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En el centro de la ciudad de Dallas, el sábado por la noche estaba en su apogeo. Los rascacielos estaban brillantemente iluminados. Las amplias calles del centro de la ciudad eran un río de faros de automóvil. A pesar del frío, el centro comercial North Point Plaza, en la parte residencial, cerca de la maraña de autopistas que serpenteaban a través del centro de la ciudad, estaba atestado. El garaje exclusivo del centro comercial estaba a ciento cincuenta metros de la entrada a la carretera I-35, la autopista Stemmons.

Teri Drinkall salió del ascensor en el garaje, en el nivel 5, cargada con una bolsa de la compra de Neiman Marcus, otra de una librería independiente y una tercera de California Pizza Kitchen, que contenía una pizza de gambas con pesto. Los tacones gruesos de sus botas hacían eco en el suelo de cemento. Cuando había llegado, tres horas antes, el garaje estaba repleto de coches, pero ahora ya estaba casi vacío. Su Ford Escape estaba aparcado en el extremo más alejado de aquel piso. Una ráfaga de aire le levantó de los hombros la melena rubia.

Rodeó una columna junto a la escalera de incendios y oyó la voz de un hombre.

—Perdone.

La mujer se sobresaltó y se dio la vuelta, y las bolsas oscilaron. Llevaba el llavero en la mano derecha, con las llaves sobresaliendo entre los dedos como garras.

El hombre se quedó de pie junto a la escalera, permaneciendo medio en sombras.

—Lo siento, no quería asustarla.

Iba muy bien vestido, y tenía una voz cálida. Parecía avergonzado. Apoyaba una mano contra la pared para mantener el equilibrio.

—Siento mucho molestarla, pero necesito que alguien me eche una mano para llegar hasta mi coche.

En el cemento ante él se encontraban unas cuantas bolsas de la compra de una tienda de juguetes. Un osito Paddington sobresalía de una de ellas.

Teri sonrió.

El hombre le devolvió la sonrisa.

El domingo por la tarde, la luz atravesaba los visillos de las ventanas del dormitorio, moteados con sombras por los robles del jardín. De pie junto a la cama, el hombre examinó ansiosamente la nueva polaroid. Era muy reciente. Los detalles estaban aún muy vivos. La luz captaba todos los detalles, todas las protuberancias del cuerpo, el brillo en sus ojos.

Las mujeres de Dallas tenían un brillo muy especial. Un pequeño toque vaquero.

Había valido la pena el viaje.

Se puso muy furioso cuando la policía de Gideon y el FBI encontraron a la mujer en el bosque de cedros. Habían arruinado su trabajo. Llevaron perros. Cogieron sus trofeos. Estaba verdaderamente furioso. Y luego, cuando dieron la conferencia de prensa, se alarmó mucho.

Había considerado la posibilidad de postergarlo. La chica en la que había pensado, aquella camarera que se llamaba Madison, le había visto observando su complejo de apartamentos. Era rubia platino, muy descarada, con una sonrisa muy poco sincera cuando le preguntó: «¿Le tomo su pedido?». Joven y con los ojos vacuos. Pero ella le había visto, aunque fueran unos pocos segundos solamente. Era demasiado arriesgado cogerla después de que el maldito FBI gritara «Vigilad» desde los tejados aquel fin de semana.

Y la antigua ira —ese anhelo horrible y justificado de enseñarles, de hacer que esas mujeres vieran, de sofocar su necesidad antes de que explotara—, había aumentado y le corría por todo el cuerpo. Le martilleaba las sienes, diciéndole: «Nadie puede quitarme esto. Es mío».

Y Dallas estaba a trescientos veinte kilómetros de la interestatal.

Admiró la foto otro minuto más y luego la añadió a la exposición. Su exposición era secreta, la mantenía a salvo detrás de una pared falsa, en su armario. Puso a Debbie Does Dallas en el tablero. Añadía un cierto brillo al conjunto. Pasó los dedos por su colección. «Cuántos camisones blancos tan cuidadosamente elegidos...».

Quitó una foto de una adolescente rubia platino. La foto era antigua. La guardó con mucho cuidado; la había mantenido apartada de la luz para que no perdiera el color, y usado el mismo agujero para clavarla cada vez que la añadía al tablero, pero después de todo aquel tiempo el borde blanco ya mostraba unas manchas grasientas grises. Le encantaba acariciarla, pero intentaba siempre no tocar la superficie con los dedos.

Pero ese día no. Ella fue la que lo empezó todo.

Había intentado olvidar, perdonar e ignorar, fingir que no le importaba, pero allá adonde iba el mundo estaba repleto de otras como ella. Las despectivas. Las egoístas. Aquellas que lo echaban a un lado como un envoltorio de chicle. Las hermosas, las superficiales, las emocionalmente inmaduras. Aquellas que no se preocupaban. Que no comprendían que si pisoteas el espíritu de un hombre no hay vuelta atrás. Las que estaban ciegas en las profundidades.

Apretó la foto contra sus labios y enseñó los dientes, como si fuera a morderla.

Sonó el timbre de la puerta.

Con el corazón acelerado, clavó de nuevo la foto en su sitio. De mala gana encerró su alijo y se miró en el espejo. Tenía buen color, los ojos brillantes. Parecía que había estado haciendo ejercicio.

Y lo había hecho.

Al recorrer el pasillo, las imágenes del tablero de corcho le enviaron un estimulante cosquilleo por la piel. Se permitió una sonrisa, amplia y hambrienta, y luego suavizó su expresión y abrió la puerta principal.

—En Central Market no quedaban jalapeños. Pondré serranos —dijo Emma, efervescente como siempre, con dos bolsas de comestibles en las manos—. Los bollos de maíz quedarán fuertecitos, pero podremos sobrevivir. Haré la sopa.

—Usa tu magia. No es problema —respondió él.

Ella le envió un beso por el aire y se dirigió a la cocina, con su pelo color castaño muy claro al darle la luz, ese perfume floral suyo que le recordaba a las maestras y las tías solteras.

—Y tú sí que eres fuerte —dijo, yendo tras ella.

Por encima del hombro, ella le dedicó una sonrisa tímida.

Él se volvió hacia la puerta.

—Bueno. Hola.

La niña de seis años estaba de pie en el porche, con el DVD de Frozen en la mano.

—¿Es esto lo que vamos a ver hoy, señorita Ashley? —le preguntó.

Ella soltó una risita y saltó arriba y abajo.

—Eres tonto. Ya sabes que sí.

—Vamos. Tu mamá está preparando la comida.

Ella pasó a su lado. Era el día de la película de Disney. Sonriendo, él cerró la puerta.

La nada oscura

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