Examinó las páginas del expediente buscando exactamente lo que aquella palabra podía significar en este caso.

Ya no era una novata, pero todavía estaba buscando su sitio como elaboradora de perfiles de criminales. Tenía la experiencia y los instintos de un policía, estaba aprendiendo a interpretar las pruebas de la escena del crimen, de los forenses y de la victimología para construir un retrato del perpetrador. Los perfiles se basaban en la comprensión de que todo en la escena de un crimen cuenta una historia y revela algo del criminal. La UAC estudiaba la conducta de los criminales para descubrir cómo pensaban, predecir si iban a aumentar el ritmo y cogerlos antes de que pusieran a otras personas en peligro.

—A las víctimas las han secuestrado en lugares públicos y en su propia casa —explicó Emmerich—. No hay testigos, y hasta ahora, ninguna prueba forense decisiva. Tal y como lo ha expresado el sheriff, sencillamente, han desaparecido.

«Desaparecidas». Los ojos de Caitlin se vieron atraídos hacia el retrato robot sujeto con alfileres encima de su escritorio.

Varón blanco, veintitantos años. El retrato plasmaba su mirada de ojos rasgados y su aire amenazante y relajado. Había pasado a su lado en un bar de motoristas en California. Más tarde, en aquel túnel oscuro, crucificó su mano con una pistola de clavos.

El software de reconocimiento facial del FBI no podía identificarlo. Era el Fantasma: un asesino, un traidor, un susurro por teléfono. Había ayudado al asesino en serie conocido como el Profeta a asesinar a siete personas, incluyendo a su padre.

Había prometido que se volverían a ver. Ella estaba esperando su llamada.

Pero eso no podía distraer su atención aquella mañana.

Pasó una página más en el expediente y vio una foto: una mujer de veintitantos años, solo unos años más joven que ella. Con los ojos vivaces, una sonrisa muy segura, el pelo rubio.

Shana Kerber. Caitlin se detuvo a contemplar la foto, deseando poder decirle: «Aguanta. Hay gente buscándote». Emmerich prosiguió:

—Han pasado veintinueve horas desde el último secuestro. Los locales nos necesitan en el escenario mientras exista una posibilidad significativa de encontrar a esta víctima viva. Y, si podemos encontrarla, quizá exista una oportunidad de salvar a las demás.

Señaló a Caitlin y a otra agente. El pulso de Caitlin se aceleró un poco.

—Cojan la maleta. El vuelo sale de Dulles para Austin a las diez y media.

La nada oscura

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