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1. DE REVOLUCIONES Y RUPTURAS POLÍTICAS

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La historiografía más consolidada ha considerado a la Constitución de Cádiz como un producto revolucionario que daba lugar a una discontinuidad con el Antiguo Régimen, instaurando un sistema político de corte liberal. Habitualmente se ha situado al texto dentro del modelo de “constitucionalismo revolucionario”, ligándolo de forma especial con la Francia revolucionaria y en particular con la Constitución de 1791. En este sentido, a pesar de que cronológicamente sea un texto concebido en el siglo XIX, por su contenido podría considerarse como un producto del XVIII; como la culminación de la ilustración radical que simbolizaron Rousseau, Mably y Sieyès.

Esta visión dominante y canónica sobre el significado de la Constitución de Cádiz ha sido contestada sólo en dos ocasiones. La primera fue durante el franquismo, momento en el que se quiso ver en el texto un producto de la neoescolástica española. A pesar de que el régimen dictatorial renegaba del constitucionalismo –al que vía expresión del liberalismo individualista– no quiso renunciar a su lectura nacionalista, como momento de reivindicación patria frente a la invasión napoleónica. La segunda, mucho más reciente, nace desligada de condicionantes políticos y está representada por una corriente de historicismo revisionista que considera que la Constitución gaditana carece de impronta revolucionaria alguna y que en definitiva no es más que una continuidad con el Antiguo Régimen. Lo que, por otra parte, entrañaría considerar que la Edad Contemporánea y la Edad Moderna son la misma cosa.

En esta disyuntiva sobre considerar la Constitución de Cádiz como un producto revolucionario o continuista conviene tener en cuenta dos factores. El primero es que historicismo y pervivencia de elementos del Antiguo Régimen no son en absoluto conceptos sinónimos. Ciertamente, la Constitución de Cádiz se tiñó de una argumentación historicista, presente, en realidad, en el Discurso Preliminar diseñado principalmente por Agustín Argüelles. Es allí donde se evocan las antiguas leyes fundamentales góticas como fundamento de cuanto se articulaba luego en el texto gaditano. Dejando al margen el debate de cuánto pudiera haber de sincero en esta conexión con el pasado2, lo cierto que ese historicismo admite una lectura revolucionaria. No se trataba de mantener el status quo (un régimen absolutista polisinodial, en el que ya no se convocaban Cortes más que ocasionalmente, habiéndose celebrado las últimas en 1789 para recibir el juramento del infante Fernando y abolir, de paso, la Ley Sálica)3, sino de retornar al pasado, pero no tal cual había existido, sino debidamente remozado y recuperando sólo su “esencia”. A la hora de determinar cuál era esa esencia es donde actúa la lectura rupturista, al descontextualizar instituciones y adoptar sólo aquéllas que encajan mejor en el paradigma liberal. De este modo, se prefiere el ejemplo de Aragón al de Castilla, lo que no deja de ser una decisión arbitraria; se buscan en las leyes fundamentales (sobre todo en Las Partidas y en el Fuero Juzgo) derechos individuales, sobre todo de carácter procesal (como el habeas corpus) o propios de la esfera de privacidad (inviolabilidad del domicilio); se recuerda la estructura unicameral de las Cortes (para oponerse a las pretensiones bicamerales procedentes de las corrientes anglófilas), y se hace una lectura interesada del derecho de petición de que disponían las Cortes –como así había reconocido el propio Martínez Marina– identificándolo sin más con un poder legislativo absoluto del Parlamento y reduciendo la participación del monarca a un veto suspensivo.

Estos ejemplos, y otros muchos que podrían citarse, fueron considerados como una recuperación de “lo esencial”, pero en realidad tenían un sesgo revolucionario, porque descontextualizaban todas esas instituciones y prescindían de aquellos factores que no interesaban al liberalismo. Por ejemplo, no se advertía que el principio de igualdad que las Cortes de Cádiz asumieron como base constitucional no se hallaba presente de ningún modo en aquellas Leyes Fundamentales, basadas en una estructura social estamental, y en el reconocimiento de fueros, ya fuesen territoriales o personales. No es baladí el que el primer derecho que reconocieron las Cortes de Cádiz fue la libertad de imprenta que, sin embargo, en ningún modo tenía parangón en las antiguas Leyes Fundamentales ya que, como se encargaría el conde de Toreno en 1820, resultaba absurdo pretender que las leyes históricas reconociesen la liberta de prensa cuando todavía ni siquiera se había inventado la imprenta4. En cuanto a las Cortes, baste recordar que, aunque ciertamente habían sido unicamerales, su composición era estamental, algo a lo que se opusieron radicalmente los liberales gaditanos; y desde luego, considerar que el Rey había dispuesto sólo de veto suspensivo no se ajustaba tampoco a la historia de ninguno de los reinos hispánicos.

Así pues, el recurso al pasado puede tener –y a menudo tiene– un sentido puramente revolucionario, cuando se instrumentaliza ese pasado, tomando de él elementos que –debidamente tamizados– pretenden ser trasunto de instituciones modernas. Sin embargo, el continuismo con el Antiguo Régimen, la pervivencia de instituciones ya existentes, vivas y eficaces, sí que sería contrario a una mentalidad revolucionaria. Dicho de otra forma: para considerar que la Constitución de Cádiz no fue revolucionaria no puede aducirse su argumentario historicista (que sí es revolucionario), sino, en su caso, el que mantenga vivas instituciones del régimen absolutista en el que nació.

Y esto lleva a la segunda consideración. Buena parte de la negativa a considerar la Constitución de Cádiz como una obra revolucionaria reside en maximizar la relevancia de ciertas instituciones que mantienen vivas instituciones del Antiguo Régimen. Por ejemplo, la composición estamental del Consejo de Estado, o parte de la planta judicial. Ahora bien, aquí conviene tener en cuenta dos factores. El primero es que esas mismas instituciones supérstites, insertadas en un contexto político totalmente distinto (soberanía nacional, separación de poderes, reconocimiento de derechos individuales, etc.) cambian radicalmente su significado. Así, por ejemplo, no puede verse en el Consejo de Estado un órgano equivalente a los Consejos del régimen polisinodial, por más que coincidiese con ellos en su composición estamental. El Consejo de la Constitución de Cádiz encaja dentro de un patrón muy distinto, en el que las Cortes son el centro del sistema político, y de hecho aquél actúa como una derivación del Parlamento para controlar la acción del ejecutivo. Y ninguna de las facultades administrativas y jurisdiccionales de los antiguos Consejos se halla presente en el Consejo de Estado del texto de 1812.

El otro aspecto que conviene tener presente es cuán absurdo resulta considerar que para que una Constitución sea adjetivada de revolucionaria ha de entrañar una discontinuidad absoluta, una ruptura total con su presente. Si fuese así, podríamos decir que no hay posiblemente ninguna Constitución que cumpla ese requisito, porque hacer tabula rasa del ordenamiento previo resulta imposible. La argumentación supondría decir que la actual Constitución española no difiere en nada de las Leyes Fundamentales franquistas, porque a fin de cuentas sigue manteniendo el régimen foral (algo tan querido por el carlismo, base ideológica de la dictadura), mantiene la estructura municipal y provincial a partir de la cual edificar el Estado de las Autonomías, y no deroga toda la legislación franquista de radice. Si la Constitución de Cádiz es Antiguo Régimen, la Constitución de 1978 es dictadura franquista. Tertium no datur.

Lo mismo podría decirse del constitucionalismo estadounidense. Ningún autor negaría el carácter revolucionario de aquel constitucionalismo… y sin embargo tampoco entrañó una ruptura total, absoluta e indiscutible con el acervo jurídico de los otrora territorios ultramarinos británicos. Por una parte, porque no todos los nuevos Estados aprobaron sus propias Constituciones, permaneciendo algunos con las cartas coloniales que las habían regido hasta entonces. Pero incluso aquellos que sí formaron Constituciones, recogieron en algunos casos elementos propios del sistema británico. Así sucedía por ejemplo con la Constitución de New York de 1777, que mantenía vigente el common law (art. 35) y, de hecho, a lo largo del siglo XVIII y XIX muchas de las resoluciones judiciales adoptadas por los tribunales estadounidenses seguían aplicando ese common law como si fuera propio.

Y es que, una cosa es reseñar en qué aspectos una Constitución presenta una continuidad respecto del régimen anterior –algo por otra parte de gran interés y sobre lo que la historiografía debe reflexionar– y otra bien distinta es concluir, a partir de esos elementos de continuidad, que aquella Constitución no cambia nada ni aporta un nuevo paradigma. Quizás el problema se halle también en el enfoque: tendemos a valorar el carácter revolucionario o continuista de una obra pasada desde nuestro punto de vista actual, incurriendo con ello en presentismo.

Precisamente por ello, aquí pretendo abordar esta cuestión desde un enfoque distinto: ¿cómo concibieron los coetáneos de la Constitución de Cádiz ese texto, como revolucionario o como continuista? Creo que ese es el enfoque más certero, porque no entraña descontextualización. Para tratar de aportar la mayor objetividad posible centraré esta reflexión geográficamente no ya en España –donde podían existir intereses políticos que viciaran las reflexiones sobre este asunto– sino en el resto de los países europeos, que tendían a realizar una lectura más objetiva y desapasionada de la Constitución gaditana. Algo que hicieron sobre todo durante el Trienio Liberal español, momento en el que el texto alcanzó su mayor difusión internacional.

Trienio liberal, vintismo, rivoluzione: 1820‐1823. España, Portugal e Italia

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