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TIEMPO DE PASCUA DOMINGO DE LA OCTAVA DE PASCUA
Оглавление«Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: “¡La paz esté con ustedes!”. Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: “¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes”.
Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: “Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”.
Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. los otros discípulos le dijeron: “¡Hemos visto al Señor!”. Él les respondió: “Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré”. Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: “¡La paz esté con ustedes!”. Luego dijo a Tomás: “Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe”. Tomás respondió: “¡Señor mío y Dios mío!”. Jesús le dijo: “Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!”» Jn 20,19-29
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«Después de la resurrección del Señor, que fue la de un cuerpo verdadero, porque no otro resucitó sino el que fue crucificado y sepultado, ¿qué otra cosa fue el hecho de los cuarenta días de espera, sino purificar de toda oscuridad la integridad de nuestra fe? Dialogando con sus discípulos, conviviendo y comiendo con ellos (cf. Hch 1,3. 4), dejándose tocar y palpar por la curiosidad diligente de aquellos a los que la duda apretaba (cf. Jn 20,27); entró por esta razón, estando las puertas cerradas, en medio de sus discípulos y por su soplo les dio el Espíritu Santo (cf. Jn 20,19. 22). Dándoles la luz de la inteligencia les abrió los secretos de las santas Escrituras (cf. Lc 24,45). Y de nuevo Él mismo les mostró la herida del costado, las marcas de los clavos y todos los signos de la recientísima pasión (cf. Jn 20,25. 27), diciéndoles: Vean mis manos y mis pies porque soy yo; toquen y vean, pues un espíritu no tiene carne y huesos como ven que yo tengo (Lc 24,39), para que se conocieran las propiedades de la naturaleza divina y humana permaneciendo indivisas en Él, y así nosotros comprendiéramos que el Verbo no es lo mismo que la carne, confesando que el único Hijo de Dios es el Verbo en la carne»19.
UN COMPÁS DE ESPERA
El Señor resucitado es el Dios de los imprevistos. Siempre toma las iniciativas más insospechadas, en vista a suscitar o resucitar nuestra fe.
Todo había sido previsto por los apóstoles antes de la muerte de Jesús, menos que se les manifestaría como: “el Viviente”. Los relatos evangélicos atestiguan con transparencia, el escepticismo y la incredulidad de sus discípulos frente a esta inesperada realidad.
Sencillamente, no entraba en sus esquemas mentales, ni en las creencias religiosas de esa época, una resurrección antes del fin de los tiempos.
Pero las palabras y los gestos del resucitado se mostraron distintivos e inconfundibles. Por eso, ellos no se atrevieron a preguntarle quién era, porque sabían muy bien que era “el Señor”.
La fe pascual en el resucitado no es una realidad que habitualmente se evidencie de golpe. Necesita de tiempos y distancias, que el Señor programa con soberana libertad. No se pueden violentar las agujas de un reloj. Cada uno tiene su propio tiempo, y a cada uno le llega su propia: “hora de Dios”.
En todos nosotros se da como ocurrió con el apóstol Tomás, un compás de espera, entre la fe que proclamaron los discípulos el día de la resurrección, y la que nosotros como él asumimos, “ocho días más tarde...”.
Solo Cristo puede atravesar las puertas temerosamente cerradas de nuestros corazones, colmándolos de paz y de alegría en el Espíritu. Sólo él puede regalarnos la fe de su presencia resucitada y resucitadora.
Nosotros no hemos sido favorecidos con signos sensibles y palpables como los recibió el apóstol Tomás ocho días después, pero sí creemos en su tardío testimonio pascual; y con él repetimos cada día: “Señor mío y Dios mío”.
19. San León Magno, Carta a Flaviano, obispo de Constantinopla, 9.