Читать книгу La nada oscura - Meg Gardiner - Страница 22
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Los teléfonos de la comisaría de Solace sonaban sin parar, todo el día. Cada línea estaba repleta de llamadas preocupadas y absurdas informaciones.
«El asesino del sábado por la noche es mi vecino».
«Es el hombre de la gasolinera que me miró de una forma rara».
«Es mi suegra».
«El asesino hurgó en mi basura. Es un basurero».
«Yo soy el asesino».
«Las asfixié con una bolsa de la lavandería».
«Las atropellé con un cortacésped».
En el mostrador delantero, una adolescente rubia vestida con el uniforme negro de una cafetería hablaba a toda velocidad describiendo a un hombre a quien había visto, y ponía la mano en el aire para indicar su altura. El jefe Morales parecía capaz de lavar a presión un autobús de lo alta que tenía la presión sanguínea. Al detective Berg parecía que la corbata iba a estrangularlo. Fuera, el sol blanco caía sobre una calle principal casi vacía. Daba la sensación de que una vibración inaudible de pánico llenaba el aire.
En la mesa de conferencias de la sala de detectives, Caitlin se inclinaba sobre su portátil, con unos auriculares puestos. Estaba manteniendo una videoconferencia con el técnico analista de la unidad en Quantico, Nicholas Keyes. Le dijo:
—Ya sé que estás buscando los datos de la cinta del aparcamiento de Dallas, pero hay otro vídeo, de la tercera víctima. Apuesto lo que quieras a que el sospechoso está en ese vídeo.
Vio las imágenes de la desaparición de Veronica Lees en las salas de multicines en una ventanita de su pantalla.
—Lo que necesito es el análisis de movimiento —prosiguió Caitlin—. Una forma de comparar la víctima con las demás personas que estaban en el vestíbulo, uno por uno, para determinar si alguno de ellos la mira, la toca o la sigue.
—He contado ciento veinticinco personas en ese vestíbulo. Aproximadamente —dijo Keyes.
Él, más que mirar a Caitlin, miraba a su propia pantalla. El brillo del ordenador se reflejaba en sus gafas con montura de concha. Con veintiocho años, tenía una mente ágil y una cantidad de conocimientos que resultaba casi anticuada.
—Sé que es mucho trabajo —le dijo Caitlin.
—No, si aplico el modelo correcto. —Los dedos de Keyes se movían con fluidez por su teclado. Tenía un lápiz detrás de la oreja—. Puedo atacar el asunto de un par de formas distintas.
Emmerich entró en la sala y se acercó a la mesa de conferencias.
—Keyes, espera —exclamó Caitlin y se quitó uno de los auriculares.
—Una persona que ha llamado dice que sabe quién es el asesino. —Emmerich tendió a Caitlin un mensaje en una nota—. Una comprobación preliminar indica que su afirmación puede tener credibilidad. Esa chica hará una videollamada. Échele un vistazo a la cara, escúchela y determine si es «creíble» la palabra adecuada para ella.
—Ahora mismo.
Con un leve saludo, Emmerich se fue.
Caitlin se volvió de nuevo hacia Keyes.
—Tengo...
—Oído. Ve. —Sus ojos recorrieron rápidamente la pantalla—. Tengo una idea.
—¿Sobre...?
—Caminos sesgados e interceptaciones.
Apagó el ordenador antes de que Caitlin pudiera preguntarle más. Ella dejó la nota con el mensaje en su mesa y marcó la videollamada. Le respondieron casi al instante.
—Señorita Fox...
Lia Fox estaba inclinada hacia la pantalla, humedeciéndose los labios, nerviosa. Llevaba el pelo negro cortado muy corto, y tenía la mandíbula dura, pero parecía tan asustada como una cierva.
—¿Agente Hendrix? —dijo Fox—. ¿Está usted en Texas? ¿Investigando estos crímenes?
—Sí. ¿Qué información tiene para nosotros?
—Tiene que prometérmelo. —Fox juntó las manos frente a los labios y cerró brevemente los ojos antes de mirar con intensidad a Caitlin—. Mi nombre quedará fuera de esto. Soy anónima.
—Mantendré la confidencialidad sobre su nombre —le aseguró Caitlin—. ¿Cree que puede identificar al asesino?
El ojo de Lia sufrió un tic.
—Mi exnovio. Se llama Aaron Gage.
Exhaló como si pronunciar aquellas palabras hubiera agotado hasta el último gramo de su energía.
Caitlin escribió aquel nombre.
—Cuénteme cosas sobre Gage. ¿Por qué cree que es el hombre que buscamos?
—Me estuvo acosando. Él... —Puso su mano sobre la boca, presionándola.
—Tómese el tiempo que necesite. Simplemente cuénteme lo que pasó.
Lia esperó unos segundos mientras parecía que intentaba reunir todo su valor. Apretó la mandíbula, lo cual hizo que pareciera desgastada.
—Yo estaba en el primer curso de la universidad. En el Rampart College, junto a Houston. Tenía dieciocho años y... —Se encogió de hombros—. Aaron estaba bueno. De rasgos duros, con un aire como de Clint Eastwood a caballo.
Caitlin asintió, animándola a seguir.
—Pero le gustaba mucho salir —dijo Lia—. Y bebía. Las cosas se fueron complicando.
—¿Qué le hace pensar que pueda ser el sospechoso de esos asesinatos, señorita Fox?
—Pues yo estaba hecha un lío... Me saltaba todas las clases. Iba por ahí dando tumbos, ¿sabe? Estuve con él mucho más de lo que habría debido. Era mi primer novio, así que...
Sus mejillas ardían. Parecía que se había guardado todo aquello dentro desde el primer año de la universidad.
Caitlin bajó la voz.
—De acuerdo. La escucho. Continúe.
Lia asintió, tensa.
—Una noche, en su apartamento, él... nosotros... nos emborrachamos. Empezamos a gritarnos y a pelear. Yo me metí en el dormitorio y cerré la puerta. Puse una silla debajo del pomo. Aaron empezó a dar golpes, insultándome, gritando que yo era una inútil...
Caitlin siguió asintiendo.
—¿Y?
—Y me quedé dormida llorando. Aaron siguió bebiendo y acabó pegándole fuego al apartamento.
Eso despertó a Caitlin.
—¿Quemó el apartamento deliberadamente?
Lia se encogió.
—La verdad es que no lo sé. Igual se desmayó. Los bomberos dijeron que la causa del fuego era «indeterminada».
Caitlin pidió la dirección del apartamento y la fecha del incendio.
—Cuando me desperté, la habitación estaba llena de humo y el compañero de piso de Aaron llamaba a la puerta, diciéndome que saliera. —Los ojos de Lia empezaron a brillar cada vez más—. Abrí la puerta y salían llamas que llegaban hasta el techo del salón. La puerta de enfrente estaba abierta de par en par, y los vecinos estaban en el vestíbulo gritándome que saliera corriendo.
—Suena aterrador.
—Todavía me pone mala... —Su voz tembló—. Y ya sé lo que estará pensando: «Bueno, ¿y qué?».
Caitlin vio auténtico temor en el rostro de la joven, pero Lia tenía razón: hasta el momento no había dicho nada que relacionara a Gage con su sospechoso.
—La escucho.
—Nunca volví a hablar con Aaron. Rompimos. Del todo. —Lia se inclinó hacia la pantalla—. Y entonces fue cuando las cosas se pusieron siniestras.
—Descríbame lo que quiere decir con «siniestras».
—Empecé a recibir postales por correo. Nunca iban firmadas. «Deja de seguir ignorándome». «Has cometido un error». «¿Qué narices te pasa?». Luego empezaron a aparecer regalitos en el porche —dijo Lia—. Al principio cosas monas. Una pulsera con dijes, una caja de música... Pero, como yo no respondía, empezó a dejar Barbies. Estaban... estropeadas.
Un escalofrío se deslizó sobre los hombros de Caitlin.
—Tenían los brazos arrancados. El cuello roto. La cara quemada con un encendedor. Las piernas... —Ella apartó la vista y luego volvió a clavarla ferozmente en la pantalla—. Las piernas separadas. Una estaba colocada encima de una rata muerta como... como si la muñeca se la estuviera follando. Me asustó muchísimo.
—¿Se lo contó a alguien? —preguntó Caitlin.
—A mis compañeras de habitación. No podía contárselo a mis padres... porque habrían sabido que yo había... tenido relaciones con un chico, y se habrían puesto como una moto.
—¿Y a alguien de la universidad? ¿O a la policía?
Lia se burló.
—¿A la seguridad del campus público? Lo único que hacían era detener a los chicos por violar el toque de queda y por poner música de hip-hop «demasiado alta». —Señaló las comillas con un gesto en el aire—. Rampart es una universidad pequeña, cristiana. La administración no quería saber nada de que los estudiantes tuvieran... sexo.
Lia miró hacia abajo y bajó la voz.
—Me habrían abierto un expediente disciplinario. Me habrían exigido arrepentimiento y quizá me habrían expulsado.
Caitlin pensó: «Menos mal que yo no fui a Rampart». Pero no le sorprendía, tristemente, saber cómo habría respondido la universidad al acoso a una de sus alumnas.
—¿Y qué más? —insistió Caitlin.
La voz de Lia se fortaleció. Ahora que había empezado, se estaba poniendo más firme a cada palabra que decía.
—Una noche, a última hora, estaba en la calle en la oscuridad, vigilando mi puerta.
—¿Está segura de que era Aaron Gage?
—No le daba la luz, pero era de su estatura y corpulencia. Mis compañeras de piso le vieron también, y se asustaron mucho. —Le brillaban los ojos—. Entonces mató a mi gato.
El escalofrío volvió a los hombros de Caitlin.
—Le rajó el cuello y lo dejó en el jardín, rodeado de fotos mías —dijo Lia—. Las fotos me las había tomado Aaron en su apartamento, dormida. Con un puto camisón blanco...
Las lágrimas se acumulaban en sus ojos. Lia se las secó furiosa.
Caitlin estaba inmóvil.
—¿Les contó a las autoridades lo del gato?
Lia negó con la cabeza.
—Pero tomé una foto. La quería como prueba, por si las cosas se ponían feas.
Caitlin se echó atrás: incendio intencionado y tortura animal eran ya cosas realmente malas. Hasta la administración de la facultad más puritana se habría tomado todo aquello como una seria prueba de acoso. La policía inmediatamente habría considerado que la vida de Lia corría peligro.
—Tengo que preguntárselo... En ese punto, ¿qué fue lo que hizo que no llamara a la policía? —quiso saber Caitlin.
Las mejillas de Lia se pusieron muy rojas. Empezó a parpadear y a humedecerse los labios.
—Pues yo... estaba pasando un mal momento. ¿Podemos dejarlo así? El caso es que ocurrió.
Levantó una foto. El estómago de Caitlin se tensó.
El gato yacía, pequeño y sin vida, con la sangre coagulada en el pelaje en torno a la garganta. Las fotos estaban metidas en la hierba húmeda, a su alrededor. En todas ellas se veía a Lia dormida con un camisón muy sencillo y revelador. Un testigo de muerte repetido.
—Aaron hizo todo esto —dijo Lia—. Eso es lo que cuenta. Tiene que creerme.
—Por favor, escanee esa foto y mándemela. —El corazón de Caitlin latía fuerte, como un tambor—. También tendré que examinar la original. Voy a hacer que un agente del FBI de Phoenix contacte con usted.
—Sí, claro.
Caitlin abrió su bolígrafo.
—Necesito toda la información que tenga de Aaron Gage. Nombre completo, fecha y lugar de nacimiento. Cualquier foto que pueda enviarme...
Lia recitó de un tirón toda la información pertinente, pero dijo:
—Rompí todas sus fotos y las tiré por el váter. Quería que todo recuerdo suyo desapareciera.
—¿No sabe dónde está Gage?
—No. Ni quiero. No quiero saberlo. Me fui de Rampart. Pedí el traslado, y puede apostar a que ese loco gilipollas de Aaron Gage fue el motivo principal para que lo hiciera.
—¿Quién podría saberlo? —preguntó Caitlin.
—Perdí el contacto con casi todas las personas de Rampart. No sabría decirle. —Su mirada se desvió a un lado.
Caitlin no dudaba de que Lia estaba convencida de la culpabilidad de Gage. Y de que estaba aterrorizada. Y de que se guardaba algo. Le preguntó:
—¿Tiene alguna idea de por dónde puedo empezar a buscar?
—Lo último que supe de él es que había ingresado en el ejército. —Lia se volvió hacia la pantalla—. Es él. Ya no es un simple acosador borracho. Ahora es un asesino auténtico. —Se echó atrás—. Encuéntrenlo. Porque me estoy tomando muchísimas molestias con todo esto, mucho más de lo que me correspondería.
Lia cortó la llamada y la pantalla quedó en negro.
Caitlin recorrió el vestíbulo y miró por la comisaría hasta encontrar a Emmerich. Con rapidez le informó de todo.
—Tenemos que encontrar a Gage. Era controlador y estaba furioso. Además del fuego, matar al gato... Son una serie de indicadores de conducta muy claros de sadismo psicopático sexual.
Emmerich dijo:
—Fox no habrá recibido ninguna insinuación de usted antes de contarle todo esto, ¿verdad?
Caitlin se sintió ofendida.
—En absoluto.
Sabía que no se debía dirigir a un testigo ni dar forma a la información que proporcionaba un testigo durante el interrogatorio.
—La policía no ha revelado el hecho de que a Shana Kerber le habían rebanado la garganta y que las polaroids encontradas en el bosque estaban metidas en el suelo, en torno al cuerpo. Es la firma del asesino. No me parece que sea una coincidencia.
La mirada de Emmerich se agudizó.
—A mí tampoco.