Читать книгу Trienio liberal, vintismo, rivoluzione: 1820‐1823. España, Portugal e Italia - Remedios Morán Martín - Страница 12
4. LA IMAGEN DE LA CONSTITUCIÓN DE CÁDIZ ENTRE EL LIBERALISMO ANGLÓFILO
ОглавлениеEsta identificación de la Constitución gaditana con un producto revolucionario, heredero del modelo francés de 1791, también la sostuvo el liberalismo anglófilo, lo que explica su rechazo hacia el texto español.
La anglofilia ya había extendido sus raíces por Europa desde mediados del siglo XVIII, cuando el sistema de gobierno británico fue considerado como un modelo de validez universal. La bondad de la denominada como “Constitución de Inglaterra” fue relatada por sus comentaristas no sólo británicos (Blackstone, Hume, Bolingbroke, etc.) sino también francófonos (Voltaire, Montesquieu y De Lolme). Tras la caída de Napoleón, la anglofilia conoció un reverdecimiento por una Europa que, al menos en parte, deseaba dejar atrás las experiencias revolucionarias francesas. En la propia Francia se dejó rápidamente sentir la admiración por el gobierno británico17, no sólo entre sus intelectuales –de Constant al liberalismo doctrinario– sino también en el plano normativo, cuando Luis XVIII concedió la Charte de 1814, modelada por el ejemplo inglés. También seguiría ente ejemplo la posterior Constitución francesa de 1830, así como la belga de 1831. Es más, antes incluso de estas fechas, en diciembre de 1812, Sicilia había aprobado un texto constitucional que pretendía llegar incluso más lejos, positivizando el common law británico. Una Constitución, la siciliana, que representaba, además, un intento de la aristocracia para frenar la irrupción en aquel territorio de la Constitución de Cádiz18, lo que dejaba claro que esta última se percibía como un producto revolucionario.
Los partidarios del sistema británico admiraban aquel gobierno sustancialmente por dos elementos conectados: la existencia de un equilibrio constitucional entre los órganos políticos (Ejecutivo y Legislativo) y la presencia de una Cámara Alta que actuase como contrapeso entre ambos. Ambos elementos se hallaban, sin embargo, ausentes en la Constitución de Cádiz –obra de “un partido liberal, o más bien democrático” opuesto a la influencia británica19– por lo que resulta sorprendente que ésta no satisficiese sus intereses y la interpretasen como un producto tributario de la Francia revolucionaria20 De resultas, los argumentos que en su día había utilizado Edmund Burke para resaltar las virtudes de la Constitución inglesa y denostar su antítesis –representada por la Constitución francesa de 1791– se verían reproducidos durante el Trienio Liberal, aunque en esa ocasión para referirse al texto gaditano que reemplazaba así a la Constitución gala, lo de demostraba su identidad.
La ausencia del bicameralismo en el diseño gaditano ya había sido advertida por Lord Holland en el momento mismo del diseño constitucional. El político británico había maniobrado con Jovellanos, durante la etapa de la Junta Central, para lograr que se formasen unas Cortes bicamerales21, y su sensación de fracaso al enterarse del modo en que la Regencia finalmente reunió al Parlamento en la Isla de León, no haría sino acrecentarse al ver cómo el modelo unicameral se repetía en la Constitución gaditana. Defraudado, no dudó en mostrar a Blanco White su discrepancia con el articulado constitucional, influyendo de forma determinante en los escritos que el sevillano publicaría en El Español, muy críticos con la obra de los constituyentes reunidos en Cádiz.
En la misma línea, la Quarterly Review, revista enseña de los tories británicos, hizo hincapié en que el equilibrio constitucional se hallaba ausente en el articulado gaditano. Muy en concreto, criticaba el hecho de que los constituyentes hubiesen conferido al Monarca el veto exclusivamente suspensivo, en vez de uno absoluto con el que sí podría lograrse una mayor balanza de poderes22. Por su parte, Jean Denis Lanjuinais añadía otro elemento que debía incorporarse a la Constitución de Cádiz: la potestad regia de disolver anticipadamente las Cortes, a fin de poner enfrentarse a las acometidas de una Asamblea23. En la misma línea, Joseph Hemingway afirmaba que en el diseño de las competencias del Rey la Constitución gaditana mostraba un seguidismo evidente con la francesa del 91: “en ambos casos el rey ha quedado reducido a un mero cargo ejecutivo de la voluntad de los representantes del pueblo. El nombre de monarquía se ha mantenido, pero el gobierno era esencialmente republicano y, de hecho, más exclusivamente popular en su naturaleza que la mayoría de las repúblicas conocidas”24.
La ausencia de una segunda Cámara –aspecto íntimamente ligado con el propio equilibrio constitucional– fue, por su parte, el mayor mal que la anglofilia percibió en la Constitución de Cádiz. Bien es cierto que los liberales moderados españoles, durante el Trienio Liberal, utilizaron una argucia argumentativa para intentar mostrar que el papel de un Senado lo cumplía –hasta cierto punto– el Consejo de Estado reconocido en el texto español. Algo que en principio puede ser sorprendente, pero no lo es tanto si se tiene en cuenta las características orgánicas de aquella institución: por una parte, gozaba de una composición parcialmente estamental (eclesiásticos y Grandes de España) lo cual permitía asimilarla a una Cámara aristocrática; por otra, sus miembros eran propuestos por las Cortes y elegidos por el Rey, de modo que podía entenderse que, por este concepto, ostentaban una posición intermedia entre ambos poderes.
Pero lo cierto es que esta interpretación forzada de la Constitución de Cádiz no convencía al liberalismo anglófilo que echaba en falta una auténtica Cámara Alta colegislativa25. Mayormente, preferían, además, que ésta fuese de composición aristocrática, tal y como hizo ver Madame de Staël a Antonio Alcalá Galiano cuando éste la conoció en París. La conocida hija de Jacques Necquer, e impulsora del Círculo de Coppet, le diría al político español: “¿Sabe Vd., caballero, que su Constitución es muy mala? (…) Sí, necesitan ustedes una aristocracia”26. Para otros anglófilos, sin embargo, lo importante era que España se dotase de bicameralismo, aun cuando el Senado no fuese aristocrático. Así, Lanjuinais propondría una segunda Cámara que se asimilaba a la Cámara de Ancianos del Directorio francés (a la que él mismo había pertenecido) y que debía estar integrada por altas personalidades del Estado y personas que hubiesen prestado especiales servicios para el Estado, teniendo la condición de pares inamovibles27. Michael J. Quin, por su parte, advertía la posibilidad de que el Consejo de Estado se erigiese en segunda Cámara –recordando que así lo querían los moderados españoles–, algo que, a su parecer, podría lograrse incrementando hasta cien el número de vocales, dándole al órgano voz deliberativa, algo que, al menos, lo asimilaría –según su criterio– al Senado estadounidense28.
La ausencia de equilibrio constitucional y bicameralismo en la Constitución gaditana era, al parecer de los tories de la Quarterly Review, resultado de la querencia de los liberales españoles por el pensamiento revolucionario francés29. Los constituyentes habían hecho una clara elección, pretiriendo el modelo británico a favor de ideas jacobinas. En este punto, la Quarterly Review mencionaba, incluso, a un diputado en concreto: Agustín Argüelles. A pesar de considerarlo como un hombre honrado, la revista británica le reprochaba el no haber entendido correctamente el modelo anglosajón (a pesar de conocerlo de primera mano), optando por la defensa del antagónico sistema revolucionario francés30.
La crítica de la Quarterly Review a Argüelles era, en realidad, cierta, aunque un tanto injusta. Cierta, qué duda cabe, puesto que el oriundo de Ribadesella había conocido directamente el sistema británico al haber residido en Londres entre 1806 y 1808, como comisionado de Godoy para vigilar los movimientos británicos en los intereses ultramarinos de España. A pesar de haber tenido ocasión de ver el funcionamiento del sistema político inglés, también es cierto que Argüelles no había alcanzado a comprenderlo, y que él mismo se declararía seguidor del pensamiento revolucionario francés31. Ahora bien, la injusticia de la imputación realizada por la Quarterly Review reside en el hecho de que los tories tampoco entendían correctamente el funcionamiento del gobierno británico; algo, desde luego, mucho más grave: ciegos a las convenciones constitucionales, seguían viendo en la Constitución inglesa un sistema de checks and balances –cual lo describieran Montesquieu, Blackstone o De Lolme– y no lo que en realidad operaba, a saber, un sistema parlamentario de gobierno en el que el poder efectivo estaba en manos de un Consejo de Ministros controlado políticamente por la Cámara de los Comunes.
Tampoco convencía la Constitución de Cádiz a los whigs británicos. Así, la principal revista whig, la Edinburgh Review, veía en el texto española un mero trasunto de las Constituciones francesas del 91 y 93, y consideraba que el dogma de la soberanía nacional que contenía resultaba idóneo para cualquier proceso revolucionario que se pretendiese emprender32. El resultado de la soberanía nacional era, a decir de la revista whig, una constante contienda entre el Legislativo y el Ejecutivo. Lo correcto, decía la citada revista, habría sido que ambos órganos estuviesen en permanente armonía y contacto, para lo cual proponía, por ejemplo, que los cargos de ministro y diputado fuesen compatibles33. Igual opinión sostenía uno de los más reputados líderes whigs: Lord Holland, quien advirtió a Blanco White del error en que incurrían las Cortes de Cádiz al negar la compatibilidad de cargos. Sus explicaciones al poeta sevillano, de hecho, le llegarían a convencer al punto de que Blanco decidió darles publicidad a través de El Español34. En realidad, la incompatibilidad de cargos que recogía la Constitución de Cádiz –ya propuesta por Capmany antes incluso de elaborarse la Constitución35– también se hallaba presente en el statute law inglés, en particular en el Act of Settlement de 1701. Sin embargo, lo cierto es que las convenciones constitucionales habían operado en este aspecto, de modo que en Gran Bretaña era indudable que los ministros podían contar, además, con el acta de diputado. En definitiva, la Edinburgh Review estaba criticando a la Constitución de Cádiz no ya por alejarse del statute law británico, sino de las convenciones constitucionales.
Entre los anglófilos galos se mantenía esta misma idea. Así, por ejemplo, Clausell de Consergues atacaba la falta de moderación en la forma de gobierno prevista en la Constitución gaditana:
“A la verdad, casi toda la forma de la antigua constitución de la monarquía se innovó, y copiando los principios revolucionarios y democráticos de la Constitución francesa de 1791, y faltando a lo mismo que se anuncia al principio de la que se formó en Cádiz, se sancionaron, no leyes fundamentales de una monarquía moderada, sino las de un gobierno popular, con un jefe o magistrado mero ejecutor delegado, que no rey, aunque allí se le dé este nombre para alucinar y seducir a los incautos y a la nación”36.