Читать книгу Sociedad Plural y nuevos retos del Derecho - Nuria Belloso Martín - Страница 18
II. Hablemos de los inicios: la libertad jurídica formal del aborigen
ОглавлениеPara hablar de este asunto principal que proclama al indio ante el derecho como persona libre, pero en situación de inferioridad en el ejercicio de su capacidad de obrar frente al encomendero castellano, debemos acudir por respeto y reconocimiento al expediente historiográfico de los trabajos de Antonio Rumeu de Armas, aunque debamos precisar algunas de sus afirmaciones16. No antes y de partida, apuntamos las divergencias de algún que otro historiador que en su opción discrecional a la hora de interpretar las fuentes defendió la duda proclamada por un sector de españoles respecto a la racionalidad de los indios17.
Fuera de la discusión de títulos y etiquetas respecto a la configuración política de las Indias18, el centro de nuestro debate está en los derechos y los individuos, y su vinculación o nexo de unión con la clave de bóveda, que es la dignidad humana, porque aquéllos están ínsitos a su naturaleza, la fundamentan y forman una unidad inseparable de ella. Otro plano de la cuestión será el desarrollo reiterado de juntas de debate para formar la voluntad regia, y en fin de cuentas la decisión política de su reconocimiento jurídico19.
Adelanto yo como mera especulación si la preocupación “humanista” observada en la política legal indiana de la Monarquía a lo largo del XVI estuvo más inclinada a establecer criterios ético-morales, en gran medida voluntaristas e individuales que condujesen las acciones de gobierno allí en las Indias para así asear la conciencia frente al Papado de la avalancha de denuncias de arbitrariedades y vejámenes sobre los indígenas, y de crear una imagen política de la Corona más amable y limpia frente a las otras monarquías europeas, más que en activar verdaderas normas jurídicas de aplicación coercitiva frente a cualquier conducta opresora e injusta.
Experiencia anterior ya existía, pero no del orden tan diverso de mentalidad y cultura y sobre todo de la magnitud humana tan impresionante con que la Corona se va a encontrar en América. En efecto, ya en el mundo medieval a los pueblos considerados paganos e incivilizados nadie les negaba su condición humana, aunque la Corona adoptase medidas orientadas a la conversión de la fe, primero mediante medios persuasivos, luego, no obstante, haciendo empleo de formas compulsivas. Y esta relación cristiano/infiel giraba sobre dos posiciones antagónicas: la primera, que podemos definir de iluminación tomista al que se sumó Agustín de Ancona, cuando distinguía entre ley natural (todo infiel es un ser racional y por ende son sujetos de libertad personal y tienen derecho al disfrute de distintas facultades de dominio sobre los bienes) y ley sobrenatural “de la gracia” a la que no estaban vinculados los no creyentes, pues “ni la pérdida de la gracia por el pecado priva al ser humano de la libertad, de la propiedad, del derecho de gobernarse o de cualquier otro nacido del derecho natural”20.
En posición contraria y en primera línea de prestigio y predicamento estaba el derecho de juristas que en el Bajo Medioevo formaban la “militia litterata”; auténticos legistas y canonistas que estudian e interpretan la tradición romanista y el derecho clásico de la Iglesia y recuperan los conceptos justinianeos de derecho y ley. Son los redactores y autores intelectuales del nuevo Derecho, quienes con sus opiniones y dictámenes del saber técnico y libresco del que hacen gala construyen la ciencia de las leyes. Un buen ejemplo de lo queremos señalar de esta generación es el pensamiento de Egidius Romanus (De ecclesiastica potestate, lib. I, cap. II) o Enrique de Susa, el cardenal Ostiense (Summa Aurea, lib. III, tit. 34), que identifican el derecho natural con la ley cristiana con el resultado de que la inobservancia de esta última por razón de la idolatría u otras infracciones al credo cristiano acarrea el pecado y la pena de la pérdida de la libertad personal y de otros derechos derivados21.
Y es que la libertad, en cuanto capacidad jurídica de los individuos, podía estar limitada e incluso negada por el derecho conforme a lo señalado en Partidas 4,22,1, que versiona un pasaje del Digesto1,5,4 en el que subraya que la “libertad es poderío que todo ome naturalmente a fazer lo que quisiere, solo que por fuerça o derecho de ley o fuero non ge lo embargue”.
El código alfonsino marca con nitidez la condición de la persona reconocida por el derecho positivo que se concreta como trasunto de la tradición romanista en las dos categorías básicas: la capacidad jurídica y la capacidad de obrar. Dos conceptos jurídicos íntimamente conectados a la personalidad, cualidad que le capacita al individuo para ser titular y sujeto de derechos y obligaciones. Complementariamente la facultad de disposición de los bienes o derechos de los que uno es titular, capacidad de obrar, puede ser sometida a grados en atención a distintas circunstancias que el derecho positivo, y que nuestro texto de Partidas aprecia: “por fuerça o derecho de ley o fuero”. Pero en todo caso toda persona que ostenta capacidad de obrar era calificada de libre, y a contrario sensu, por utilizar una expresión de la argumentación escolástica, aquél que carecía de esta facultad de la persona era conceptuado como siervo o esclavo22.
Asimismo el derecho vigente en este tiempo negaba la situación jurídica de la libertad a la persona que carecía de ella por nacimiento, y por ende sus hijos heredaban la peor condición de sus padres. Igualmente, un segundo supuesto recogía la reducción a la servidumbre por condena judicial por comisión de delito grave y también para aquellas gentes y pueblos “tales como los infieles o paganos que no guardaban la ley de Dios”; experiencia ésta vivida a lo largo del Medioevo con los mahometanos en la península y a cuyo grupo humano fueron asimilados los negros africanos23.
Cuando las Coronas de Castilla y Portugal emprendieron su programa expansionista ultramarino hicieron suyas estas ideas importadas del medievalismo jurídico más allá de la legitimidad de ocupar y adquirir el dominio de tierras de infieles, desconociendo a éstos su personalidad y a sus respectivas comunidades el autogobierno. Este fue el punto de partida para el sometimiento e incorporación sin despreciar la “libertad” del indígena al objeto de facilitar su conversión24. Al decir de las fuentes cronísticas y documentales no fue tarea sencilla sobre todo la de restringir los poderes tribales e imponer leyes que rápidamente fueron denunciadas como notoriamente injustas.
Hubo que construir un relato de las relaciones mixtas españoles/indios y el poder regio amparándose en el saber culto de la “doctrina de los doctores” que la Monarquía acogió en la Modernidad. Fueron estos juristas los encargados de llevar a la letra el derecho vigente inspirado, de una parte, en la equidad del derecho justinianeo, y de otra dar satisfacción a la “plenitudo potestatis” del rey como justo título del poder sobre los indios. Dicho esto, y siempre condicionados por el contexto político-social de la Castilla que alumbra la decimosexta centuria con la incorporación soberana de hombres y tierras allende el Atlántico, por cierto, no está de más dibujar el escenario: un universo humano ajeno a la cultura jurídica europea del Ius Commune proclive a aceptar la redención a la esclavitud del ser humano, y que sólo la palabra divina y la razón natural trataron de redimir a través de la ley civil.
Pero vayamos al terreno de los hechos. Por de pronto nos encontramos ante una soberana castellana de ferviente catolicismo inscrita ideológicamente en el sello de la validez e inmarcesibilidad de las Sagradas Escrituras como fuente divina inspiradora de sus decisiones y acciones políticas. Una barrera tan infranqueable como orientadora del ejercicio del poder que ella proyecta a las Indias, pero receptora de las nuevas corrientes jurídicas renacentistas de las que no debe hacer caso omiso, pues los criterios y fundamentos jurídicos que la doctrina de juristas marcan convienen ser tenidos en cuenta en la nueva realidad humana descubierta25.
La suerte de hechos que habían vivido los vecinos portugueses en los contactos y exploración de la costa africana gestionando las gracias, indulgencias y privilegios en continua relación epistolar con el Papado en orden a legitimar su empresa26, sirvieron a la reina Isabel como punto de referencia cuando tuvo que abordar la “acción misional” de las islas Canarias conforme al espíritu agustiniano, y ahora con ocasión de la ocupación de las Indias. A estos efectos el almirante genovés no se apartó un ápice del esquema lusitano imperante en la época a la hora de decidir la esclavitud del infiel que no aceptaba la conversión, pero dejaba su última decisión a la orden de lo que “Sus Altezas para la conversión dellos a nuestra Santa Fe, a la cual son muy dispuestos…”27. Era un tiempo de duda y de vacilación a la espera de la resolución de la Corona, de ahí que Colón siguiera el más antiguo modelo colonizador de sumisión voluntaria con beneficios personales frente a los que se “alzaran” y guerreaban ya que para estos últimos procedía su venta como esclavos28.
No está de más recordar que cada comunidad política, llámese reino o simplemente pueblo, se consideraba una entidad política soberana en plenitud de derechos y con voluntad de anexionarse nuevos territorios, que en el caso de comunidades de otra religión y cultura solía materializarse en operaciones de “salteo” para apresar esclavos u obtener un botín de guerra29.
Al llegar a Castilla los contingentes de infieles, la Corona no encontró opción distinta que continuar con la norma legal de proceder a su inmediato comercio (Cédula de 12-IV-1495)30. Más de seguido comenzaron a surgir incertidumbres e inseguridad penetradas de problemas de conciencia, conforme a lo que confesores y juristas cercanos le hacían llegar a la Reina tras plantearse el principio de cómo podían esclavizarse los súbditos de un territorio en que los reyes son soberanos?. ¿Los indígenas de las islas del Caribe son libres o no, y por ende se les podía esclavizar?
La respuesta regia no fue otra que acudir al dictamen de los técnicos: canonistas, letrados y teólogos para formar su voluntad conforme al consejo de estos expertos del estudio de la ley y del derecho. Una comisión ad hoc reunida en 1500 para acertar en la decisión final de qué destino debía darse a esos “cautivos” indianos enviados por el Almirante “en las caravelas que agora vinieron”.
Como vemos, la desconfianza y los escrúpulos hicieron a la Reina reconsiderar su determinación de tal manera que cuatro días después (16-IV-1495) ordena al todopoderoso plenipotenciario de las Indias, el obispo Juan Rodríguez Fonseca, que afiance el importe de la venta de los esclavos “por algún breve término, por que en este tiempo nosotros sepamos si los podemos vender o no…”31. Con todo, la propia hacienda regia apremiada por la insuficiencia de efectivo y sobre todo a la espera de contar de una vez por todas con una respuesta de la junta de expertos sobre la posible libertad de los indígenas, siguió acudiendo a la práctica subrepticia de compensar cantidades de dinero debidas con la entrega de indios para su venta32.
Observamos que quien capitaneaba todo el aparato de gobernación de las Indias en estos momentos era el toresano Juan Rodríguez de Fonseca a quien se le encomiendan de 1493 hasta 1516 funciones gestoras y organizativas y otras tareas administrativas de alta asesoría y resolución (nombramientos, política legislativa, expediciones capituladas, responsabilidades en asuntos indianos)33. Hombre de principal autoridad y “gran crédito que los Reyes dél tuvieron, y también por su prudencia y capacidad en lo que tocaba a esto”34, de lo que se congratula el padre Las Casas cuando regresa al frente del negocio de la Indias del que había sido separado en el brevísimo reinado de Felipe I35.
Pues bien, sabemos que para estas fechas de enero de 1496 la comisión mixta de teólogos y juristas seguía debatiendo sobre la suerte final libertad/esclavitud de los indígenas llegados a la Península entrando en un compás de espera, pero ello no empece que de nuevo, en abril de 1500, el almirante genovés sin contar con nadie remitiera a Sevilla en dos carabelas una nueva remesa de indios esclavizados denunciada por el dominico Las Casas en su Historia de las Indias al recordar que su propio padre, expedicionario de tal viaje, fue uno de los beneficiados con un indígena cautivo y que en Castilla “algunos días anduvo conmigo”36.
La consulta consumió cinco años de debates y discusiones técnico-jurídicas por parte de la junta comisionada a tal efecto hasta llegar a ofrecer a los monarcas un dictamen, hoy perdido, que sorprendentemente se apartaba de las tesis jurídicas medievales que siempre habían considerado a los infieles huérfanos de derechos. Esta ausencia de derechos por infidelidad es la que se había aplicado en las Canarias y por extensión a los primeros años del descubrimiento americano. Concluía su parecer declarando “que los indios eran libres e iguales a los labradores de Castilla”37.
El 20 de junio de 1500, poco más o menos dos meses después del envío colombino de los indígenas esclavizados a la metrópoli, los reyes despachaban desde Sevilla una real Cédula disponiendo la inmediata puesta en libertad de los indios retenidos y “secuestrados” aquí y ordena al comendador fray Francisco de Bobadilla que les retorne a las Indias38. Tres días más tarde el contino Pedro de Torres había entregado los veintiún indígenas que él tenía depositados al mayordomo del arzobispo de Toledo, salvo un enfermo que permaneció en Sanlúcar y una niña que voluntariamente optó por quedarse en casa de Diego de Escobar “para ser educada”39.
La proclamación solemne de la libertad del indígena abrió en el mundo jurídico una gran página de los derechos que no tendría retroceso en el futuro legislativo. Sin duda, no fue una decisión fácil en la que hubo que conciliar los intereses públicos con el derecho natural extendido al conjunto de los naturales de las Indias, pero no sólo fue un avance jurídico sino el precedente más valiente a tomar en cuenta por las monarquías europeas. Formalmente el asunto parecía zanjado definitivamente al declarar que los aborígenes del otro lado del Atlántico eran súbditos y vasallos de la Corona y como tal libres, pero la disposición legal arrastraba efectos colaterales. ¿Cómo afrontar los daños y perjuicios ocasionados con las donaciones y ventas de los indios anteriores a la entrada en vigor de la Real Cédula de junio de 1500, algunas ya anotadas líneas más arriba?
La Reina hubo de responder sin contemplaciones pregonando en Granada y Sevilla que cualquier indio de la remesa del genovés fuera de inmediato liberado y repatriado en los primeros navíos con destino a las Indias; orden que se extiende a los dueños, conquistadores y pobladores de las Antillas que habían adquirido legalmente estos esclavos indígenas como compensación del sueldo debido40.
Ya no cabía ignorar el “derecho y justicia de estas gentes”, al decir del Padre Las Casas, y en este sentido la producción legal de estos años inmediatos (1501-1503) reitera el reconocimiento, bien expreso o tácito, de la libertad personal del indio en calidad de súbdito y vasallo de la Corona de Castilla. Por vía de ejemplo citemos las Instrucciones a Nicolás de Ovando, gobernador principal de las islas y Tierra Firme del mar Océano, expedidas en Granada el 16 de septiembre de 1501 sobre el modo de gestión institucional para corregir gubernativamente ciertos comportamientos antisociales, además de encomendar explícitamente el buen trato y la protección de los indios fruto de la relación general jurídico-pública que éstos tienen con la Corona para que “ninguno sea osado de les hacer mal ni daño…”41. Sin embargo, en el envés de la norma estará su cumplimiento y en ello la documentación no silencia los excesos y prácticas transgresoras de oficiales, navegantes y pobladores en general que traficaron con la libertad del indígena hasta reducirlos a la esclavitud y su posterior venta42.
A pesar del noble empeño real de que los indios fueran libres “y no sujetos a servidumbre”, la Monarquía fracasó al hacer frente a “las compulsiones estatales” a la hora de asegurar otras libertades derivadas como la del trabajo provocada por los irreductibles esquemas de intereses sociales, económicos y fiscales a los que la Corona cedió43. En esta línea traemos a colación una Real Provisión de 20-XII-1503 signada en Medina del Campo y que resulta significativa del cambio de dirección de la política indigenista y de las directrices ovandinas. Con objeto de regular el régimen de trabajo en la Isla de La Española, la Reina en lugar de mantener la libre contratación introducía el trabajo coactivo fundado en interesadas razones económicas y sociales porque “a causa de la mucha libertad que los dichos indios tienen, huyen y se partan [sic] de la conversación y comunicación de los cristianos, por manera que aun queriéndoles pagar sus jornales no quieren trabajar y andan vagabundos…” y habían decaído al abandono y falta de disposición de estos indígenas para trabajar “en sus edificios, en coger y sacar oro y otros metales, y en facer granjerías y mantenimientos…”44.
Como indica el profesor Pérez-Prendes esta relación bilateral constituyó la esencia de la figura jurídico-pública conocida como la “encomienda indiana” que resultó compatible con la condición de hombre libre, pues desde el punto de vista técnico-formal no suponía una esclavitud “ya que el indígena posee derechos en esa relación laboral y es una persona, no un objeto adquirido, que dispone de capacidad jurídica, aunque su capacidad de obrar esté limitada”45. Al caracterizarse esta vinculación laboral por la nota impositiva de uno de los sujetos sin contar para nada su voluntad ¿acaso no pudiera calificarse la misma como una especie de cuasicontrato?
Nuevamente la política regia se proyecta en el derecho en el sector tanto del trabajo como en la libertad de circulación de las personas en un repertorio de disposiciones. El expediente legal consigna hasta cinco medidas en la segunda década de la centuria durante la gobernación general del rey Fernando en Castilla (1511-1512). Hasta tres disposiciones son expedidas el 21-VII-1511 con el objeto de fiscalizar la acción del virrey Diego Colón para que no proceda a “cargar indios”; una segunda debida a la queja reiterada de la diezma de población, el monarca autoriza la inmigración a La Española de aquellos indios de otras islas. Una tercera vedaba el tráfico marítimo de indígenas esclavos procedentes de las Antillas a la metrópoli siguiendo la pauta de su esposa la Reina. Otra cédula fechada el 23-XII-1511 ratificaba licencia para capturar y someter a servidumbre a los violentos indios caribeños de los que más abajo hablamos porque guerreaban a los súbditos indígenas. Por último, el 22-II-1512 el rey Fernando impone límites a los cupos de indios repartidos con el umbral máximo de trescientos hombres46.
La libertad general de los indios sufriría igualmente el embate de otras limitaciones con operaciones legislativas posteriores que afectarían al núcleo jurídico de la libertad en materia de excepciones. En efecto, el impacto de las doctrinas civilistas y canonistas junto a la Teología en los problemas jurídicos planteados por el descubrimiento y la adquisición de derechos en el Nuevo Mundo provocó un interés vivo y una reflexión teológica y jurídica de amplia perspectiva que desembocaría en la formulación de una teoría del orden jurídico internacional, ius gentium, referido a la paz y a la guerra. Y fue este segundo aspecto inevitable en las Indias, el de la guerra, el que llevó a la Corona a replantearse excepciones a la situación original de libertad formal predicada para el indígena en lo que Hugo Groccio denominó derecho de gentes voluntario siguiendo de cerca el pensamiento brillante del burgalés Francisco de Vitoria en lo que atañe a las condiciones de la guerra justa47.
Aunque en la teoría se afirma que la guerra no afecta a la situación jurídica de la persona y de los bienes en la acción bélica, sin embargo, sujeta a ciertas formalidades entre los beligerantes la voluntad legal que camina por el realismo práctico de asegurar la ocupación y el dominio de las gentes, de tal suerte que inicialmente autoriza la esclavitud de los indios caribes muy agresivos y además por sus repugnantes costumbres antropofágicas para la sociedad civilizada a “que vyviesen como ombres razonables….”48. Una segunda disposición, fechada al año siguiente de 1504, abre la servidumbre a los indios que hagan guerra al cristiano y por último la referida a aquellos que practicaran la trata de indios por apropiarse y traficar con súbditos de la Corona49.
Todo este conjunto de disposiciones normativas, que situamos en la agenda de las primeras medidas legales para taponar cualquier disidencia y levantamiento, no eliminaron ni las explotaciones ni los excesos para vencer la resistencia indígena superando cualquier obstáculo como lo demuestra el recurso formal bastante pintoresco del Requerimiento para justificar la licitud de las acciones de fuerza que seguramente forzaría el ánimo y la inteligencia del buen jurista Juan López Palacios Rubios en su redacción50.