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DOMINGO 4°

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«En aquel tiempo seguían a Jesús grandes multitudes que llegaban de Galilea, de la Decápolis, de Jerusalén, de Judea y de la Transjordania.

Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo:

“Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.

Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.

Felices los afligidos, porque serán consolados.

Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.

Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia.

Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios.

Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.

Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.

Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí.

Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron”» Mt 4,25-5,12

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«(…) El Señor dijo: Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados (Mt 5,6).

Ninguna cosa corporal apetece esta hambre ni ninguna cosa temporal anhela esta sed, sino que desea saciarse del bien de la justicia y, oculta a la mirada de todos, desea llenarse del mismo Señor. Dichoso el espíritu que ambiciona esta comida y arde por esta bebida, que no la desearía si no hubiese gustado ya esta suavidad. Al escuchar al espíritu profético que le dice: Gusten y vean qué suave es el Señor (Sal 33,9), recibió una porción de la dulzura celestial y se inflamó del amor hacia el casto placer, de modo que, abandonando todas las cosas temporales, anhela con todo su afecto comer y beber la justicia y abraza la verdad del primer mandamiento, que dice: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas (Dt 6,5; Mt 22,37; Mc 12,30; Lc 10,27), porque amar la justicia no es otra cosa que amar a Dios. Y, puesto que al amor de Dios se une el cuidado del prójimo, a este deseo de justicia se añade la virtud de la misericordia, y se dice: La misericordia nos asemeja a Dios.

Bienaventurados los misericordiosos, porque Dios será misericordioso con ellos (Mt 5,7). Reconoce, ¡oh cristiano!, la dignidad de tu sabiduría y entiende cuál ha de ser tu conducta y a qué premios eres llamado. La misericordia quiere que seas misericordioso; la justicia, que seas justo, a fin de que en la criatura aparezca el Creador y en el espejo del corazón humano resplandezca expresada por la imitación la imagen de Dios»31.

EL HOMBRE DE LAS BIENAVENTURANZAS

Las diez bienaventuranzas nos plantean un desafío de vida, que a nosotros, cristianos temerosos y mediocres, nos resulta un hueso duro de roer. Y en parte es cierto. Solo Jesucristo pudo en realidad vivirlas y abarcarlas en plenitud. ¡Él fue el Hombre de las Bienaventuranzas!

¿Qué queda para nosotros, servidores inútiles y con tantas incoherencias?

No tenemos que olvidarlas ni tampoco desesperar ante su desafío. Por eso, sería justo y necesario periódicamente, o cada vez que nos acercamos al Sacramento de la Reconciliación, releerlas y meditarlas, incorporándolas a nuestro examen de conciencia.

Como frente a un espejo, veremos reflejadas en ellas, de manera patética e impactante, las penurias y los quebrantos de la humanidad y de nuestra patria.

Para encarnar el mensaje de las bienaventuranzas, conviene recordar lo que recomendaban los antiguos monjes a los novicios que deseaban ingresar a la vida monástica. Les insistían en que imitasen las diferentes virtudes de los habitantes del monasterio. Unos eran más pobres, otros más mansos y pacientes, algunos más sacrificados, y otros más misericordiosos...

Con las bienaventuranzas sucede algo similar. Si bien debemos procurar vivenciarlas a todas ellas, habrá alguna que sentiremos de manera especial en “carne propia”; y nos sentiremos más identificados con ella. Pero también nos daremos cuenta, de que alguna otra nos resulta más lejana y difícil de practicar. Trataremos entonces de dedicarnos especialmente a ella.

Así, humildemente, sin prisa y sin pausa, iluminados por el ejemplo de Cristo y el de tantos cristianos anónimos, iremos recorriendo con corazón dilatado, el arduo pero gratificante ascenso al monte de las bienaventuranzas.

31. San León el Grande, Homilía 95,2 ss. (trad. en: San León Magno. Homilías sobre el Año Litúrgico, Madrid, 1969, pp. 369 ss. [BAC 291]).

La Palabra del Señor

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